Como sucede con todo genio, la leyenda de Francisco de Goya ha sobrevivido largos siglos a su muerte. Un leyenda juguetona y misteriosa, acorde al personaje atormentado y mítico que la sostiene. Desde que su cuerpo dijese basta en Burdeos, apartado y marchito, enfermo y solitario, la figura del maestro aragonés sigue ofreciendo episodios llenos de «vida», si se me permite el oxímoron. Sin ir más lejos, detectivesco es el episodio que cuenta cómo, transcurridos ya los cincuenta años reglamentarios para reclamar el cadáver al gobierno francés, los asistentes a la exhumación encontraron el cuerpo sin cabeza del de Lucientes. En 2003, alguien se topó en una casa cualquiera de una familia madrileña con un par de cuadros que colgaban de la pared, sin ningún tronío, sin ninguna grandeza. Al examinarlas, aquellas dos pinturas, hoy llamadas Tobías y el ángel y La Sagrada Familia, fueron trasladadas al museo del Prado, ahora con el pincel de Goya como garante. Poco después, en 2006, alguien robó su lienzo Los niños del carretón cuando la pintura era trasladada a Nueva York. El FBI dio con ella algunos días más tarde.
El último capítulo en esta leyenda de suspense se ha producido esta semana. El Prado ha vuelto a otorgarle a Goya la autoría del cuadro El coloso, que décadas atrás había sido atribuido a uno de sus colaboradores, el pintor Asensio Juliá. De este modo el museo corrige ahora el aparente error, y la maravillosa pintura puede verse en el museo debidamente reseñada con el siguiente texto: «El coloso. Después de 1808. Óleo sobre lienzo. Atribuido a Francisco de Goya». Pese a todo, el buen maestro parece seguir jugando con los expertos, y el debate promete continuar, como así advierte uno de los jefes de conservación del museo, Javier Portús, quien cree que el estudio seguirá dando que hablar, para regocijo de su aura escurridiza.
En cualquier caso, y yendo a lo que realmente importa, ahora todo aquel que visite el museo puede encontrarse de frente con el gigante que se yergue poderoso sobre las montañas, sobre los Pirineos, frontera mítica con el enemigo francés. El coloso amenaza en posición beligerante, los puños apretados en guardia, los ojos quizá entreabiertos observando el futuro, sin piernas —como aquellos que se mataban a garrotazos, como aquel perro enterrado en la arena—. En el valle, bajo la alargada sombra del gigante, una multitud se agolpa con miedo, corren en direcciones perdidas, abandonan caballos y carruajes, buscan auxilio despavoridos. También sufren los toros en la guerra, como en el Guernica de Picasso más de un siglo después. Se trata de una de las magníficas alegorías goyescas, un friso de la napoleónica guerra que en aquellos años asolaba Europa de oriente a occidente. Por lo demás, cabe cerrar el artículo con una reflexión: hay que ver cuánto habla por la historia de nuestro país su reflejo en la cultura, y cuánto habla del presente el tratamiento que se hace del arte. En fin: salve, don Francisco.
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