El primer valet de Luis XVI, Jean-Baptiste Cléry, sortea su nariz superlativa para enfocar con los ojos débiles la figura demacrada del rey. Acaba de ser confesado por un cura irlandés, y lo que queda de aquel hombre otrora luz de Francia es un despojo, una sombra, la nada. Al salir de la prisión del Temple, el carruaje vibra con el pavimento irregular. Luis XVI ni siquiera mira qué ocurre al otro lado de la ventana: su mundo sólo es un cadalso, y todo lo que ocurra lejos de él nada importa. Ya con los pies sobre la madera, observa la hoja reluciente. El pelo cae por sus piernas a cada tijeretazo del verdugo. Queda por fin libre la nuca. El reo intenta dar un discurso, pero el clamor no deja que se escuche. Hubo quien percibió la palabra «inocente», pero no hay certezas. Finalmente se tumba, y el cepo deja su cabeza a merced de la guillotina. Según los últimos estudios, la cuchilla no llegó a cercenar del todo su cuello, detuvo su corte a la altura de la mandíbula. La plaza estalla. El rey ha muerto.
Más allá de la controversia que despierta siempre la Revolución, lo cierto es que la escena con la que hoy se abren estas Romanzas es, quizá, una de las más icónicas de la historia universal. Simboliza un cambio de régimen, la caída de las viejas monarquías absolutistas, y la aparición de otro tipo de gobernanzas liberales y demócratas, muy alejadas ya de los vientos oscuros del medioevo. Cabe pensar en si podría haberse conseguido de manera pacífica, como ocurrió al otro lado del canal de la Mancha, pero lo cierto es que a menudo estos giros de la historia, para resultar eficaces, han de venir acompañados de sangre y lágrimas, de guerras y ajusticiamientos. En cualquier caso, la cabeza de Luis XVI es la representación metafórica de un nuevo futuro, de un mundo por venir.
Sin embargo, en este presente de buenismos y moralinas, no parece que el simbolismo de esta escena nos importe más que el asustaviejismo que pretendemos evitar. Me explico. Quizá todos los que pasen por este texto conozcan ya el célebre grabado de Georg Heinrich Sieveking, que muestra el cadalso del rey en primer plano, con una multitud de lanzas a su alrededor. Sobre las maderas puede verse el cuerpo de Luis XVI, y a su lado un hombre que sujeta, orgulloso, la cabeza sangrante del monarca. Pues bien, cierta editorial ha decidido publicar ahora El contrato social de Rousseau utilizando ese grabado en portada… pero sin mostrar la cabeza cercenada del rey. Me imagino a los ilustradores, recibiendo órdenes para no dañar la sensibilidad de los lectores, eliminando el rastro de sangre y violencia allí donde prácticamente no hubo más que sangre y violencia. Es una representación de los tiempos que vivimos: el puritanismo intelectual por encima de los hechos. La falta de libertad que denunció Rousseau hoy se disfraza bajo el manto beato de la ingenuidad moral. Porque para conocer esta historia, edulcorada e inocente, casi prefiero desconocerla.
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