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El 17 de noviembre de 1919 la norteamericana Sylvia Beach abrió en París la librería Shakespeare & Company en la rue Dupuytren, y muy poco después se trasladó a su sede definitiva en el 12, rue de l’Odéon, a la vuelta de la esquina. Seguía así los pasos de su amiga íntima Adrienne Monnier, quien en 1915 había abierto en el número 7 de la misma calle La Maison des Amis des Livres, una librería de préstamo. Desde que se inauguró, La Maison des Amis des Livres se había convertido en toda una referencia literaria de la modernidad de su tiempo.
Joyce llevaba poco tiempo en París. Venía de Trieste, donde había sido profesor de inglés, había pasado la guerra en Zúrich, como en una isla, y luego, tras una segunda estancia en Trieste, había recalado en París, ciudad en la que ya había estudiado de joven. Trataba de vivir dedicado exclusivamente a la escritura final de su obra magna, Ulises, que pensaba terminar en París contra viento y marea, es decir, pese a no contar con apenas ingresos. Los problemas de Joyce (y su familia) eran principalmente económicos, por no citar aquí los familiares, marcados especialmente por la situación psíquica de su hija Lucía. Lo apoyaban en esa época un grupo nutrido de amigos y de admiradores, como la traductora Ludmila Savitzky y el poeta Ezra Pound. Joyce era famoso en ciertos ámbitos anglosajones, pero en Francia, en cambio, centro literario mundial de primer orden, aún era un desconocido.
Y en Francia, en la primera mitad del siglo XX, una de las personas claves como referencia de vanguardia (además de poseer una fortuna personal, en tanto que heredero de los manantiales de las aguas de Vichy) era el gran escritor y literato Valery Larbaud, amigo entusiasta de las dos libreras, Monnier y Beach, y animador acérrimo de sus proyectos. Larbaud, por otra parte, tenía el valor añadido de ser un experto absoluto en literatura anglosajona. Y era amigo de Spire. ¿Qué mejor puerta para entrar en la inteligentsia francesa?
Valery Larbaud fue siempre un escritor generoso con los libros ajenos, un gran lector y un extraordinario escritor, autor de unas obras importantes e influyentes. En aquellos años ya tenían un claro reconocimiento Fermina Marquez y sobre todo la Obra completa de A. O. Barnabooth. De Larbaud dice Richard Ellman, el biógrafo de Joyce, que “era un hombre de gran sutileza y refinamiento y poseía una atractiva sencillez y franqueza”. Desde el principio, “apadrinó” el proyecto librero y divulgativo de Sylvia Beach.
Fue en la fiesta de Nochebuena de 1920 cuando Sylvia Beach y Adrienne Monnier, que adoraban a Larbaud, tanto por su persona como por su obra, hicieron las presentaciones entre su viejo amigo Valery y su nuevo amigo James. Hubo una inmediata sintonía entre los dos escritores nada más conocerse. Ambos eran, prácticamente, de la misma edad (Joyce había nacido en 1882, Larbaud en 1881). Sin embargo, su cordialidad nunca fue demasiado expansiva, a tenor de las confesiones de los demás. El propio Larbaud, al evocar el momento en que vio por primera vez al irlandés, dirá que “Joyce es un hombre que no habla… un tipo hecho de palo”. Y en sus memorias, Sylvia Beach comentará con afecto que tuvieron una larga amistad, cariñosa incluso, pero había que reconocer, según ella, que tenían ante los demás un trato común más bien cortante, lejos de la fluidez de una cálida amistad. Sin embargo, añade, el respeto literario era recíproco y muy alta su mutua estima.
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A primeros de febrero de 1921, Larbaud enfermó de gripe. Vivía solo, con una asistenta. Llevaba una vida de soltero, con un permanente aire juvenil y de dandy, que compatibilizaba con su voluntad férrea para trabajar con ahínco en sus libros y en sus diarios, así como en traducciones y en lecturas. Dadivoso por naturaleza, apreciaba mucho el valor literario de los demás y mantenía varias y nutridas correspondencias. También era muy viajero, sobre todo por España e Italia, sus dos pasiones junto con Gran Bretaña. Seguramente era maniático, como todo coleccionista. Su mayor hándicap era que desde niño fue una persona frágil de salud, lo que le hacía guardar cama ante los primeros síntomas gripales por temor a fatídicas complicaciones pulmonares. En aquella época, la gripe era una enfermedad bastante seria.
Como tenía que guardar cama, Silvia Beach le hizo llegar algunos ejemplares de The Little Review, en concreto los número de la revista en que se publicaron los trece primeros episodios de Ulises. No obstante, Joyce cuenta que fue él mismo quien le pasó los ejemplares de la revista. Incluso dice que, cuando le agradeció los cumplidos que Larbaud, una vez leídos, le dirigió por medio de unas cartas a Sylvia Beach, Joyce le rogó “que le devolviera los números de la Little Review”. Probablemente fueron ciertas las dos situaciones: Beach estaba dispuesta a llevárselos a Larbaud, pero tal vez Joyce, informado por ella de lo que iba a hacer, se ofreció a acercárselos personalmente a su casa.
El caso fue que se produjo el hechizo de la obra de Joyce en Larbaud. Este empezó a leer la parte de Ulises que le envió Beach (por vía mediante del mismo Joyce, tal vez). “Estoy leyendo Ulises. De hecho no puedo leer nada más ni puedo pensar en nada más. Es exactamente lo que me hacía falta. Me gusta mucho más que el Retrato….” Así le dijo en una carta a Sylvia Beach. Una semana después, el 22 de febrero, escribió otra carta en inglés: “Dear Sylvia, I am raving mad over Ulysses”… “Querida Sylvia, estoy absolutamente loco por Ulises. Desde que a los 18 años leí a Whitman, ningún otro libro me ha inspirado semejante entusiasmo”. Redactó la carta, al parecer, cuando estaba leyendo el “manuscrito mecanografiado del Episodio XIV”.
Pero en Estados Unidos había estallado una tormenta inesperada, aunque previsible: el puritanismo, que desde siempre acechaba a Joyce, se materializó en una demanda contra las directoras de The Little Review, Margaret Anderson y Jane Heap. Desde que decidieron publicar los capítulos de esta obra, estas dos emprendedoras mujeres se habían visto sacudidas por el escándalo, tachando su publicación de obscena desde medios y asociaciones moralistas que se caracterizaban por una política reaccionaria. Aun así, las dos directoras habían seguido publicando parcialmente la obra hasta que un tribunal estadounidense se lo prohibió. En ese momento, se vieron obligadas a desistir de ser las editoras de Ulises. Otro de sus apoyos financieros fue Harriet Weaver, directora en Londres de The Egoist, pero se vio en la misma tesitura que las anteriores. Por tanto, en 1921 Joyce vio truncado el futuro de la publicación de su obra. No obstante, unas valientes y decididas Sylvia Beach y Adrienne Monnier salieron en su ayuda, creando una suscripción para abonar con antelación el libro. Decidieron de ese modo convertirse en editoras solo para poder publicar Ulises.
Entonces, con sincero entusiasmo, Larbaud se convirtió en el mayor y más encendido publicista de Joyce. Por aquel entonces, Joyce le escribió a su amigo Frank Budgen al respecto del entusiasmo de la lectura de su Ulises que había hecho el francés. Le dijo que Larbaud había declarado que era “la obra más amplia y más humana escrita en Europa desde Rabelais”. Le contó también que Larbaud decía que él era “tan grande como Rabelais” y que “Bloom es tan inmortal como Falstaff”. Joyce no se lo decía a Budgen con sorna, todo lo contrario, lo decía con el convencimiento de quien se sabía reconocido por fin.
Larbaud se ofreció a traducir algunas partes del libro. Se empeñó en escribir un artículo sobre él en la prestigiosa La Nouvelle Revue Fraçaise, la revista que era el escaparate y puerta para la mejor literatura del momento y que dirigía por aquel entonces el muy cristiano Jacques Rivière (Rivière siempre será reticente a publicar extractos de la obra de Joyce, tal vez influenciado por su amigo Paul Claudel, que echaba pestes de la obra del irlandés). Ante la autoridad y la vehemencia de Larbaud, Rivière se comprometió tímidamente a dar cabida al artículo que él le enviara, dado su gran ascendente en la N.R.F. Larbaud concibió la idea de ese artículo en la primavera de 1921. Entonces se le ocurrió algo más: propuso convertir ese artículo en una conferencia que daría en la librería de Adrienne Monnier. Eso supondría el pistoletazo de salida en Francia que Joyce tanto necesitaba. Tanto Monnier como Beach acogieron la idea como brillante y se pusieron manos a la obra.
Calcularon que sería muy útil que la conferencia sirviera de presentación de Ulises, ya que esperaban que estuviera publicado completo para entonces. Antes, obviamente, Joyce tendría que acabar el libro. Su plan era acabarlo en esa misma primavera de 1921. Pero no fue así. Una vez más, se demoró. No obstante, las dos libreras siguieron adelante con la idea de Larbaud: la conferencia tendría lugar en cuanto él la escribiera.
Para ello, Larbaud leyó y releyó todo lo que había publicado Joyce hasta la fecha. A raíz de ello, los dos escritores empezaron una profunda amistad. Muestra del alcance de su relación personal fue que Larbaud le dejó su propio piso de la rue Cardinal-Lemoine a la familia Joyce al completo (James, Nora, Lucia y Giorgio) a mediados de mayo, mientras él hacía una estancia prolongada en Inglaterra. Pensaba pasar unos tres meses por allí, entre Londres y otras ciudades, impartiendo unas conferencias sobre poseía francesa moderna y ultimando su novela Amants, hereux amants. Tal como cuenta Sylvia Beach en sus memorias, Larbaud le dejó el piso a Joyce porque este, que iba a operarse de los ojos, sufrió repentinamente un agudo ataque de iritis (inflamación del iris). “Decidió —cuenta ella— que un hotel no era un lugar demasiado cómodo para un enfermo e invitó a los Joyce a instalarse en su apartamento, lo que fue muy amable por su parte y también algo sorprendente, conociendo la forma peculiar de su vida de hombre soltero (se casó más tarde)”.
La casa estaba en el 71 de la rue Cardinal-Lemoine (hoy en día hay una placa rememorativa). Se hallaba detrás del Panthéon, bajando de la colina de Sainte Geneviève. El piso se ubicaba dentro de una especie de plaza interior llena de árboles frondosos. Era un lugar retirado y agradable. Sylvia Beach describe así la casa: “De pequeñas y cuidadas habitaciones, con brillantes suelos, muebles antiguos, soldaditos de plomo (una de las pasiones de Larbaud, sobre la que escribió más de un texto) y valiosos libros primorosamente encuadernados”. Joyce —cuyos ojos estaban vendados— ocupó la cama de Larbaud. ¿Con Nora, su mujer? No se especifica en ninguna fuente, pero es de suponer que sí.
El poeta Robert McAlmon visitó con frecuencia a Joyce en esa casa. Junto con Sylvia Beach y Adrienne Monnier, McAlmon fue uno de los sostenedores financieros de los Joyce. Ya hacia el final de los meses que estuvieron en casa de Larbaud, los Joyce recibieron también a Wyndhan Lewis, un verdadero cotilla. Lewis había ido a verlos porque Joyce le invitó a subir “para conocer el piso de Larbaud”. Tiempo después, en sus escritos de dudosa gracia, Lewis contó su impresión de aquella visita. Se acercaba la fecha de abandonar el apartamento ante el inminente regreso de su dueño y Lewis comprobó, espeluznado, cómo toda esa familia atípica, holgazana, y caótica se despreocupaba de la realidad que la circundaba. Debido a su imprevisión, los Joyce no hallaron piso ni lo buscaron. Dejaron la casa a finales de septiembre. Hubieron de regresar al lamentable e inhóspito hotel de la rue Université donde habían residido antes. Larbaud regresó a primeros de octubre con la idea del artículo en la cabeza.
Por otra parte, Joyce se había pasado casi medio año 1921 corrigiendo pruebas y avanzando en la finalización del libro. En una carta a Miss Weaver escrita en la época en que estaba en la casa de la rue Cardinal-Lemoine, entre otras plañideras quejas, terminaba diciendo que “la única persona que sabe algo digno de ser mencionado sobre el libro es el señor Valery Larbaud, quien se encuentra ahora en Inglaterra”. Ello se debió a que Joyce había decidido prestarle o mostrarle el “complejo plan” de Ulises antes del viaje a Inglaterra de su amigo. Por tanto, Joyce habría comentado con Larbaud todo el plan de la obra, lo que llamaba el “sumario-clave-esqueleto-esquema”, es decir, el croquis de sus referencias odiseicas. Ahí estaban las relaciones paralelas con la Odisea y las equivalencias y técnicas narrativas aplicadas a cada capítulo. Eso suponía un salto cualitativo para la comprensión de la obra, y en general, también para la historia de la novela en sí.
Igualmente, en algún momento antes o después del viaje de Larbaud a Inglaterra, hablaron del “monólogo interior”. Gracias a una sugerencia de Joyce, Larbaud descubrió en la obra Les lauriers sont coupés (1887), de Édouard Dujardin, esa técnica narrativa que Dujardin empleó sin saberlo. Aplicada extendidamente por Joyce en Ulises, el propio Larbaud usaría esa técnica de flujo de conciencia en algunas de sus propias obras, como en Amants, hereux amants, publicada ese otoño de 1921 y dedicada, obligadamente, a Joyce. El término de “monólogo interior” no fue acuñado por Édouard Dujardin, sino por el propio Larbaud, quien, según dijo, había tomado la expresión de un libro de Paul Bourget, Cosmopolis (1893). Larbaud supo hallar un rastro de tradición de esa técnica de “pensamiento emergente sin cortapisas” en el mismísimo Montaigne, así como en la poesía dramática de Robert Browning y en algunos libros de Dostoievski. También en figuras jóvenes contemporáneas que empezaban a descollar, como William Carlos Williams.
3
Empezaron, pues, los preparativos de la conferencia. Se fijó la fecha: sería el miércoles 7 de diciembre. En este asunto de las fechas, hay algunas en torno a Joyce que ya son míticas: una es el 2 de febrero, día de su nacimiento (2 de febrero de 1882) y día de la publicación de Ulises (2 de febrero de 1922); otra es el día de su fallecimiento (13 de enero de 1941); otra, quizá la fecha más famosa de la historia de la literatura, es el 16 de junio de 1904, día en que transcurre la acción del Ulises y que es conocido mundialmente como el Bloomsday. Pues bien, se podría decir que la del 7 de diciembre de 1921 tiene su peso mitológico en ese universo joyceano.
Se hizo una gran convocatoria para que acudiera el tout-Paris literario de vanguardia. Se anunció que en la sesión se cobrarían, excepcionalmente, 20 francos. La suma sería destinada por entero a ayudar a Joyce. Se agradecía de antemano si alguien deseaba abonar una cantidad superior para tal fin. Sobre el temor a lo escandaloso sexual de los textos elegidos, escribiría Sylvia Beach que “en la patria de Rabelais, sorprendentemente, el Ulises era demasiado atrevido para la Francia de los años veinte”. Por eso, de hecho, el propio Larbaud había sugerido que se pusiera en el programa la siguiente advertencia en previsión de un público quisquilloso: “Algunas de las páginas que se leerán son de una crudeza poco común y pueden legítimamente herir su sensibilidad”.
El plan consistía en que se leyeran varias páginas de Ulises en inglés y en francés. La lectura en inglés del capítulo Sirens le fue propuesta al actor norteamericano Jimmy Light, que aceptó con mucho gusto. En cuanto a la versión francesa, Adrienne Monnier le encargó en octubre la traducción de ciertas páginas a su amigo Jacques Benoîst-Méchin, de veinte años, gran admirador de Joyce. Este joven aspiraba a ser compositor musical y el trato con Joyce le causó la indeleble impresión de haber estado con un genio absoluto. Ambos, durante las semanas en que hubieron de trabajar juntos, se cayeron realmente bien, con enorme simpatía. Benoîst-Méchin pasará a la historia por dos hechos: uno, porque, gracias a la iniciativa de Monnier, será el primer traductor de Ulises a una lengua no inglesa. Y dos, por ser el causante del final de Ulises, ese “Sí” de Molly Bloom que es toda una declaración vital y femenina, ya que Benoîst-Méchin convenció a Joyce de que su idea de terminar el libro con un “sí quiero” tendría mucho mayor efecto sonoro y enfático añadiendo un “sí” final y rotundo: “y sí dije sí quiero Sí”. Joyce aceptó su sugerencia.
El 5 de octubre, Larbaud escribió a Monnier para anunciarle el inicio de una “clausura” en la que se encerraría para trabajar en la conferencia, y también le habló, para preocupación de su amiga, de una “grandísima crisis de tristeza” (la cual se la pasará un mes más tarde, en cuanto la aparición de Amants, hereux amants a primeros de noviembre tuvo una excelente acogida crítica). Larbaud acabó la conferencia el martes 6 de diciembre, el día previo al evento. Tal como dijo en carta de ese día a Monnier, escrita desde la cama, la terminó “esta mañana a las 6.00 h.” Y exigía que se revisase la traducción otra vez por Léon-Paul Fargue, poeta y gran amigo suyo, más por la propia Monnier y por el traductor Benoîst-Méchin, lo que auguraba una noche en blanco para todos.
Se llegó así al miércoles 7 de diciembre. Sería el día en que, por primera vez, el público francés —y cualquier público en general— iba a escuchar algo sobre este autor y esta obra. Hasta entonces tan solo los lectores de las revistas anglosajonas en las que se habían publicado capítulos de Ulises habían tenido ocasión de acceder parcialmente a la obra. Ese miércoles aquel acto masivo sería un rito de paso, más que una conferencia.
La conferencia de Larbaud en La Maison des Amis des Livres empezó a las nueve de la noche en punto, como exigía el programa. Pese a que en la convocatoria se hablaba expresamente de que el límite de plazas era de cien, había unas doscientas cincuenta personas repartidas en las dos estancias de la librería. Las dos ayudantes de Monnier, Marie-Louise e Irma, no daban abasto en colocar a la gente y en cobrar la entrada. Larbaud estaba excesivamente nervioso. Adrienne Monnier tuvo que darle una copa de coñac para que recobrase el valor. Salió delante del público, quizá el más numeroso ante el que había tenido que hablar en toda su vida. Se sentó en uno de los lados de la mesita usada habitualmente en las sesiones de lectura de la librería, se mojó lo labios con un vaso de agua y empezó a leer su conferencia.
4
A la luz del tiempo, se ha visto esa conferencia, trasladada luego a un artículo, como capital. Fundacional, incluso, porque sitúa el ángulo en el punto de vista adecuado para comprender en adelante a Joyce y su obra. Empezó la charla diciendo que, en los últimos dos o tres años, Joyce había obtenido una “notoriedad extraordinaria” entre las personas cultas de su generación. Y añadió que sus obras causaban un debate similar al que suscitaban, en sus respectivos campos, figuras como Freud o Einstein. De inmediato situó a Joyce en la misma estela literaria anglosajona de un Swift, un Sterne o un Fielding, antes de avanzar de inmediato por el meollo de su reciente polémica, la calificación de Ulises como “obra pornográfica” por parte de la Sociedad Americana para la Represión del Vicio, a la que Larbaud consideraba sustancialmente retrógrada, y puso la persecución a Joyce al mismo nivel comparativo de las que tuvieron, por “inmorales”, Flaubert y Baudelaire (dos nombres muy cercanos a la formación literaria del propio Joyce), así como Walt Whitman, el gran referente de libertad literaria y moral para Larbaud.
Acto seguido, trazó un “indispensable” perfil biográfico de Joyce. En él, entre otras cosas y cometiendo ligeros errores, Larbaud destacó sobre todo el interés del escritor irlandés por la filosofía y las matemáticas y subrayó la huella profunda que había dejado en la obra de Joyce su paso por los jesuitas. Seguidamente, se refirió a su situación en el contexto irlandés. En esos años precisamente, Irlanda se hallaba en el centro del huracán de su conflicto histórico, materializado por su inminente independencia del Reino Unido, que se producirá, con desgarros, el 6 de diciembre de 1922 y no sin la violencia previa de una guerra. Destacó también Larbaud la ausencia de “militancia patriótica” en Joyce y su toma de postura imparcial, sin comprometerse ni con los nacionalistas ni con los unionistas. Sin embargo, “hay que reseñar —dijo Larbaud— que al escribir Dublineses, Retrato del artista adolescente y Ulises, ha contribuido tanto o más que los héroes nacionalistas a atraer el respeto de los intelectuales de todos los países hacia Irlanda. Su obra redunda en Irlanda, o más bien da a la joven Irlanda una fisonomía artística, una identidad intelectual”. Y remató diciendo que “con Ulises, Irlanda vuelve a entrar en lo más alto de la literatura europea”.
Luego, con una enorme lucidez crítica, examinó las obras de Joyce publicadas hasta entonces: los poemas de Música de cámara —sobre los que hizo hincapié, por primera vez, en su vinculación con las canciones isabelinas del siglo XVI—, los relatos de Dublineses —en los que, lejos del mero naturalismo con el que habían sido identificados, Larbaud vio una asombrosa modernidad y un “preludio de las futuras innovaciones” acometidas por su autor en adelante—, la novela Retrato del artista adolescente —a partir de la cual “Joyce es él mismo y nada más que él mismo”— y, finalmente, el Ulises, aunque también mencionó solo de pasada, por falta de tiempo, la obra dramática Exiliados. Su objetivo, claro estaba, era llegar al Ulises habiendo hecho una adecuada presentación preliminar de su autor y del resto de su obra, demostrando que, en cierto modo, sus libros precedentes preparaban o avanzaban muchos de los hallazgos literarios que madurarán en Ulises.
Comenzó diciendo que era un libro que fascinará a los lectores de Rabelais, Montaigne y Descartes, pero que sería abandonado en la página tres por un lector que no fuera mínimamente culto. La clave estaba, pues, en conocer (o desconocer) la plantilla literaria sobre la que edificaba Joyce su gran novela: la Odisea. Y dijo que esa clave ya estaba evidenciada en el título, a priori extraño: Ulises. ¿Por qué Ulises, si ninguno de sus personajes se llama así?, se preguntaría cualquiera.
El plan de los dieciocho bloques o capítulos de la obra de Joyce era el plan de la Odisea. Telémaco tenía su correlato en Stephen Dedalus, Odiseo (Ulises) en Leopold Bloom, Penélope en Molly Bloom, y así sucesivamente los episodios y los personajes joyceanos hallaban su refrendo en la obra homérica. Pero Joyce iba incluso más allá que eso, no se quedaba en una mera “parodia” de la obra de Homero. Cada capítulo respondía a una ciencia o a un arte concretos o a un símbolo particular, representaba un órgano determinado del cuerpo humano, poseía su color específico, desarrollaba su técnica literaria y narrativa propia y, en tanto que episodio, correspondía a una de las horas del día en que acaecía toda la historia. “Un verdadero mosaico”, así lo definió Larbaud. Ese plan joyceano fue revelado por primera vez en esa conferencia y supuso una revelación cuyo alcance crecería críticamente con los años. Así pues, Larbaud hizo la comparación analógica —casi desentrañando el esquema que le mostró Joyce alguna vez— con la Odisea de Homero. Desde esta perspectiva de Larbaud, toda la crítica posterior empleó su comparativa. La Odisea fue el origen de la obra y significaba la clave para entenderla.
Lúcidamente, Larbaud reveló algunas de las perspectivas del libro, en total sintonía con la intención de su autor, como cuando explicó que “Bloom y Stephen [Dedalus] son como vehículos con los que atravesamos el libro instalados en la intimidad de su pensamiento, y a veces en el pensamiento de otros personajes”. O cuando determinó que “todos los elementos se funden constantemente los unos en los otros […] en un movimiento permanente”. Calificó, en suma y de manera certera, el Ulises como “una obra muy viva, muy emocionante y muy humana”.
Concluyó Larbaud su exposición aclarando de forma pormenorizada dos aspectos que podrían deformar el verdadero espíritu del libro. Uno era el pretendido carácter licencioso de Ulises. En este sentido, Larbaud dejó muy claro que en absoluto era un libro obsceno, sino que era profundamente humano, en tanto que “representa al hombre moral, intelectual y psicológicamente en su integridad”, integridad que comprendía, cómo no, su vida sexual, tanto fisiológica como psíquica, y lo hacía por medio de los “monólogos interiores” de los personajes y no desde la narración objetiva. El segundo aspecto susceptible de una torva interpretación, con el que puso punto final a su conferencia, era la naturaleza judía de los protagonistas principales –Bloom, Dedalus y Molly–, algo extraño en el ambiente inequívocamente irlandés del Dublín de la época. Dejó muy claro Larbaud que esa naturaleza judía respondía a aspectos que Joyce nunca había especificado, pero que “evidentemente, no es por antisemitismo”. Punto final. Así, un tanto abruptamente, acabó la conferencia.
Él mismo leyó después fragmentos de la obra –los traducidos por Benoîst-Méchin, con ayuda de Fargue–. En concreto la lectura fue de “Telemaquia”, “Las sirenas” y “Penélope” (de esta parte, eliminó algunos párrafos, lo que a Joyce le pareció irrelevante, en realidad).
Luego Adrienne Monnier presentó a Jimmy Light y antes de que él actuara, matizó que algunos párrafos “eran audaces”, para prevenir una vez más del aspecto provocativo o escandaloso. Hubo en ese momento un corte de luz que se demoró unos largos minutos. Nadie se movió. Pero hubo bromas con el apellido del actor. Aquel apagón coincidente con tan “luminoso” apellido se volvió una casualidad muy ulisiana y se celebró con humor por la concurrencia.
5
Al término de la lectura, hubo largos y sonoros aplausos. Estos aumentaron cuando Joyce salió de donde estaba escondido. O, más bien, fue obligado a salir. Joyce había permanecido todo el tiempo detrás de la cortina de la trastienda (otras fuentes dijeron que era un biombo). Larbaud lo sacó de allí para que recibiera los aplausos del público, que fueron un torrente. Lo abrazó, excitado por los vítores (Sylvia Beach especificó que Larbaud le plantó dos notorios besos en las mejillas). Joyce, vergonzoso y tímido, no sabía qué hacer, ya que todo lo sonrojaba: el abrazo, los besos, los halagos, la lectura, los aplausos. El incremento de suscriptores fue notorio, a partir de ese día (en noviembre solo habían llegado a 400). El plan de Larbaud con las dos amigas libreras había triunfado sobradamente.
¿Quién estuvo? Hay poca información al respecto. Se sabe que todos los escritores jóvenes de esa orilla del Sena acudieron, pero nadie los detalla. Se sabe que Pound no fue y su ausencia fue muy significativa. Marie Laurencin sí estuvo. Fue acompañada de un noble y pagó al día siguiente 50 francos por medio del propio Larbaud. Paul Valéry asistió (pero jamás se suscribió al Ulises ni lo estimó como gran obra). No consta que asistiera nadie de la familia de Joyce.
Al día siguiente, Larbaud escribió a Monnier que la velada había sido “un golpe de fortuna para Joyce”. En esa carta le decía asimismo que había recibido esa tarde un magnífico ramo de rosas, en cuyo interior había un pequeño sobre vacío. No había reconocido la letra del sobre. “Mystère”, concluyó Larbaud.
El 11 de diciembre apareció en The Observer un artículo anónimo titulado “James Joyce and his Chef-d’oeuvre”. Cuando Sylvia se lo envió a Larbaud, este le contestó, después de leerlo, que era “sobre todo bueno para Joyce”. La conferencia tuvo mucho éxito y se publicó en inglés en The Criterion. Gracias a Larbaud, T. S. Eliot hizo una lectura parecida en su ensayo sobre el Ulises publicado en noviembre de 1923 en Dial, “Ulysses, Order, and Myth”. En cuanto al texto de Larbaud, el número de abril de la N.R.F. publicó su conferencia/artículo sobre Joyce. Tiempo después, lo recogió en su libro Ce vice impuni, la lecture. Domaine anglais.
Una vez aclamada la obra gracias a aquel evento público y a aquella afortunada conferencia/presentación, lo único que faltaba ya era la aparición del libro en sí “de una maldita vez”. Como es sabido, la publicación llegó después de que Sylvia Beach presionase mucho al impresor de Dijon, Maurice Darantière, para que Joyce recibiera un ejemplar el 2 de febrero de 1922, día de su cuarenta cumpleaños. Larbaud recibió un ejemplar, enviado por Sylvia, el 7 de febrero. La ironía de la vida querrá que sea también un 2 de febrero, pero el de 1957, cuando Larbaud fallezca en Vichy. La magia de las fechas, su orden o su desorden, rigieron las vidas de ambos escritores, unidos por la obra inmortal que es Ulises.
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