No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido. Entonces me llamaba Chiyo. Todavía no se me conocía por ni nombre de geisha, Sayuri…
Esta es la historia de Chiyo Sakamoto, la hija de una humilde familia de pescadores, vendida a los nueve años a una okiya, una casa de geishas del célebre distrito de Gion, en Kioto. La belleza de la joven y especialmente sus inusuales ojos grises llamarán la atención de todos, y despertarán el odio y los celos de la geisha Hatsumono, con quien vive. Tras perder a toda su familia y su libertad, Chiyo se rebela contra la estoica forma de vida que le imponen, hasta que conoce a un misterioso hombre apodado Presidente que le devuelve el sentido de su existencia. Se consagra a las artes que toda geisha debe dominar (la conversación, la danza y la música) hasta llegar a convertirse en Nitta Sayuri, la geisha más famosa de todo Gion. Pero es un camino lleno de obstáculos. Debe lograr sobrevivir a la feroz rivalidad de Hatsumono, y aprender a seguir las estrictas normas que rigen su mundo secreto y cerrado, destinado a la entrega y vetado al amor.
¿Cómo te creías que era la vida de las geishas? No nos hacemos geishas para tener una vida gratificante. Nos hacemos geishas porque no tenemos elección.
La profesión de geisha se instauró oficialmente en Japón en el siglo XVII. Fueron aliadas del poder desde la era de los shogunes, y pronto se convirtieron en un símbolo de respeto a la tradición para el país. Los hombres más poderosos de Japón pagaban por su compañía, por verlas danzar o tocar el shamisen. El código de silencio de las geishas hacía sentir cómodos a sus acompañantes: lo que se hablara en esas reuniones no saldría de esas estancias. Su misión era y es entretener, creando un halo de misterio, fomentando el sueño de algo inalcanzable. Esos encuentros constituyen una forma de relación social muy respetada, aunque en el pasado, como sucede en la novela de Arthur Golden, surgen los aspectos más controvertidos, como la venta al mejor postor de la virginidad —mizuage— de las jóvenes aprendizas, llamadas maikos, o la importancia de encontrar un danna —protector que podía mantener económicamente a una geisha—, o la obsesión por el dinero de las madres de las okiyas, a las que las jóvenes debían servir en muchas ocasiones de por vida para saldar las deudas de lo que se había invertido en su formación.
Ahora sé que nuestro mundo no es nunca más permanente que una ola que se eleva sobre el océano. Cualesquiera que sean nuestras luchas y nuestras victorias, comoquiera que las padezcamos, enseguida desaparecen en la corriente, como la tinta acuosa sobre el papel.
No es de extrañar que cuando el aclamando director Rob Marshall llevó esta novela al cine la convirtiera en una maravillosa pieza de coreografía. En una danza. Es justamente lo que sucede al leer las memorias de Sayuri, narradas en primera persona por Arthur Golden, de manera que ella se dirige directamente al lector mientras recuerda su vida. Ambientada en el período entre guerras, este envolvente libro nos conduce a un exótico y fascinante universo de artistas, pues eso es exactamente lo que significa la palabra geisha. Es una narrativa preciosista, atenta al detalle, y hecha para experimentar sensaciones. Abre la puerta a un mundo prohibido y sensual, oculto tras una blanca máscara e interminables capas de bella seda. Nos deslizamos en una lectura pausada que invita a percibir el movimiento de las exquisitas danzas o la levedad de una mano inclinándose mientras sirve un té ritual. Sentimos la fragilidad y fortaleza al mismo tiempo de esta hermandad única de mujeres. Sufrimos la impertérrita búsqueda del amor idealizado de Sayuri, aquel que perdió tras ser arrancada de su familia.
Al acabar, uno se pregunta quién fue esa mujer de ojos del color de la lluvia. Lo cierto es que Golden se basó en muchas historias para imaginar la vida de Sayuri y, tras una década de estudios en Japón y seis años de escritura, obró el milagro de esta novela que ha trascendido en el tiempo y ha encontrado proyecciones no solo en el cine sino en la imaginación de cada lector que recorre sus páginas. La intimidad de una vida secreta al descubierto, revelada con absoluta naturalidad y elegancia, hacen de Memorias de una geisha (Alfaguara, 1997) una irresistible obra de arte en movimiento.
Desde el día en que me había marchado de Yoroido no pensaba sino en que cada vuelta de la rueda de la vida traería un nuevo obstáculo a mi paso; y claro está, eran los obstáculos y las preocupaciones lo que le había proporcionado a mi vida su intensidad. Cuando avanzamos contracorriente cada punto de apoyo adquiere una importancia característica. Nadie es capaz de hablar honestamente de sus sufrimientos hasta que ha dejado de sentirlos.
Arthur Golden estudió Historia del Arte en la Universidad de Harvard, y es especialista en Arte Japonés. Ha vivido varios años en Tokio, y es un profundo apasionado de la cultura japonesa. En 1997 condensó años de estudio y trabajo en su obra Memorias de una geisha, que se convirtió en un éxito de ventas, y fue traducido a más de una treintena de idiomas.
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—Señor Golden, muchas gracias por querer acompañarnos en Zenda Libros. Lo primero que querría preguntarle es qué siente por su obra tras todos estos años desde su exitosa publicación.
—Es una pregunta difícil de responder. Por un lado está la obra en sí. Estoy satisfecho de cómo quedó, aunque fue un proceso largo y difícil. Por otro lado está la recepción de la novela. No tenía ni idea del éxito que tendría, ni de las extrañas formas en que cambiaría mi vida. Ahora que han pasado 20 años, me he acostumbrado más o menos a ella, pero todavía me sorprende pensar en todo lo que pasó.
—Un libro así lleva años de trabajo e investigación. ¿Cómo se documentó para crear esta historia?
—Empecé leyendo todo lo que podía encontrar sobre el tema, pero el verdadero punto de inflexión llegó cinco o seis años después de empezar, cuando una amiga de Tokio me llamó para decirme que había encontrado una geisha en Kioto a la que entrevistar. Los cinco días que pasé en esas entrevistas resultaron ser más útiles que cualquier otra investigación que hubiera hecho. Para que quede claro, no le pregunté sobre su vida; después de todo, estaba escribiendo una novela, no una obra de no ficción. En cambio, le pregunté cosas como ¿con qué frecuencia te arreglas el pelo?, ¿dónde guardas tu kimono?, ¿cómo te pagan? Estas eran las preguntas que nunca había podido responder.
—Imagino que mucha gente aún le pregunta si existió Sayuri. Realmente parece que sea ella quien le ha dictado a usted sus memorias. ¿Es por ello que eligió narrarlas en primera persona?
—Elegí narrar la novela en primera persona con la esperanza de hacer de la historia un relato más íntimo, a cuenta del coste emocional de alguien que vive su vida en ese mundo. He conocido a mucha gente que insiste en que Sayuri era real. Evidentemente, me alegra que la fantasía haya funcionado tan bien, pero no creo que la novela hubiera podido parecer tan envolvente a los lectores sin esa ilusión. Si coges una novela llamada Memorias de una geisha, escrita por un tipo llamado Arthur Golden, enseguida te viene a la cabeza una pregunta: ¿quién es este tipo y qué sabe de geishas? Evidentemente, cuanto más te olvides de mí y te sumerjas en el material, más eficaz será la novela.
—Cuéntenos, ¿por qué hizo la elección de esos ojos tan especiales para Sayuri?
—Estaba empezando a revisar la novela cuando un día llevé a mis hijos a un parque de atracciones acuático. En las escaleras de uno de los toboganes, me encontré en la fila detrás de dos hermanas de poco más de veinte años con los más bellos ojos azules translúcidos. Acababa de releer el manuscrito y descubrí todo tipo de imágenes acuáticas que desconocía. Parecía demasiado perfecto para dejarlo pasar. En ese momento decidí darle a Sayuri esos mismos ojos azules, aunque los japoneses suelen tener los ojos marrones. Muchos años después, una joven japonesa-estadounidense se me acercó y me dijo que su tía del norte de Japón tenía los ojos azules translúcidos. ¡Me alivió saber que a veces ocurre!
—¿Qué es lo que más la fascinó de ese mundo de las geishas? ¿Y qué es lo que más le costó comprender de ese universo?
—El universo de las geishas es un microcosmos del mundo en el que viven todos los japoneses. Tiene reglas que parecen incomprensibles para los foráneos. Es difícil y exigente. El coste de violar las reglas es alto. Me sentí atraído por escribir sobre ese mundo no sólo porque había sido muy poco explorado, sino porque parecía representar una destilación de algunas de las cosas que encontraba más fascinantes y desconcertantes de Japón. Para mí, alguien que puede comprender el mundo de las geishas también ha superado las barreras para poder entender la cultura de ese país. En cuanto a lo que personalmente me resultó más difícil de entender, eso es fácil de responder: desde el principio asumí que podía adivinar cómo se hacían las cosas en el mundo de las geishas porque tenía una base razonablemente buena en la cultura japonesa. Más tarde, cuando conocí a una geisha de verdad en Kioto, me di cuenta de que todas mis suposiciones eran erróneas. Las reglas eran tan particulares y a menudo tan inesperadas que tuve que volver a empezar la novela desde cero.
—Hay algo de haiku en la forma de hablar de Sayuri. Cuando ella se expresa usa muchas comparaciones. ¿En qué se inspiró para recrear esa manera particular de hablar?
—Memorias de una geisha es la historia de una chica separada irremediablemente de su hogar. Es una historia trágica. Dispuse la narración de esta manera como un reflejo de algo que me ocurrió en mi propia infancia. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven, y mi padre se fue. Murió cuando yo tenía trece años. Cuando me acerqué a este material de mi obra, traje conmigo esa sensación de algo perdido para siempre en la infancia. Pero para que Sayuri se separara para siempre de su hogar era necesario que creciera lejos de Kioto. La realidad histórica es que las niñas compradas y obligadas a la servidumbre en el mundo de las geishas de Kioto procedían de los alrededores inmediatos de la ciudad. Por decirlo crudamente, había muchas chicas en venta allí. Pero esa construcción no funcionaba para mí, porque Sayuri podía volver a casa caminando cualquier día que quisiera. Tenía que asegurarme de que entraba como forastera, y para ello tenía que ser especial de alguna manera; de lo contrario, habría acabado en una casa de geishas rural cerca de su vivienda. Sus ojos azules resolvieron parte del rompecabezas, pero decidí que ella también debía tener un giro mental inteligente. Llegué a apreciar los frecuentes símiles y metáforas, porque también me sirvieron para dramatizar algunos de los cambios que se produjeron en ella a medida que crecía. Al principio sólo conoce su pequeña casa en la orilla del mar. Sus comparaciones se basan en la Naturaleza. A medida que crece y se hace más cosmopolita, recurre a un conjunto más amplio de cosas.
—La geisha retirada y ya mayor que dicta sus memorias en la novela lo hace sin pudor, incluso describiendo situaciones violentas e íntimas… Crecemos con Sayuri. ¿Quiso usted mostrar también esa evolución del personaje?
—El mundo de las geishas tiene cierta violencia. Las chicas son arrancadas de sus hogares, sometidas a todo tipo de tratos duros, maltratadas por sus mayores y convertidas en mercancía por los hombres. No vi ningún sentido en rehuir la verdad.
—¿Hasta qué punto influía la opinión de una geisha en cuestiones de índole política? ¿Podían conocer conspiraciones de poder, participar en ellas?
—En general, los hombres acudían a las casas de geishas para entretenerse y olvidarse de las complicaciones de su vida laboral. Las geishas con más éxito solían ser las que mejor distraían a los hombres de sus rutinas diarias. Eso no significa que las mujeres que desarrollaban relaciones realmente significativas e íntimas con los hombres no tuvieran a veces influencia.
—¿Hay alguna historia real, alguna anécdota, que le cautivara especialmente mientras escribía la novela?
—Hubo un gran número de ellas, y puse algunas en la novela, pero de manera modificada. He aquí un ejemplo. Mientras hablaba con la geisha que conocí en Kioto, me enteré de que un hombre ganaba mucho dinero con un hospital del que era propietario y lo gastaba todo en mizuage, la venta de la virginidad de una geisha. Eso fue todo lo que oí, una frase, pero se me quedó grabada y se acabó convirtiendo en el personaje del doctor Cangrejo. Estoy especialmente orgulloso de algo especialmente espantoso de la escena en la que él y Sayuri tienen sexo. Quería mostrar de la manera más concreta posible su obsesión por comprar la virginidad de las geishas elegibles. Así que me inventé un pequeño maletín en el que guarda frascos con bastoncillos de algodón y trozos de tela empapados en sangre de mujer. Es muy desagradable, pero sirve para entender la idea.
—Hay algo fascinante en el detallismo del lenguaje que usted usa para describir cada pieza que compone esta magnífica obra. Induce a una lectura lenta y pausada…
—En primer lugar, gracias por este amable cumplido. Hay una belleza muy real en muchos aspectos de la cultura japonesa, y por supuesto en la cultura de las geishas. No me habría parecido correcto intentar plasmar esta novela en un lenguaje tosco.
—¿Qué siente por los personajes secundarios de su novela, especialmente por Calabaza, o el carismático Nobu-San? Personalmente, Nobu-San me parece el más interesante de todos. Tiene aristas, es honesto, no oculta sus sentimientos… Es un perfecto contrapunto a la contención de las geishas.
—Me atrae la idea de que una novela se construye un poco como un sistema solar. El protagonista ocupa la posición del sol. Todos los demás personajes son como los planetas que giran a su alrededor. Entran y salen. Tienen influencia sobre el personaje que ocupa el centro de la historia, pero nunca se convierten en el centro de la misma. Los personajes secundarios me gustaron más cuando sus papeles los ponían claramente en conflicto con lo que Sayuri quería para sí misma. Esto es especialmente cierto en el caso de Madre, Hatsumomo y Nobu. Probablemente fueron los tres personajes con mayor atracción magnética. Mameha y Pumpkin entran en la categoría de aliados o facilitadores, al menos hasta el final, cuando Pumpkin se vuelve contra Sayuri. A menudo disfruté escribiendo escenas en las que aparecían, pero principalmente estaban ahí para ayudar a Sayuri a enfrentarse a los retos que tenía por delante.
—El Presidente, razón de ser de Sayuri, es un personaje casi etéreo. Está siempre presente, pero apenas entra en escena. ¿Qué siente usted por él?
—Era el personaje que menos me gustaba, por todas las razones que he descrito anteriormente. No tenía ningún efecto dramático, ni siquiera hasta el final, porque tenía que ocultar sus deseos a Sayuri. Cuando los otros personajes aparecían en una escena, la escena se transformaba, pero cuando él aparecía en una escena, nada cambiaba. Es más difícil escribir un personaje inerte que uno dinámico.
—¿Es cierto el despotismo de las madres que dirigían las Okiyas?
—Había de muchas clases, algunas eran muy despóticas.
—Parece que en el pasado hubo una delgada línea que por aquel entonces separaba la profesión artística de las geishas respecto a la esclavitud sexual. ¿Sucede igual actualmente?
—Las cosas han cambiado mucho en el mundo de las geishas. No estoy muy al día de lo que ocurre ahora, pero hace veinte o treinta años, algunas geishas seguían vendiéndose a los hombres. A finales del siglo XX se había convertido en algo más voluntario, ya no era algo caracterizado como un tipo de esclavitud, al menos hasta donde yo sé.
—La novela me ha recordado a la historia real del cónsul Townsend Harris y la geisha Okichi Saitou. Sayuri también persigue un sueño, un príncipe, ¿no es así?
—El impulso narrativo de la primera parte de la novela proviene del deseo de Sayuri de volver al hogar del que fue arrancada. Pero ésta no iba a ser una historia de reencuentros. En algún momento tuve que echar agua a las brasas, por así decirlo, y extinguir sus esperanzas de volver a casa para siempre. En ese momento, la pregunta para mí, como escritor, era: ¿qué la motiva ahora? Mi respuesta fue el Presidente.
—En mi opinión, la extraordinaria y sobrecogedora adaptación cinematográfica que hizo el director Rob Marshall, bajo la producción de Steven Spielberg, captó todo lo que de arte hay en esta novela. ¿Quedó usted igual de fascinado como quedamos todos al ver la película?
—No puedo describir la extraordinaria experiencia de ver aquello que yo soñé, mientras estaba sentado en mi estudio del tercer piso de mi casa, convertido de repente en una película en la que se dedicó tanto esfuerzo y atención para los elaborados decorados, el vestuario, la coreografía…
—¿Cómo consigue conservar Japón sus costumbres ancestrales en un mundo tan globalizado? Usted ha vivido allí. ¿Qué es lo que debemos entender sobre la cultura tradicional japonesa para comprender mejor el universo que usted ha retratado en la novela?
—Hace muchos siglos, cuando los japoneses entraron por primera vez en contacto con el poder abrumador de la cultura china, erigieron una especie de barrera psicológica alrededor de las cosas que consideraban nativamente japonesas. Esto les permitió pasearse por ciudades diseñadas al estilo chino, vestirse con ropa modelada a partir de prendas chinas, hablar un idioma que incorporaba palabras tomadas del chino, y seguir sintiendo un fuerte sentido de identidad nativa. Esa notable bifurcación estableció una pauta que no hizo más que fortalecerse a lo largo de los siglos. La cultura tradicional japonesa es tan venerada en Japón porque, sin ella, los japoneses no tendrían ningún sentido de identidad única.
—¿Sigue conservando su pureza la profesión de geisha? ¿De qué depende, en su opinión, la supervivencia de estas enigmáticas mujeres?
—En la época en la que está ambientada mi novela, las geishas marcaban tendencia en ciertos aspectos. Entre la gente con poder adquisitivo medio, eran las principales animadoras, ya que los hombres salían por la noche sin sus esposas. Mucho ha cambiado desde entonces. Hoy en día, los hombres se divierten con las azafatas de los clubes nocturnos, no con las geishas, y se relacionan con sus esposas y novias de un modo que los hombres de las generaciones anteriores rara vez hacían. Hoy en día las geishas son como piezas de museo. Es difícil saber si sobrevivirán o no.
—¿Qué les diría a los lectores qué aún no conocen su novela? ¿Qué van a encontrar en ella?
—Es una pregunta difícil. ¡Supongo que más que nada querría decirles que espero que la disfruten!
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