Conocemos novelas filosóficas e incluso vidas de novela, pero tal vez muy pocos sepan que existe un género, tan antiguo que su origen se extravía en la noche de los tiempos, donde filosofía, biografía y narración se entreveran. Y siento refutar a quienes piensan que el storytelling es una técnica creada por un publicista americano, pero utilizar el relato para arrancar del aburrimiento al auditorio es una estrategia mucho más antigua que la Coca-Cola. Por ejemplo, Diógenes Laercio nos contó las extravagancias de los filósofos —sus caídas bochornosas, su muertes ridículas— para introducir amenidad a la hora de explicar cavilaciones más hondas.
Ahora Eilenberger vuelve a jugar las mismas cartas, pero con mujeres, porque en El fuego de la libertad se acerca a cuatro filósofas que pensaron con el mismo ardor con el que vivieron. Como filósofo, uno no puede evitar ser mal pensado y sospecho que a la hora de decidir quiénes iban a ser los protagonistas de la nueva entrega ha pesado más el género que las razones filosóficas, aunque eso no quiere decir, evidentemente, que falten, puesto que nadie negaría que Arendt, Weil, Beauvoir o Rand, quienes asumen en este viaje el papel de heroínas, merecen un lugar destacado en el olimpo del pensamiento.
Sea cual fuere el motivo, la formula de Eilenberger vuelve a funcionar, de modo queda totalmente atrapado, fascinado, como ante cualquier obra de ficción, quien se adentra en este ensayo, tan trepidante como profundo. La clave, en mi opinión, se ubica en esa mezcolanza profusa de peripecias vitales e insondables caladeros especulativos que nos dispensa, con la pericia de un bailarín, el autor. De ahí que cuando comienza uno a cansarse de episodios biográficos y anécdotas, el libro cambia el compás de improviso para obsequiarnos con efímeras y preciadas lecciones filosóficas, que concluyen justamente en el momento en que lo hacen las mejores disertaciones A saber, cuando el público precisamente tiene ganas de más.
Si el ensayo se centra en una determinada época —de 1933 a 1943— es porque fueron años de una envergadura histórica inusitada. Se trata, además, del momento en que estas cuatro filósofas alcanzan su madurez intelectual, aunque lo hacen, por decirlo así, a golpes, porque su agudeza intelectual fue cincelándose, tallándose, con heridas y contusiones: casi todas perdieron su libertad o tuvieron que exiliarse; todas sufrieron penurias, experimentaron guerras y muertes. E incomprensiones y soledades. Junto con su condición femenina y sus indomables inquietudes, soportaron parecidas úlceras en el alma y una inseguridad interior que contrastaba violentamente con la seguridad berroqueña, diamantina e inquebrantable que mostraron en sus relaciones con el mundo.
Mientras en Davos los hombres debatían sobre la herencia de Kant y elucubraban sobre el destino abstracto de nuestras especies, estas mujeres se devanaban los sesos con el fin de encontrar un camino de salvación más práctico y concreto para el ser humano y, junto con él, para la sociedad. En realidad, lo que ocurrió no fue, como sugiere el subtítulo, que Weil, Arendt, Rand o Beauvoir encontraran en la filosofía la techumbre para guarecerse del apoteósico turbión que arreciaba en su época, sino más preciso sería afirmar que el sentido de lo humano, que languidecía en las trincheras, se evaporaba en las cámaras de gas o quedaba difuminado, hasta casi desaparecer, en la atmósfera gélida del gulag, halló cobijo en sus cálidas almas, evitando de ese modo su propia extinción.
Ninguna de ellas renunció a sus idiosincrasias; por el contrario, todas, excepto Rand, supieron a su manera explorar las condiciones de posibilidad del encuentro con el prójimo, sin supeditar este último a simpatías partidistas o de clase. Son, pues, un revulsivo para la polarización que nos azota. Arendt, por ejemplo, convirtió la defensa de la pluralidad en un estandarte; Weil, antes de escorarse hacia el misticismo, había comprendido lo que degrada y pulveriza la naturaleza humana, impidiendo al hombre echar raíces o, en última instancia, confluir con sus semejantes. Eillenberger relata cómo Beauvoir, por su parte, y a pesar de que no logró domeñar nunca el ascendiente sobre ella de Sartre, superó por esa época sus dolencias egóticas, horadando el muro de su yo y haciendo espacio en su interior para que lo atravesara el aire lozano y saludable del tú. O sea, transitando al nosotros. Rand, que es como la encarnación femenina del superhombre nietzscheano, hizo, como decimos, el camino inverso y, tras escapar del calvario soviético, se reencontró consigo misma en los platós que se levantan a los pies del monte Lee.
Se puede leer Tiempo de magos y El fuego de la libertad en orden, en la sucesión en que fueron pensados y escritos. Pero no hay razón que impida hacerlo de otro modo, empezando por el que atraiga más, de acuerdo con la sensibilidad personal. Ahora bien, en comparación, el consagrado a las filósofas tiene menos nervio y resulta menos equilibrio que el dedicado a ellos. Por ejemplo, las aportaciones filosóficas de Rand, e incluso las de Beauvoir, palidecen al lado de las otras dos amazonas, una asimetría que tal vez no llame la atención de un neófito, pero que el avezado en la historia de la filosofía más próxima difícilmente pasará por alto. El primer volumen no sufre esa descompensación. Diría, pues, que El fuego de la libertad es un ensayo menos logrado si no corriera el riesgo de que se me malinterpretara o se concluyera que su lectura no ha sabido colmar las expectativas depositadas en él. Lo que ocurre, simplemente, es que el anterior, Tiempo de magos, me pareció sublime.
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Autor: Wolfram Eilenberger. Títulos: Tiempo de magos y El fuego de la libertad. Editorial: Taurus. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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