Hace unos días ocurrió algo interesante. Un diario español anunció la publicación de Mi Primer, colección de cuentos infantiles escritos por autores de literatura para adultos. Se trata de una idea de hace diez o doce años, que en su momento fue bien, ilustrada por los grandes nombres de la ilustración para niños y continuada ahora con nuevos títulos: Mi primer Fernando Aramburu, Mi primer Gómez-Jurado, etc. Se enriquece así la colección sumándola a títulos anteriores de Vargas Llosa, Almudena Grandes y otros: pequeña biblioteca inspirada en la idea de que los niños muy pequeños tuvieran también a su alcance los nombres más importantes o leídos de la actual literatura en español. Reunir a esos autores, que publican en distintas editoriales, era difícil; pero se consiguió con llamadas telefónicas, correos y amistad. El resultado fue espléndido y todo siguió su curso. Y entonces, no podía ser de otro modo, asomó la oreja la eterna y negra España.
Un escritor de cuentos infantiles, mediocre y poco conocido, vio ahí la oportunidad de sus cinco minutos de gloria. Así que escribió bajo seudónimo un artículo lleno de resentimiento, falsedad y tergiversación acusando al coordinador de la colección –o sea, a mí– de suplantar a los verdaderos escritores de cuentos infantiles. Que eso era intrusismo profesional, dijo, como si existiera un gremio cerrado de cuentistas para niños. Este Reverte asegura que viene a salvar la literatura infantil, llevamos años haciéndola y ahora vienen a darnos lecciones, etc. Para reforzar argumentos desempolvó un párrafo descontextualizado de unas declaraciones mías hechas cuando salió la primera hornada de Mi Primer, pero citadas como si fueran actuales, para afirmar así que menosprecio a los autores de cuentos infantiles y recomiendo que niños de cinco años lean la Ilíada o la Biblia en vez de Fray Perico y su borrico o El pirata Garrapata –que me parecen simpáticos y están muy bien, igual que muchos de los relatos para niños que se escriben ahora–. Como era de esperar, el coro de ofendidos de plantilla saltó en el acto secundando al fulano, y en Twitter me dijeron de todo menos guapo. Hasta un cantante –al que llamaré cantamañanas sin ánimo de ofender, porque tengo entendido que también canta por las mañanas– se sumó a la iniciativa. Pero, bueno. Veterano como soy de esos y otros zafarranchos, no entré al debate, miré al soslayo y no hubo nada. Quien me lee, me conoce. Y quien no me lee, tiene derecho a no leerme. Incluso a ciscarse en mi puta madre, como hizo alguno. A las redes sociales se viene llorado y duchado de casa.
Lo significativo es el síntoma. En mis declaraciones originales –no en las sesgadas por el miserable que lanzó la campaña– yo lamentaba, y es cierto, que en los últimos tiempos la literatura más infantil tienda a contar a los niños un mundo color de rosa donde los piratas son buenos, los dragones tiernos animalitos de compañía, los tiburones amables sardinillas, las brujas bondadosas, y a los lobos, que son un pedazo de pan, no les cabe el corazón en el pecho. Hasta los vampiros y vampiras son chicos buenos. Los cuentos de toda la vida, obras maestras del género que sacudían al niño con un estremecimiento a causa de su potencia, su genialidad y su realismo, están sometidos a revisión ideológica y censura por no ajustarse al canon de la corrección política actual. Textos soberbios como Caperucita Roja, El soldadito de plomo, Los tres pelos del diablo, La Cenicienta, Blancanieves, La Bella Durmiente, son tachados de violentos, militaristas, machistas, y pocos se atreven a recomendarlos. También las adaptaciones de textos clásicos que están en el origen de la cultura occidental, como ciertas historias de la Biblia –David y Goliat, Sansón y Dalila, la huida hebrea de Egipto–, los relatos homéricos y tantas otras cosas, desaparecen del imaginario infantil o están a pique de hacerlo. Pongan a un niño ante el vídeo de La Odisea de los Lunnis, que está en YouTube, y quedará fascinado; pero resulta que, para muchos, Ulises tiene mala prensa: deja ciego a un cíclope, engaña a una mujer. Etcétera. El mal no hay sólo que rechazarlo, afirman, sino también ignorarlo. Todo debe ser blandito, entrañable, sonrosado. Esto es bueno que se dé como complemento de lo otro, naturalmente. De todo debe haber y hubo siempre. Pero como discurso infantil exclusivo y excluyente acabará convirtiendo a millares de niños en irrecuperables gilipollas ajenos al lado oscuro de la vida: al miedo, el dolor, la maldad y la muerte. El mundo es un lugar peligroso, regido por una naturaleza sin sentimientos y poblado por gente que a menudo es malvada. Ocultar a los niños que si pasean por el monte puede devorarlos un oso es ponerlos indefensos a merced del verdugo. Y nunca hubo tanto verdugo suelto e impune como ahora.
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Publicado el 3 de julio de 2021 en XL Semanal.
La cruda realidad no se puede ocultar a las mentes infantiles, hay que darles las herramientas para evitar, protegerse o defenderser con los ejemplos contenidos en los cuentos y fábulas infantiles. Nunca les hay que engañar ni negar la cruda realidad, sino estarán indefensos contra los peligros que existen en nuestro entorno.