Mario tiene cáncer y lo sabe. Y de páncreas, que es de los más rápidos. Mario es además médico así que no se le puede engañar. El descubrimiento fue casual y desolador. Ese “me siento un poco mal” que acaba en una visita al hospital y del que sales con un aval para unos meses, y con suerte. Y de esto ya va para el año.
Wasaps de Mario del martes:
–Hoy no puede ser, estoy fatal (14:34 h)
–Estoy ingresado en el 12 de octubre (16:50)
–Tráeme una tableta de chocolate, pero escondida (19:16)
Entubado, con barba de varios días, flaco como una pasa, recibe medio incorporado en una habitación con dos camas. Habla despacio y desde otro mundo, despacio y tartamudeando un poco. Se le ha afilado la nariz y ahora tiene en el cuello unas arrugas que no me sonaban.
Allí están su mujer y su hijo. Y dos enfermeras. Y un hombre con un tubo que le llega a la nariz y que respira como un camión. Este hombre siempre está sentado en una butaca, incluso para dormir. Lo explicó en alto pero nadie se enteró. Y allí estábamos todos, las conversaciones cruzándose, a media luz, con un trajín de si habían cenado, orinado y si habían tomado la pastilla azul.
Al mal nadador siempre le sorprende la facilidad con que se entra en las habitaciones de los hospitales; cualquiera viene y va, da igual la hora del día o de la noche y sin llamar. Un trasiego de enfermeras, ayudantes, médicos, visitas.
–¿Alberto? ¿No está aquí Alberto Giménez? ¿Seguro? Me han dicho que era en la 104. Pues lo siento.
Se interrumpe el sueño, las confidencias, el descanso. Te sientes inútil, expuesto, a merced de los demás. Lo que ellos digan, cuándo y cómo lo digan. Y a esperar. Tu opinión ya no vale, apenas te preguntan. No sabes si te darán el alta mañana, la gravedad de lo tuyo.
–Igual ya no salgo de aquí.
Mario no se anda por las ramas. Te mira desde sus ojos azules de chaval de Bilbao que se quedó sin hacer la Transpirenaica este verano con el mal nadador. “Ya lo siento, chico”. Y recordamos nuestras caminatas por la sierra de Madrid, los Pirineos y Suiza, las veces que nos hemos perdido, días de ventisca y nieve hasta las rodillas, madrugones, los tentempié con sardinas y manzanas.
En Panticosa, por las tardes, íbamos a la piscina municipal para relajarnos. Allí intentó enseñarme el volteo. Porque el mal nadador cuando llega al final de la calle, la toca y se impulsa con los dedos de los pies, pero no ha aprendido aún el condenado volteo. Y no será porque no lo haya visto veces por la televisión, por las explicaciones de algún monitor. Las vueltas que da uno en vida, y en la piscina.
–¿Has traído el chocolate?
–Sí, mira, del 80 por ciento.
Abre la tableta y nos la vamos comiendo, ya cerca de las diez, sin nadie alrededor, sólo con los resoplidos del hombre que duerme sentado.
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