En realidad, nadie conocía al hombre de la playa. Tampoco sabíamos a qué se dedicaba. Unos afirmaban que trabajaba en tal cosa, otros que en tal otra. En la urbanización todos lo habían visto alguna vez; pero, ¿cruzaron alguna palabra con él? Eso sí, su mujer y sus hijos eran asiduos de la piscina. Los chicos jugaban a fútbol con nuestros hijos. Empleaban dos chancletas de porterías, hasta que la comunidad les prohibió el balompié y se convirtieron en adolescentes anodinos, tendidos a diario en la toalla, con las cabezas sobre los vientres de chicas en bikini que les hurgaban el pelo, mientras ellos miraban la pantalla del móvil. ¿Y la mujer? Era una rubia de peluquería diaria. Bajaba a la piscina con su bañador floreado y sus sandalias cuyos tacones se clavaban en la hierba cual estiletes. Solía nadar a braza en la piscina vacía y la irritaba desmesuradamente que los niños le mojaran uno solo de sus cabellos dorados. Al salir de la piscina, pasaba horas limándose las uñas y quejándose ante sus amigas: “Qué sinvergüenzas de criaturas”.
Todo era silencio. Los focos de la piscina iluminaban las aguas azules y proyectaban ondas sobre las paredes de los apartamentos. Una brisa suave agitaba las palmeras del jardín. El cielo clareaba y la luna llena lucía en las calles desangeladas con su luz cenicienta. Sí, nuestro vecino, el anciano insomne, le contó a mi padre que había visto pasar por el jardín al hombre de la playa. Vestía sus sempiternos náuticos acartonados por el salitre, la camisa abierta sobre el pecho atezado de vellos blancos, las bermudas ajadas por el tiempo. Atravesó el jardín sigiloso y, con suma lentitud, se encaminó al mar. Allí, el anciano desvelado lo vio atravesar la arena y llegar hasta la orilla. Se agachó para acariciar una ola con las yemas de los dedos. Al principio se mojó los zapatos, pero una vez atravesó los primeros metros donde rompían las olas, comenzó a caminar sobre las aguas. Parecía atravesar una llanura plateada donde nada ni nadie fueran a perturbarlo.
¿Y qué sucedió entonces? Pues ocurrió que el hombre de la playa anduvo y anduvo sobre la estepa infinita del mar, camino de las profundidades hasta perderse de vista. “Pensé en llamar a la policía…”, le contó el anciano insomne a mi padre, con quien jugaba a las cartas cada mediodía en el jardín de la urbanización, “pero, ¿quién iba a creerme…?”. Los otros dos abuelos que jugaban con él lo miraron por encima de los naipes. Más tarde contaron a los hijos que su pobre amigo se estaba yendo de cabeza.
A la noche siguiente, el anciano insomne velaba de nuevo en la terraza cuando, a las cuatro de la madrugada, el hombre de la playa atravesó de nuevo la urbanización en dirección al mar y caminó una vez más sobre las aguas. Y así ocurrió al día siguiente, y al otro, y al otro… Raro era el día que el anciano no veía pasar al sujeto a la misma hora y perderse en el horizonte marino andando bajo el reflejo de la luna. Al fin, unas nuevas pastillas del geriatra lograron vencer la vigilia del amigo de mi padre. Durmió al fin y dejó de ver cada noche al hombre de la playa.
A esas alturas, toda la urbanización conocía ya la historia, el cuento, la alucinación… Pero nadie, nadie la creyó salvo aquella chica. Era una chica famélica. Solía vestir camisas anchas abotonadas hasta el cuello para ocultar su torso de piel y huesos. Soñaba con ser escritora y, quizá por ello, en vez de levantarse a las cuatro de la madrugada a comprobar la veracidad del milagro, decidió escribir un cuento inspirado en él.
En el cuento —que ganó un certamen municipal de relatos sobre el mar— la chica famélica narraba con lujo de detalles los pasos serenos, lentos, sosegados… El cielo y la superficie marina los describía con amplia paleta de colores, que iban desde el negro de la oscuridad hasta el amarillo gélido de la luna, pasando por todas las tonalidades del gris y del azul.
El jurado premió “la asombrosa capacidad de la joven escritora para evocar el mar con tintes fantásticos y hasta sobrenaturales…”. O algo así, ya no recuerdo, pese a que sus orgullosos padres nos leyeran el acta en la piscina en más de una ocasión. Pero la joven famélica nunca bajaba a la piscina. Era demasiado tímida, y temía demasiado mostrar su delgadez como para vestir un bikini y tenderse sobre el césped. Siempre moraba en la penumbra de su dormitorio, con las persianas bajadas y con la luz necesaria para escribir sin descanso las páginas de su cuaderno de espiral.
El día de la entrega de premios, en un palacio de estilo gótico flamígero, el alcalde le entregó aquella copa dorada un tanto ridícula. También un lote de libros que sobraban en el ayuntamiento y alguien había envuelto con celofán. En la primera fila estaba la madre con un vestido escotado, mostrando su pecho exuberante mientras se abanicaba con una sonrisa de oreja a oreja. “Mi niña…”, bisbiseaba.
Fue al acabar la ceremonia cuando la chica vio con claridad al hombre de la playa. Se había sentado en una silla de madera plegable al final del salón de plenos. Vestía sus sempiternos náuticos acartonados por el salitre, la camisa abierta sobre el pecho atezado de vellos blancos, las bermudas ajadas por el tiempo. Se levantó, sonrió a la joven escritora desde lejos y salió de allí sin hablar con nadie.
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