La mujer poco probable es una novela sobre cómo recordamos, y es el tercer libro de una trilogía involuntaria. Una trilogía conformada por textos de distintos géneros, pensados y escritos de manera diferente, con tonos y personajes de lo más variados, pero que juntos construyen algo más: el testimonio de tres etapas del amor.
La segunda es Quisiera amarte menos, una tragedia. Un texto negro y dramático sobre seis personajes atrapados en una historia sexual y violenta. Una nouvelle que profundiza en el sometimiento y el goce, alejada de la corrección política de nuestro tiempo. Un libro sobre el deseo y, finalmente, un texto sobre cómo el amor puede destruirlo todo y, a su vez, ese acto de destrucción puede refundar un amor nuevo.
La última parte de la trilogía es La mujer poco probable, una reflexión sobre la etapa más madura del amor (en todo sentido). Una puesta en escena (o en abismo) de cómo recordamos, qué elegimos dejar afuera de nuestra propia historia. Cómo, de alguna manera, moldeamos y mutilamos nuestros recuerdos para poder entender y aceptar quiénes somos hoy. Pero también es un libro que trata de localizar la delgada línea entre el drama y la tragedia, y es que a veces esas palabras se usan como sinónimos, pero no podrían estar más alejadas: el drama tiene solución, la tragedia es irreversible.
Así que acá confieso esta trilogía involuntaria, y digo “involuntaria” porque no siempre los escritores vemos de antemano el hilo conductor que puede unir nuestras historias. A veces hay temas que no se agotan hasta que los resolvemos, los olvidamos o simplemente nos aburren. Esta trilogía no precisa leerse en ningún orden. Cada libro opera con su propia lógica, tiene su propia poesía (o falta de), y su propio germen fundacional.
La mujer poco probable tuvo como disparador dos situaciones límite: la vez que no me morí en un avión y la vez que no me morí en un barco. En la primera tenía dieciséis años y estaba con mi abuela rumbo a Cuba. En la segunda estaba cerca de los treinta, volviendo sola desde Uruguay. Con el correr del tiempo me llamó la atención lo diferente que me sentí ante la cercanía de esos dos finales. A los dieciséis tenía mucho miedo, pero no sentía la presión de los pensamientos, la necesidad de reorganizar mis recuerdos, la exigencia de dejar las cosas en orden, por decirlo de alguna manera. Estaba ahí, de cabeza y cuerpo presente. Era una espectadora del pánico ajeno, segura de que escuchaba las historias de los otros, cómo las contaban, cómo SE las contaban. A los treinta no solo estaba asustada, también enojadísima. Y es que estaba convencida de que no tenía que estar ahí. Todo lo que me había llevado a ese barco estaba mal: viajaba sola (el plan era volver acompañada), viajaba de noche (siempre me había negado a viajar de noche en barco) y la fecha original había sido cambiada por razones de fuerza mayor (lo había decidido la empresa naviera). Además, estaba enamorada y él no estaba ahí conmigo, no quería morir sola pero tampoco quería que él muriera. Un montón de emociones me hacían sentir a la vez buena y mala persona, como si polarizándome de esa manera pudiera escapar de la catástrofe.
Pasaron los años y seguí preguntándome: ¿Por qué ante la muerte reaccionamos de manera tan diferente a los dieciséis y a los treinta? ¿Nuestra manera de recordar cambiará a lo largo de toda la vida? ¿Cómo se recuerdan los eventos traumáticos? ¿Recordaré siempre de manera distinta esa vez que casi muero en el avión y esa que casi muero en el barco? Y cada tanto charlaba con mi amiga Ana Portnoy, la reconocida fotógrafa de escritores que vivía en Barcelona, y hablábamos sobre cómo recordaba ella la vida intensísima que había tenido en Buenos Aires. Cada vez que terminábamos de conversar, a veces horas por teléfono, a veces tardes enteras en su departamento, yo le volvía a pedir que escribiera sus memorias, convencida de que cada año que pasaba y no lo hacía, su historia seguía cambiando.
Empezar a dudar de los recuerdos es lo primero que pasa cuando queremos revivir las escenas importantes de nuestro pasado, pensaba Leo. Esos momentos fundacionales, ya sean propios o compartidos. Cómo nos contamos las historias. Cómo las repetimos y retocamos con el tiempo. Cómo empezamos a descartar detalles. Y después, todas esas modificaciones que hacemos, esa inteligencia con la que creemos que dominamos nuestros recuerdos se llena de verdaderas lagunas. Olvidos reales de la edad o el agotamiento. Espacios robados que ya nunca podremos recuperar. Ni siquiera con la ayuda del relato de nuestros amigos, ese que les entregamos y les pedimos que nos devuelvan. Nadie recuerda de la misma manera, ni siquiera nosotros, los narradores menos fiables.
A partir del incidente del barco pasó algo que no me esperaba: empecé a tener miedo a viajar en avión. Temor que, por alguna razón, se disipó cuando me convertí en madre. Pasaron los años, las novelas, los viajes y una imagen empezó a acompañarme, una imagen que estaba ahí, esperando su turno. Siempre digo que no creo en tomar nota. Si algo va a convertirse en novela es porque insiste, resiste. La imagen fue evolucionando hasta convertirse en una escena sencilla: un matrimonio en un avión comercial, el hombre sentado adelante y la mujer atrás, de repente el avión sufre un desperfecto técnico y, ante la inminencia, cada uno piensa en lo que fue y lo que podría haber sido. Así empieza La mujer poco probable, una verdadera tragedia de enredos.
En épocas en las que hablar de género se impone, creo que “tragedia de enredos” es el que mejor se ajusta. La novela está dividida según las voces de sus protagonistas (punto en común con Fade out y Quisiera amarte menos), pero no está narrada en primera persona, está en tercera, aunque el narrador a veces se contagia de sus personajes y utiliza palabras que en otros lugares no utilizaría. Así, en este libro, las palabras sobran (ejercicio, en lo personal, difícil, ya que me considero una escritora obsesionada con la economía de la palabra). Además, muy pocas veces el narrador encuentra la palabra exacta (le mot juste, diría Flaubert). Así, todo ese intento por recordar se vuelve a la vez complicado para los personajes y para el que los relata. Los modismos rioplatenses se encuentran con modismos de otros lares, creando una especie de lenguaje de traducción, ese que tanto mamamos en Argentina a través de las famosas ediciones de Anagrama. Recuerdo mis primeras lecturas de, por ejemplo, Salman Rushdie, Ian McEwan y Julian Barnes. Esa necesidad de adivinar la palabra que habían usado en su idioma original y no conseguirlo, nunca conseguirlo.
La edición española de La mujer poco probable acaba de salir publicada por la Editorial Tres Hermanas, está dividida en dos partes (La Inminencia + Epílogo Familiar) y puede leerse como dos libros en uno. El primero es La Inminencia. Ahí se conoce la historia de Leo y Martina, un matrimonio a bordo de un avión defectuoso. En tierra está Dana, la amiga de los dos, pendiente de todo lo que va pasando mientras prende y apaga la tele desde su casa en Buenos Aires. Hasta ahí estamos frente a una tragedia, pero, si deciden leer el segundo libro (léase el volumen completo), verán por qué no queda opción que ponerla en el estante de tragedia de enredos. En el Epílogo Familiar se van sumando las voces de otros personajes, personajes que podrían haber sido secundarios pero nunca lo fueron. Personajes que hasta ese momento existieron nombrados, pero no tuvieron su propio capítulo, su propia voz (aunque ésta siempre siga mediada por el narrador). Porque La mujer poco probable también es una novela sobre la construcción de los vínculos familiares, las herencias genéticas y el destino, ese que a veces nos orilla a la tragedia y otras tantas al amor.
Los libros que conforman la trilogía involuntaria fueron escritos entre el 2014 y el 2019, antes de que el mundo se volviera oficialmente loco. Antes de que los cuerpos fueran puestos en cuarentena y el amor se viera atacado por tanta enfermedad.
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Autora: Tatiana Goransky. Título: La mujer poco probable. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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