Una profesora viaja a Nuevo México, donde Joel va a encargarse de ella. Linda es una cándida adolescente inglesa que será secuestrada por los protagonistas de una serie. Raquel está a punto de arder tras enamorarse una noche de Bob. Dos octogenarias repasan sus vidas en un hospital antes de despedirse… Son algunas de las historias, narradas por ellas mismas, que encontraremos en este singular libro.
Pero mejor lo cuentan ellas.
Zenda reproduce el relato «Pink Adobe», incluido en esta obra de Juanjo Barral.
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Pink Adobe
No fue fácil decidirlo.
La relación con Arturo no pasaba por su mejor momento. Y se trataba, además, de un viaje “complicado”. Esa fue la palabra que él utilizó, precisamente: complicado. Porque hablamos de aviones, hoteles, unos cuantos días fuera de casa.
Y de los críos. También ellos. Aunque, bien pensado, ¿cuántas veces se había ido él dejándomelos a mí? Incontables. Así que no había discusión por esa parte. No se había planteado siquiera.
Mejor así.
Por suerte para todos, los críos no estaban al corriente de nuestros avatares de pareja. Eran demasiado pequeños todavía -Jonás cinco y Laura tres- para interpretar el difícil equilibrio conyugal que manteníamos.
Una de las cosas que siempre le agradeceré a Arturo es que sabía evitar las discusiones airadas. Nunca se escucharon gritos en casa. Supongo que su profesión ayudaba: diez años de carrera diplomática dan también para eso, para aprender a “controlarse”.
Pero nuestros corazones ya no se amaban… como antes. Nos queríamos, y eso era importante, qué duda cabe. Como tantas parejas habíamos vivido la clásica fase de enamoramiento (aunque una no sepa verdaderamente en qué consiste ni cuánto dura), antes de adentrarnos en la larga travesía de la “relación estable”.
Había cariño, respeto, admiración mutua. Eso mantenía en pie nuestro amor. Y sólidas sus vigas. Aunque hubieran empezado a torcerse.
Tampoco hubo un día señalado. No ocurrió nada en concreto (una infidelidad, un tercero en juego) que desviara la trayectoria de ese amor, que empañara el espejo en el que todavía podíamos vernos juntos, sonrientes y “mínimamente” felices. Todavía.
Y no fue el hastío. Creo que habría podido vivir con Arturo el resto de mi vida, aunque no fuera en plenitud. Digamos agradable y placentera. Cómoda. Porque sabía lo que la vida podía traerme cada día a su lado. Y tampoco estaba tan mal.
Y teníamos dos hijos.
Pero, con todo, empezaba a no ser suficiente para ninguno de los dos.
Aunque en un partido de pros y contras (no era el primero al que me enfrentaba con Arturo) el encuentro solía acabar en tablas. Si había alguna decisión que tomar, y es fácil suponer de qué decisión hablamos, quedaba aplazada a un próximo encuentro.
Y así estábamos.
Y aquí estaba yo ahora. Al pie de la cinta transportadora, esperando a que mi maleta hiciera acto de presencia en la zona de recogida de equipaje del aeropuerto de Santa Fe.
Mi primera vez en Nuevo México.
¿Habría otra?
Lo explicaré brevemente: me habían invitado a una “inmersión”, que es como llaman aquí a este tipo de cursos, en la Universidad de Santa Fe. Y ya había rechazado unas cuantas ofertas de universidades españolas y extranjeras en los últimos cinco años de vida con Arturo. ¿Por qué? “No es el momento”. Esa era la frase que mejor reunía todos los peros. Pero esta vez no.
Esta vez sí.
Allí me esperaba Joel.
Me hizo gracia aquel cartel entre sus manos: “Bienvenida, Olga”.
Mientras caminábamos hacia el coche mantuvimos la típica conversación de cortesía a cuenta del viaje. Le conté que todo había ido según lo previsto, salvo, eso sí, el interminable formulario de inmigración que me habían hecho rellenar en el avión antes de aterrizar: que si consumía drogas, que si había mantenido relaciones con algún grupo terrorista… Los americanos son así. ¿Ingenuos? ¿Directos? No sé yo.
Llegamos a Santa Fe. Joel me dejó en el hotel y quedó en recogerme al día siguiente por la mañana, sobre las 8:00. Una hora después tenía que ofrecer mi conferencia sobre “Sociedad y cultura en España desde la Transición” a un grupo de profesores estadounidenses de español reunidos allí para aquella “inmersión”.
Tras encadenar aviones de Madrid a Londres, de Londres a Nueva York, de Nueva York a Salt Lake City y de Salt Lake City a Santa Fe, estaba tan agotada que después de comer la manzana que me había sobrado del pícnic aéreo, el sueño me tumbó. Literalmente.
Tenía además una cama enorme para mí sola. Y lo reconozco, en ese momento no eché de menos a nadie. No tenía fuerzas ni para eso.
Por la mañana, cuando desperté a miles de kilómetros del hogar, me saludó un día radiante. Entonces sí pensé en Jonás y en Laura. También en Arturo. Y lo hice con cariño.
Me di una ducha y bajé a desayunar a la cafetería del hotel. De vuelta en la habitación eché un último vistazo a los apuntes. Estaba lista.
La charla salió bien. A los “alumnos”, mujeres y hombres entre treinta y cincuenta años, mayormente, les encantó el relato sobre la efervescencia creativa que habíamos vivido en los ochenta en España, liberados de la dictadura. Por aquella época el “caso español” suscitaba interés en todo el mundo.
Además de las explicaciones, disfrutaron de la música de Alaska, con las proyecciones de cuadros de Miquel Barceló, las fotografías de Ouka Lele, las imágenes provocadoras del primer Almodóvar. Me hicieron un montón de preguntas. Y el tiempo pasó volando. Me llenó de alegría ver su entusiasmo.
Joel me recogió en el hotel a las 6 para ir a cenar al Pink Adobe de Taos. Joel, no lo he dicho aún, era un joven de Nuevo México que trabajaba como profesor asociado en el departamento de Literaturas Hispánicas de la Universidad de Albuquerque, donde había sido alumno de Ángel González.
Me lo iba contando todo mientras conducía su Chevrolet hacia el famoso restaurante.
Éramos unas veinte personas: casi todos los profesores que habían asistido a mi charla, la coordinadora del curso, un agregado cultural de la embajada española, Joel y yo.
La cena fue deliciosa, y se prolongó a base de amenidad. Y tequilas. Pero en cuanto se hizo de noche empezaron a irse unas y otros.
A mí me llevaría Joel de vuelta al hotel, así que “dependía” de él. Porque aquel chico tenía “la misión de encargarse de Olga”. Así me lo dijo. Con toda naturalidad.
En ese momento no pude evitar un irónico comentario que, lejos de mi intención, le ruborizó:
-¿Seguro que podrás hacerlo?
Le sacaba veinte años, dos hijos y un marido.
-No, no tengo novia -me contestó al cabo cuando ya habíamos agotado todas las conversaciones pertinentes y el tequila comenzaba a pensar por mí, haciendo preguntas ¿inoportunas?
Lo reconozco: estaba algo borracha. Alegre y desenfadada y dichosamente ebria. Como hacía tiempo que no. Y, además, lejos de los ojos de la gente.
Quiero decir que estaba en un maravilloso restaurante de Taos, con los deberes resueltos con nota, la felicidad saliendo a chorro por los poros, y con Joel, aquel joven encantador… y entregado a la tarea.
Hasta ese momento había mirado a Joel como el chico que la Universidad me había asignado de “guía” y que ejercía tan profesionalmente la tarea de encargarse de mí.
Y hasta entonces yo era una profesora de filología hispánica invitada a dar una conferencia sobre mi especialidad, el tema de mi tesis.
Hasta entonces.
Porque en el discurrir yo había pasado a ser una mujer achispada, en las antípodas de su medio natural, sentada junto a un joven que me miraba fascinado. Y que también había bebido.
-Joel, llegados a este punto, no creo que le parezca mal a nadie si me llevas a tomar la última a otro sitio -me atreví a sugerir-. No creo que le parezca mal a nadie… porque ya solo quedamos tú y yo.
Y Joel era todo predisposición.
Y Joel no tenía novia.
De nuevo conviene que me explique. Después de tantos años impartiendo la docencia a legiones de jóvenes que no habían descubierto todavía el concepto de “gratitud”, había recibido esa mañana, como un abrazo, la respuesta entregada de unos cuantos profesores estadounidenses. Después de tantos años cuidando a mis hijos, de mis padres, de mi marido…, era como encontrarme en un oasis de despreocupación, sabiendo que Joel “se encargaba” de mí.
-Claro, conozco un sitio donde hay actuaciones de jazz todas las noches -respondió-. Está aquí al lado. Podemos ir andando.
El club se llamaba Blue Note. Tomaba el nombre de un mítico sello de jazz, me explicó Joel. Por si había dudas, antes de entrar salían líneas de contrabajo y notas de trompeta que aleteaban al encontrarse con aire libre.
El ambiente dentro era bullicioso y sofisticado. Y la música en vivo te rodeaba como un banco de niebla.
Joel pidió tequila. Y empezó a hablarme de Ángel González.
A la cuarta canción, al tercer tequila, en medio de una excitación contenida, me entraron ganas de abrazarle, de darle las gracias por todo, por llevarme hasta la cumbre de la felicidad y dejarme allí sentada, junto a él, disfrutándola.
Soñaba con ello mientras Joel me recordaba el poema Eso era amor, de Ángel González, uno de sus preferidos.
Pero el cansancio empezaba a hacer mella. Entonces pensé en lo mucho que me gustaría en ese preciso momento que me acompañara hasta el hotel, subiera conmigo a la habitación, me desvistiera y me acostara. Y me dejara allí, antes de que el deseo (el mío, el suyo, el que había surgido esa noche mágica) se hiciera realidad. Se hiciera carne.
Y no sé si algún día tendría ocasión de arrepentirme.
-Voy un momento al baño -le dije.
Los servicios estaban junto a la puerta de salida.
Afuera, el aire fresco me ayudó a “despertar” del ensueño, a volver a ser la misma que era antes de entrar en aquel club. Antes de cenar en el Pink Adobe. Antes de llegar a Nuevo México. Antes de conocer a Joel.
Miré al interior del Blue Note y le vi, feliz, ensimismado con la música.
Entonces paré un taxi.
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Autor: Juanjo Barral. Título: Lo mejor lo cuentan ellas. “Pink Adobe” pertenece a esta colección de relatos. Ilustración de cubierta: Gallota. Editorial: La última canana de Pancho Villa. Venta: Paquebote
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