La República de Weimar se prolongó entre 1918, tras la derrota del imperio alemán en la Gran Guerra, y 1933, hasta la ascensión al poder de Hitler y la proclamación del Tercer Reich. Como todas las repúblicas que preceden a un apocalipsis, la de Weimar tampoco fue capaz de mantener el orden público. Hostigada por los dos lados del espectro político —el levantamiento espartaquista protagonizado por la izquierda revolucionaria en 1919; el golpe de estado organizado en marzo de 1920 por el ultranacionalista Wolfgang Kapp, el general Walther von Lüttwitz y otros altos mandos del ejército; el levantamiento del Ruhr de unos días después, con el que el movimiento obrero respondió a la asonada de la extrema derecha; el Putsch de Múnich (1923), mediante el que los nazis quisieron tomar el poder diez años antes de que las urnas se lo concediesen democráticamente…—, aquel periodo fue uno de los más cruentos de la Alemania del siglo XX.
Por eso, cuando se habla de la República de Weimar —que no en vano tomaba el nombre de la ciudad natal de Goethe—, suele hacerse evocando la Nueva Objetividad, el movimiento artístico que agrupó a algunos de los pintores, escritores, arquitectos, músicos y fotógrafos más interesantes del momento.
El cine, siempre al servicio de esas masas, que se decía debían presidirlo todo, concibió los grandes títulos del expresionismo alemán: El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), Nosferatu, una sinfonía del horror (F. W. Murnau, 1922), Metrópolis (Fritz Lang, 1927)…
La Bauhaus, cuyo fin era armonizar el uso y la estética —amén de una utopía social— fue la escuela de arquitectura, diseño y artesanía de la República de Weimar. Aunque acabó siendo prohibida por los nazis, en la actualidad está considerada una de las grandes estéticas del siglo XX.
Sin embargo, es probable que, en la cultura popular, el cabaré sea la más genuina representación de aquella Alemania suspendida entre dos guerras. Ciertamente, ante la extrema miseria, el hambre, la falta de asistencia médica y otras desdichas de aquel tiempo, los clubes nocturnos, al igual que el cine, se convirtieron en la válvula de escape de quienes, cansados de ver cómo los infaustos líderes de uno y otro lado pastoreaban a las masas hacia el abismo, preferían deleitarse ante el escepticismo del cabaré, allí y entonces, uno de los espectáculos más descreídos que se hayan podido aplaudir.
En fin, es un tema de peso que ha inspirado muchas páginas y, a buen seguro, ha de inspirar muchas más. Eso sí, pocas serán tan celebradas como las de Christopher Isherwood en Adiós a Berlín (1939). Tan legendaria como su traducción al español, debida a Jaime Gil de Biedma, fue su segunda adaptación al cine, debida al gran Bob Fosse. La cinta no es otra que Cabaret (1972). A diferencia de Soy una cámara (Henry Cornelius, 1955), primera versión de esa misma novela de Isherwood, que prácticamente pasó sin pena ni gloria por la cartelera internacional, Cabaret fue el descubrimiento, por parte del gran público, de ese Berlín de la República de Weimar del que las masas, tan traídas y llevadas entonces, no habían vuelto a oír a hablar. Pero fue, antes que nada, el descubrimiento de Liza Minnelli, inconmensurable en su creación de Sally Bowles, la cantante norteamericana del Kit Kat Klub, el cabaré berlinés que simboliza al resto de sus pares.
Hija de Vincente Minnelli y Judy Garland —que es como decir hija de lo más granado del musical de la Metro— y ahijada de Ira Gershwin, Liza Minnelli no es lo que se dice una maldita. Alucinada, sí. Es también una de las pocas hijas del espectáculo que ha sabido hacerse un nombre tan digno y destacado como el de sus padres, pero sin utilizarlos. Cuentan en su haber todos los premios, el Oscar a la Mejor actriz por Cabaret, el BAFTA y el Globo de Oro, en la misma categoría y por el mismo trabajo, varios Emmy, y algún Grammy que no vienen al caso, e incluso la Legión de Honor francesa…
Pero su descomunal palmarés no le ha librado de ser una persona tan desequilibrada y propensa a las adicciones como la autora de sus días, cuyo fantasma, debido a la inevitable comparación que el público hacía entre una y otra, tuvo que exorcizar en sus comienzos. Aunque acabó superando felizmente aquel lance, su carrera no sobrevivió a la muerte del musical estadounidense que, prácticamente, quedó finiquitado en Cabaret. Así pues, habiendo triunfado en el colofón de un género llamado a su extinción, Liza quedó entonces convertida en algo así como una gloria emérita de un cine que no habría de volver. Son cosas que a veces pasan, pero quienes las sufren suelen estar en su declive profesional.
Ya en su otoño, Anton Karas, el músico vienés que alcanzó la gloria con su cítara al componer el score de El tercer hombre (Carol Reed, 1949), aseguraba que el éxito le había llegado estando ya mayor. A Liza Minnelli le cogió en plena juventud. Pero todo el arte y el poderío que exhalaba se quedó en nada. A excepción de New York, New York (Martin Scorsese, 1978), una mirada nostálgica a la edad de oro del género, no volvió a participar en un musical. Vio morir la pantalla para la que había nacido en plena juventud y hubo de volver al music hall. Eso sí, cuando anunciaba que iba a presentarse como cantante en la Marbella mítica, la de Sean Connery y Deborah Kerr, las entradas para verla se agotaban con seis meses de antelación.
Desde que se la recuerda, Liza Minnelli se viene sometiendo a curas de desintoxicación. Por no hablar de sus ingresos hospitalarios para reponerse de las dolencias provocadas por sus adicciones. Las drogas y la botella, siempre igual que su madre, también han tenido mucho que ver en su tempestuosa vida sentimental. Casada hasta en cuatro ocasiones, también ha tenido historias, que se sepa, con otros seis tipos. Entre ellos destacan Peter Sellers, Martin Scorsese o el bailarín Mijaíl Barýshnikov.
Nacida en Los Angeles en 1946, apenas tenía tres años cuando se estrenó en el cine en brazos de su madre. Fue en una secuencia de En aquel viejo verano (Robert Z. Leonard, 1949). Un lustro después, también su progenitora la subía a un escenario por primera vez, sin duda en un acto de afirmación personal. En la escena profesional Liza Minnelli debutó en un montaje off-Broadway. Ya a este lado del Atlántico, en 1964 acompañó a Judy Garland en sus legendarias actuaciones en el London Palladium. Todas las veces que se encontró a su madre borracha y ahíta de pastillas, antes de salir a cantar, no fueron bastantes para que Liza, con el tiempo, se viera en un trance muy parecido.
Ya como protagonista, se inició en el cine a las órdenes del actor Albert Finney —uno de los intérpretes mas destacados del free cinema inglés— en la única película que dirigió: Charlie Bubbles (1968). Mejor recuerdo merece su creación de Junie Moon en Dime que me amas, Junie Moon (Otto Preminger, 1970), el drama de una chica a la que un miserable desfigura el rostro con ácido.
Con todo, al principio le fue más favorable el music hall. Así, ya en Broadway, uno de sus primeros musicales, Flora the Red Menace, le valió un primer premio Tony. Con los años vendrían más.
Pero el éxito internacional se lo proporcionó la inolvidable Sally Bowles de Cabaret. Los espectadores, que inevitablemente aún tendían a compararla con su madre y con esos personajes ingenuos e inocentes que interpretaba Judy Garland —sin ir más lejos, la Dorothy de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939)—, descubrieron en ella a una mujer bohemia y vitalista que intentaba sobrevivir cantando en un cabaré berlinés mientras el mundo se encaminaba hacia el abismo. Su peinado, sus pestañas postizas, su maquillaje, su vestuario y, por encima de todo ello, su forma de cantar y de bailar en Cabaret, convirtieron a Liza Minnelli en todo un símbolo de los años 70. Había superado el fantasma de su madre; su vitalidad y su desinhibición eran totalmente ajenas a las brumas en que se debatía su progenitora. Lástima que con Cabaret se acabase el musical y Liza Minnelli no pudiese demostrarnos todo lo bueno y nuevo que, desde sus perspectivas, hubiera podido aportar al género cultivado por sus padres desde el clasicismo.
Cinco años después, protagonizó junto a Robert De Niro New York, New York, un homenaje de Scorsese al jazz, para ser exactos a las grandes orquestas de la era del swing. En sus secuencias, Liza interpretaba la que habría de ser una de las piezas señeras de su repertorio, New York, New York, pero el respetable suele atribuírsela a Frank Sinatra. Junto a él y Sammy Davis Jr. protagonizó una aclamada gira en 1988.
Al cine volvió, pero casi siempre como estrella invitada, al igual que lo fue en innumerables conciertos. Ese musical, en el que tanto nos hubiera gustado volver a aplaudirla, ya había dejado de existir. En cierto sentido, fue como una maldición. Desde que se le diagnosticó un cáncer en 2010 ha dado poco que hablar.
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