Guillermo Busutil (Granada, 60 años) ha sido reconocido por el Ministerio de Cultura con el Premio Nacional de Periodismo Cultural 2021.
A Busutil le conocíamos todos los que hemos navegado por las, a veces, turbulentas aguas de la cultura. Los que le leíamos sabíamos que sus artículos «se caracterizan por una prosa elegante, densa y precisa». Y también sabíamos, y nos alegrábamos por ello, que durante doce años había dirigido la revista literaria Mercurio hasta que la empresa editora decidió que ya era hora de ahorrar dinero o de emplearlo en causas supuestamente mayores.
Guillermo Busutil viene de ese ámbito cultural bregado en tantas batallas por dignificar la profesión, lo que ha demostrado en su libro La cultura, querido Robinson (Fórcola).
El Ministerio de Cultura y Deporte, o sea, los miembros gloriosos que han decidido otorgarle el galardón, reconocen su trayectoria de periodista cultural en alguien que no ha sido precisamente cómodo en sus artículos. Residente en Málaga, donde es profesor del Máster en Creación Literaria de la Universidad de Valencia, Busutil ha publicado también los ensayos Ficción Literaria y El baño en la pintura. Su firma quedará para siempre impresa en revistas tan prestigiosas como Litoral y El Maquinista de la Generación, y en el suplemento Culturas de La Vanguardia, como crítico de arte. A Guillermo Busutil se le reconocen también con este premio sus columnas y artículos en La Opinión de Málaga, en Letra Global y El País, pero él hacía tiempo que se había armado caballero de las letras hispanas en el Diario de Granada, en la mítica Ajoblanco, en la Cadena COPE, en Onda Cero Radio…
En Zenda, de la que es colaborador, le rendimos el tributo merecido por no dejarse llevar por el desaliento y por marcar con sus artículos ese tono necesario de crítica valiente y documentada que todo autor independiente debe conservar a cal y canto.
Hemos mantenido esta conversación vía email con el flamante Premio Nacional de Periodismo Cultural al que felicitamos por seguir, como él dice, on the road.
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—En tu libro La cultura, querido Robinson (Fórcola) escribes: “En este ecosistema de rutina y realismo estricto en el que se han convertido nuestras vidas, la cultura es, para muchos de nosotros, robinsones náufragos de tantas pérdidas, una verdadera tabla de salvación”.
—Efectivamente, la cultura es una brújula que nos permite avanzar en la niebla de las incertidumbres, afianzarnos en los valores humanistas que nos ayudan a resistir o a enfrentarnos a las adversidades de un mundo que a diario descapitaliza el conocimiento, la sensibilidad, las libertades. La capacidad de hacer posibles los sueños con el empeño, el esfuerzo, la confianza en ser mejores. Sin la cultura somos seres a la deriva, peones sin rumbo en un tablero sobre el que el único destino es ser usados y vencidos.
—De las tres citas con que abres el libro que hemos mencionado me quedo con esta de James Russell Lowell que, además de bella, es una espléndida defensa de la cultura: “Los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”.
—Sí que es hermosa. Un ejemplo de cómo desde la observación del lenguaje se puede poetizar una imagen bella del ecosistema de la naturaleza, y transcenderla en la metáfora de otro concepto. Es la función del lenguaje que también me gusta trabajar, y por eso la elegí. Y sin duda alguna porque es muy certera. Los libros nos fecundan, ponen en contacto ese néctar de la inteligencia de la imaginación y de la extracción de la realidad entre el autor y sus lectores, y también cuando los críticos literarios depositamos ese polen en otros al tramar una buena crítica de ese libro o le hablamos con pasión a otros contagiándolos de esa misma emoción y curiosidad. La polinización de la lectura hace más habitable la colmena que somos.
—Esta frase tuya: «Sobrevivo en la precariedad más absoluta como todos los que se dedican al mundo de la cultura”, ¿puede definir un país que tiene un futuro precario?
—Un país donde el valor del conocimiento no se considera y la labor de quienes trabajan con la cultura se paga como peonadas, y se le hace rehenes de la temporalidad, de la rivalidad encarnizada por un jornal seco, está condenado a una peligrosa dictadura económica y de libertades. Sin el reconocimiento de la cultura y de su patrimonio identitario, de su excelencia y democratización, la sociedad se agrisará en un analfabetismo de ideas y de emociones que ya empobrece el país y lo somete a la fragilidad económica. Un ejemplo es el empecinamiento en el sector servicios y en la construcción, tan vulnerables a las crisis, mientras los planes educativos se empecinan en abaratar el conocimiento. La deseducación de la educación genera mediocridad, y un futuro rehén de la inestabilidad.
—¿Es la cultura una manera de pensamiento en combate, como tú escribiste una vez respecto a la filosofía?
—Así es, la cultura nos educa la conciencia y la sensibilidad de pensar el mundo, el yo en el tú y en el nosotros, y nos ayuda a ganarle respuestas a los interrogantes y desafíos que nos propone en jaque la vida. Pensar es un acto esencial de rebeldía y de creatividad. Supone una búsqueda de otras explicaciones a lo que somos, a lo que nos preocupa, nos extraña o nos emociona. Es necesario pensar el corazón, pensar a los demás, pensar el paisaje, pensar el lenguaje. El pensamiento, como dice mi admirado maestro Emilio Lledó, nos alimenta y nos amplía el diálogo con la vida. Si no pensamos sólo somos sombras sin huella propia.
—¿Los que estamos en ese combate podemos hacer algo más para que no se siga deteriorando el tejido cultural?
—Por supuesto. Hacer visible la precariedad que existe, igual que hice yo al no aceptar la extendida vergüenza de la hidalguía que oculta el hambre tras el viejo traje planchado. O denunciar agravios como que a un estupendo escultor, Antonio Yesa, al que el ayuntamiento de Benalmádena le tapa con cemento parte de una escultura urbana contra la que días después choca un coche y termina de destrozarla, el alcalde socialista le acuse de ir a sacarles dinero cuando pide que la restauren, y le diga que no les atañe porque la escultura la puso la anterior corporación de signo opuesto. Hay que luchar colectivamente, respetando y celebrando a quienes estamos en el mismo frente, en lugar del enroque en los silencios de la envidia, de los celos taifales, y los diques de las pandillas excluyentes. E insistiendo en la importancia de nuestro trabajo, como instrumento de diálogo, de cohesión social, de igualdad y de fuente de riqueza. En esta defensa es prioritario dotar a la cultura y a sus trabajadores de cimientos legales, y de esa necesaria Ley de Mecenazgo.
—«Los productos culturales no pueden ser tratados como una mera mercancía sometida a la pura ley del mercado”. Son palabras de un presidente francés ante magnates de la industria audiovisual.
—Lleva razón. La dignidad de la cultura no es una almoneda. La rentabilidad de la cultura no responde a la inmediatez de hacer caja, de obtener beneficios cuantificables, de subastar la calidad o la oferta. La cultura es una inversión en civilización, en educación, en progreso, en construcción de una ciudadanía crítica. Las administraciones y la empresa privada deben dejar de entenderla como una subvención, un gasto o un dispendio. Muchos estudios certifican que en Europa el dinero público o privado destinado a la cultura tiene un retorno económico importantísimo. Hay que seguir insistiendo en esto.
—¿Qué piensas de un país que no tiene políticas que promuevan, impulsen, amparen… realmente, la cultura, la ciencia y la educación?
—Que padece aquella ceguera de la que escribió Saramago, al que hace diez años que echamos de menos, y está condenado al abismo del vacío. Un país sin cultura es un país sin alma, sin capital humano, sin un horizonte de futuro.
—Cada día me reconfirmo en que la cultura que hemos vivido desde los años 70 se ha ido desinflando hasta llegar a este momento tan extraño, ese totum revolutum de redes sociales, cierta televisión y ciertas actitudes políticas. No sé tú, pero yo me siento cada vez más implicado en el dicho orteguiano de que todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía.
—Sí, el viaje de la cultura fue el sueño de hacer tangible la luna, de promover su esencia y la riqueza de todas sus posibilidades, pero lo que era utopía y lo que fue eclosión a pie de calle, de galerías, de editoriales, de revistas, se fue embriagando a lo Gatsby y la fiesta dio paso al desmadre y a la resaca. De aquel confeti pisoteado viene la melancolía de la que hablas, y que en una parte impregna mi libro La cultura, querido Robinson, pero eso no debería impedir el convencimiento y la reivindicación de aquello en lo que creemos.
—¿La libertad y la cultura han perdido su valor?
—Está claro, lo mismo que la ética, la honestidad, la independencia, el talento, la generosidad, el reconocimiento del otro, incluso del adversario si su trabajo lo merece. Hace tiempo que las cosas sólo valen por el neón de la fama que se tiene, por el poder que se ostenta, por la efectividad del elogio pegadizo, y a todo lo anterior se le intenta someter a la invisibilidad, a los márgenes, al no lugar. Mi lema existencial se sustenta en la credibilidad del trabajo y en ser inasequible al desaliento, y en ese empeño continuo entre Camus y Espronceda peleando por la libertad, por la cultura, por la autenticidad frente a las máscaras o el sistema que hace todo lo posible por anular el espíritu ilustrado e independiente.
—Aunque habiéndote leído desde hace tiempo podemos saber por dónde han ido tus búsquedas, déjanos ahora a los lectores de Zenda algunas huellas por las que andar. Dinos un libro, una película, una pintura, una música de las que no puedas prescindir.
—Mis búsquedas enhebran muchas islas diferentes, desperdigadas en un mapa, casi imperceptibles a veces pero esenciales, lo mismo que contiene montañas, bosques, cabos de Hornos. Es difícil sintetizar uno solo, pero sin la Odisea no hubiese sucedido mi viaje. Sin El manantial, de Vidor, no hubiese elegido la rebeldía de la convicción en las propias ideas frente a la masa y el poder, y sin el Museo del Prado con Goya, Velázquez, el Bosco, no hubiese encontrado a Picasso, a Vermeer, a Hopper, a Bacon, a Rothko. Son los muelles de mi infancia, las primeras aventuras en las que me enrolé y desde las que en la adolescencia empecé a silbar siempre «Blowin’ in the wind», de Bob Dylan, y en su construcción del hombre sigo on the road.
—Algo bueno con lo que quedarnos: ¿cómo te ha quedado el cuerpo después de conocer el nivel de los miembros del jurado?
—La altura cultural de este jurado prestigia mucho más el premio, y hace que el honor y la satisfacción de haberlo recibido justifique la entrega y la pasión a este oficio de mundos, la travesía del desierto que en gran medida es dolorosamente incomprensible, aunque las cicatrices sean también los tatuajes de la travesía, y la convicción en que por delante me esperan más y nuevas empresas de las que dar cuenta.
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