Quien ha visitado el Mediterráneo, sin duda habrá palpado en la piel las arenas blancas de la nostalgia, los juegos de la infancia y el amor de Joan Manuel Serrat “escondidos tras las cañas”, como dice la canción-himno que inmortalizó al cantante y a su tan amada tierra: “Yo nací en el Mediterráneo”. Habrá sentido el abrazo fraterno y montañoso entre España y Francia, la refulgente luz de las arenas cegadoras, el olor marino y el viento surrealista esculpir las altas olas del mar del norte.
Llegar a la desembocadura del silencioso río Muga es presenciar el maridaje surrealista entre las aguas mansas, dulces y el mar salado, bullicioso de la Costa Brava. Es la frescura concentrada y el remanso del Parque Natural de las Marismas que arropa las orillas y energiza al alma más abotargada, después del año de pandemia. Caminar con los pies descalzos en la arena húmeda es darle la razón a Machado porque “al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. La fusión entre el mar y el río se proyecta en las aguas cautivas de los canales navegables, la Venecia española o la pequeña Venecia, otro collage surrealista que desemboca en el puerto náutico en el que las embarcaciones atadas aguardan el verano arrulladas por las olas que rompen la bahía.
Adentrarse en otro cuadro surrealista del Mediterráneo es participar de la feria sabatina que se extiende en primera línea de playa: un mercadillo desmontable de toldos blancos y coloridas frutas que compiten con el azul marino. Unirse a ese mar humano, con la mascarilla puesta, es zambullirse en los gritos de los vendedores que contrastan con el silencioso y acompasado golpeteo natural del mar. Es detener el tic tac del tiempo y grabar en la retina los veleros blancos, los parapentes de colores, las tablas de windsurf que surcan el mar y el cielo al mismo tiempo. Las sensaciones se agolpan y la imaginación vuela como las aves sobre los ribetes de la costa.
Es retornar a la Edad Media en las intrincadas calles del casco antiguo de Castelló de Empuria, admirar la catedral visigótica de Santa María y los edificios históricos que la circundan. Es aspirar las esencias y degustar los sabores del pasado y presente, de la tierra y del mar, sin intermediarios. Atravesar las viejas murallas medievales de Figueres es corroborar en carne propia el surrealismo en las pinturas, esculturas y en algunos libros de Salvador Dalí: Diario de un genio, Los vinos de Gala y la metamorfosis de Narciso, entre otros. El Teatro-Museo que lleva su nombre nos sitúa en el palacio de Aladino, el de la lámpara maravillosa. El surrealismo trepa las paredes, techos, pinturas, esculturas, objetos, rostros, siluetas, desnudos, cabellos, labios y el grito del genio extravagante rebota en el recinto. ¡¡El surrealismo soy yo!!
El mar es para el Mediterráneo lo que Gala fue para Dalí, un binomio surrealista, nacido del mundo onírico y creativo del artista: “mis mejores ideas vienen a través de mis sueños”. Si para Serrat el Mediterráneo es sinónimo de libertad, la marea se asocia con la mujer a la “que se añora y se quiere, se conoce y se teme”. Para Dalí, Gala fue el centro de su reino femenino asincrónico, un sueño apasionado hecho realidad. En casi todas sus pinturas o esculturas aparece la figura de Gala desde diversos perfiles, aunque predomina la niña de espaldas que, para el artista, nunca creció. En el arte de Dalí la mujer tiene otro altar en Cadaqués, el pueblo de pescadores del que Francisco Umbral dijo: “No se sabe bien si Cadaqués creó a Dalí o Dalí creó a Cadaqués”. Llegar a la Casa-Museo en Cadaqués es otro reto surrealista: carretera y agua se enlazan, en un sendero de árboles y rocas que resguardan sus accidentadas orillas.
Traspasar la barrera del tiempo en el Museo del Juguete de Figueres es inevitable, como también es imposible no asociarla con Rayuela, de Julio Cortázar, novela que propone saltos temporales y espaciales innovadores. La fantasía y la realidad son parte del mágico micromundo que nos provoca dar saltos en la rayuela de la entrada, como en la ficción del escritor. En este pequeño universo de juguetes nos convertimos en jugadores activos y buscamos el tiempo perdido de nuestra infancia para recuperar nuestros más recónditos juegos. Yo descubrí los teatrines, marionetas y títeres que cautivaron mi niñez con variopintos personajes. El museo del juguete, a su vez, me remitió a Carnaval de arlequín, la pintura más emblemática de Joan Miró, en la que fusiona el delirio, los sueños y recuerdos de su infancia, el verdadero paraíso, un mundo construido con numerosos objetos y seres que parecen recobrar vida y movimiento. André Breton calificó a Miró como “el más surrealista de los pintores”.
Recordemos que el surrealismo en España fue impulsado por André Breton en Barcelona y por Luis Buñuel, Salvador Dalí y Federico García Lorca, que coincidieron en la Residencia de Estudiantes de Madrid. En poesía, Vicente Aleixandre renovó el surrealismo en La destrucción o el amor y otros libros. En el cine, Luis Buñuel produjo Un perro andaluz, un cortometraje producido junto con Salvador Dalí, a partir de la mixtura de sueños, objetos artificiales y elementos naturales que extreman el surrealismo.
La noche anterior al retorno la luna, pletórica y gigantesca como una hostia blanca y divina, se posó sobre el mar y trazó un camino de aguas iridiscentes. Al día siguiente un doble arco iris coronó la carretera que atravesábamos. Sin duda dos ritos de despedida artística de un alma generosa que alzaba el vuelo, hacia el fresco abovedado del cielo. Nuestra maravillosa amistad perdurará por siempre, con los símbolos, recuerdos y el arte que ambas compartimos. Me he quedado huérfana de amiga, aunque la herencia más grandiosa que me ha legado es la red de personas magníficas con quienes seguir el camino. Ahora su imagen es un cuadro imborrable de arte moldeado con la alegría que siempre proyectó.
Al mes de su partida todavía llevo “en la piel el sabor amargo del llanto eterno”, y mis lágrimas se han juntado con el río y han desembocado en el mar. Hoy, la voz de Alberto Cortez viene a mis oídos y me recuerda que “cuando un amigo se va queda un espacio vacío, cuando un amigo se va no se puede apagar ni con las aguas de un río, cuando un amigo se va una estrella se ha perdido, la que ilumina un lugar, cuando un amigo se va se detienen los caminos”.
En sí, un verano surrealista y atípico de costa y montaña, de modernidad e historia, artificialidad y naturaleza, agua y tierra, serenidad e inquietud, alegría y tristeza, vida y muerte. Una aventura mediterránea que se desliza silenciosa sobre las olas de la tristeza y el desconcierto, en tiempos de pandemia. ¡Un sueño surrealista del que no quiero despertar!
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