Ya tenemos la lista con los 10 relatos que optan a los premios del concurso #elveranodemivida patrocinado por Iberdrola. El viernes 30 de julio de 2021 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premios de 500 euros.
Han sido más de 650 textos los publicados en nuestro foro. El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez
A continuación reproducimos las 10 historias elegidas.
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1
Autor: Alex Andreu Celestino
Título: Rosquillas
2
Autor: Felipe Quiroga
Título: El verano inolvidable
Aquel verano, el verano inolvidable, hice muchas cosas. Vi una manada de bisontes salvajes. Estuve todo un día en silencio. Cociné con recetas inventadas. Jugué a encontrar formas en la textura de las piedras. Le puse nombre a una estrella. Soñé con un fuego que alumbraba pero no quemaba. Conversé con un hombre que había ido a la guerra y había vuelto sin matar a nadie, y que me dijo: “Lo que más me gusta del pasado es que es tan irreal como el futuro”.
3
Autor: Lola Sanabria
Título: Descubriendo a Marta
Nos quedamos solas cuando la tarde se pegó el tiro de gracia en el acantilado. Dije que no quería volver. Unos metros más abajo se instaló definitivamente la negrura. Novilunio y las estrellas sin lumbre para romper los diques de las bombillas de la feria del pueblo. No se movía un beso de pluma de aire. Las dos achicadas por la guillotina que cercenaba el tiempo y nos separaba.
El instituto me parecía lejano y brumoso. Las aulas con sus alegrías y sus tristezas estampadas sin tinta en las paredes. Aquel desgraciado asunto. Las burlas y el vídeo que los años iban cubriendo con capas de olvido cada vez más gruesas. El recogimiento de las cochinillas.
Los inicios del verano y la pandilla refugiada en el gimnasio, sin ganas de botar un balón, ni colgarse de unas espalderas para mostrar músculos. La cabeza de Mari Cruz echada sobre mi regazo. Yo haciendo y deshaciendo trencitas con su pelo malva y ella chateando en el móvil con Rubén, tirado en los bancos, a dos metros de distancia. ¡Mira, tía, mira, tía, mira tía, qué fuerte, tú!, decía, todo lo agitada que le permitía la desgana estacional. Hemos quedado esta noche. De esta noche no pasa, anunció como otras veces había hecho a lo largo del curso. Y yo me encogía de hombros mientras admiraba la perfección de sus pies rematados en uñas pintadas de cielo y nubes.
Tan lejano el instituto. Tan lejana la infancia.
La madre de Mara daba cursos de buceo. Mi padre dijo lo de otras veces, que había que probarlo todo. Una forma de quitarse el traje de vendedor de seguros, de señor formal con mujer e hija. Él se apuntó y yo lo acompañé. Rocío se presentó como la madre soltera de una hija mulata de pelo rizado negro azulón y ojos verdes. Lo llevaba con orgullo y hacía ostentación ante los desconocidos de que fue por elección propia, nada de tropiezos y abandonos. La hija ayudaba a la madre en la preparación de los equipos. Los tanques de oxígeno, las máscaras, los tubos y los trajes de neopreno se distribuían por doquier en La cueva.
La primera inmersión fue un tajo seco con la tierra. Silencio y borboteos. Cuerpos libres en líquido amniótico marino. El principio de todo. Un descubrimiento. Había otro mundo, como hebras flotando ligeras: el pelo de Mara. Mara y el mar. Pasaron unos segundos que dijeron hora. Y subimos a la realidad del vozarrón de papá, encantado con la experiencia, a la risa de pájaro de Rocío, a las paletas blanquísimas y separadas que dejaba ver la sonrisa de Mara.
Nos hicimos inseparables. Me enseñó las grutas del Roquedal y pasamos tardes de helados derretidos y sabores mezclados, puentes de chicles de boca a boca que íbamos recogiendo con los dientes. Me hice asidua a la casa de Rocío, a sus bocadillos de cualquier cosa que encontrara en el frigorífico. A las cenas con olor a sal y sabor a atún a la puerta del negocio de submarinismo. Y mis padres encantados de perder de vista a la pesada de todos los años, protestando en cada pueblo de los alrededores que tanto les gustaba visitar.
Último día de vacaciones. El tiempo había volado ligero, ligero y audaz hacia la despedida.
El cielo estalla en racimos de lágrimas blancas, árboles y arbustos de colores, centellas de largas colas y espirales locas. Entre los silbidos y las tracas, llegan risas dispersas de infancia. Mis padres estarán en la playa, disfrutando del espectáculo. Tal vez asome en su ánimo una esquirla de adelanto de la nostalgia.
Sin hablar, nos levantamos y comenzamos a andar la una al lado de la otra en dirección al gentío que jalea los fuegos artificiales. Vamos tristes. A medio camino enlazamos nuestras manos. Y unos metros antes de llegar, nos besamos detrás de la roca donde se cocinan los amores de verano. Después los dedos se van desligando. Los meñiques resisten el último tirón. A Mara se la comen las sombras de camino a La cueva. Yo sigo en la vereda de las estrellas falsas que rabian de luz en la noche cerrada.
4
Autor: Rakel Ugarriza
Título: Puro veneno
Mamá estaba hecha de historias y olía a papel impreso, pero desde hacía unos meses parecía no encontrarse demasiado bien. Fue durante el último verano que pasamos los tres juntos cuando nos dimos cuenta de que su amor por los libros se había descontrolado.
Al descubrir el estropicio que mamá había preparado en la cuenta corriente, papá me cogió de la mano y pasamos toda una calurosa tarde de agosto de librería en librería mostrando su foto para que no la dejaran entrar más. No me atreví a contarle que hacía ya un tiempo que mi hucha cada vez pesaba menos.
En esos días las peleas entre ellos se volvieron constantes. Él intentaba de mil maneras distintas que ella sacara su cara de entre las páginas y nos prestara algo de atención, pero nunca tuvo éxito. Así es que al final le dio a elegir, o ellos o nosotros. Salimos perdiendo. Una noche a principios de septiembre no volvió y al día siguiente papá se deshizo de todos los libros que invadían la casa, o eso creyó. Escondí uno porque el veneno ya anidaba dentro de mí, y desde entonces me es imposible dormir sin hundir antes la nariz dentro de él.
5
Autor: Concha Montes
Título: Día de verano
El sol aprieta, alrededor todo es amarillo y quema, el trigo segado araña mis piernas desnudas, No debo quejarme, ya sé que la felicidad siempre duele. Sigo adelante. Allá lejos, demasiado lejos para una niña de cinco años, está el río Corbones.
La orilla izquierda apenas cubre mis pies doloridos, los guijarros se clavan en mis sandalias de goma, nada importa, es maravilloso chapotear en el agua cristalina, empaparme poco a poco; mi madre me grita que tenga cuidado, no le gusta que el agua le salpique. Más tarde, cuando ya se ha adueñado del terreno, se adentra con cautela en el río manso, no más allá de las rodillas, entonces remoja sus brazos y sus piernas y su pelo rizado, y acaba sentándose en la orilla, conmigo a su lado.
Mis hermanas y mi padre desaparecen nada más llegar. Ellos se bañan en el otro brazo del río: un serpentín estrecho y profundo que les permite tirarse de cabeza una y otra vez. Oímos sus gritos y sus risas, y a mi padre complaciente cada vez que alguna de ellas borda alguna pirueta en el aire; le llena de felicidad el arrojo de mis hermanas, ese que ni mi madre ni yo tenemos.
A nosotras nos basta con nuestra orilla izquierda, hecha a nuestra medida, habitada por multitud de pececillos que se enredan en nuestros pies cosquilleándonos por todos lados. Los observamos ir y venir durante mucho tiempo, no sé cuánto, pero acabamos reconociéndolos y bautizándolos. Los de tono rojizo son todos Tomatito, de eso me acuerdo. También están las cuerdas que hay que controlar para que no se las lleve la corriente. Sujetan botes y recipientes que mi madre deposita en el agua para mantener fresca nuestra comida. Tiramos de ellas con cuidado, comprobamos que todo sigue en orden y volvemos a dejarlas escapar, como pescadoras apenadas de su presa.
El parloteo y las risas de mis hermanas se acercan, el ejercicio les abre el apetito, vienen de vuelta antes de lo esperado, o eso me parece: el tiempo aquí es diferente. Mi madre reparte tortilla de patatas, bocadillos y refrescos, y mi padre cuenta alguna de sus historias. Me gusta tenerlos a todos juntos, diseminados por aquí y por allá, en la orilla izquierda del río que me pertenece, donde me reconozco y habito como uno de mis pececillos.
Poco a poco se hace el silencio, mi madre dormita en su rincón y mis hermanas sueñan, es la hora de la siesta.
Mi padre se levanta y me coge de la mano. Vamos a dar un paseíto tú y yo, me dice bajito. Me siento una princesa, mejor un Tomatito, la rana que no deja de croar a nuestro paso. Llegamos al cruce del otro río, el de ellos. Nos detenemos antes de subir la cuesta. Mi padre señala a los pinos.
―El año que viene ―me dice con indudable amor, ―ya habrás crecido lo suficiente y podrás venir con nosotros.
La felicidad, vuelvo a comprobarlo, siempre, siempre duele.
6
Autor: Jesús Mª Martínez-del Rey
Título: Souvlaki
Rompió conmigo la noche de San Juan, el día de su cumpleaños.
«Se acabó», me dijo con la misma calma que, a nuestro lado, tenía el mar Egeo. No pude probar bocado del souvlaki que el camarero acaba de ponerme delante. Se acercó el propietario de la taberna. El hombre no entendía qué pasaba y yo no lo entendía a él. Ni a ella: la ruptura me había pillado por sorpresa. El souvlaki volvió intacto a la cocina y nosotros al hotel. Dormí en una hamaca, en la terraza. Y las tres noches siguientes; los amaneceres eran lentos, naranjas, volátiles como ella. El viaje de regreso a Atenas se lo pasó tumbada —leyendo— en la cubierta del barco, escondida detrás de un sombrero blanco: una fría escultura yacente al sol mediterráneo. En el avión a Madrid no me dirigió la palabra, miraba por la ventanilla.
Fui a su casa dos días después a recoger mis cosas. Mientras buscaba las llaves, escuché una voz de hombre y unas carcajadas; luego, los suspiros rítmicos de ella. Tiré sobre el felpudo la guía turística de las islas Espóradas: el viaje que le había regalado por su cumpleaños.
No he vuelto a verla.
Cuando alguna chica me dice ahora lo romántico que sería hacer un crucero por las islas griegas o que Venecia está preciosa en primavera, me asalta el olor maravilloso del souvlaki que no me comí. Dejo entonces de contestar sus mensajes y sus llamadas, y desaparezco.
7
Autor: Jorge Fernández Bermejo
Título: Caridad
Todo comenzó como un juego. El abuelo se había quedado sopa, y Guille y Juanín le cubrieron sigilosamente de arena con sus cubos de playa hasta que quedó atrapado. Luego desaparecieron entre risas. Cuando despertó, Eulogio pidió auxilio. Los paseantes le contemplaban con una mezcla de estupor y de piedad.
—Fíjate lo que le ha pasado a ese hombre, qué desgracia.
—Desde luego, y tan mayor.
Había de todo, desde los críos que se mofaban tirándole arena a la cara, hasta los que intentaban consolarle ofreciéndole un trago de sus refrescos. Incluso hubo alguien que le echó alguna moneda. Eulogio se tranquilizó y racionalizó su situación, sabía que tarde o temprano saldría de allí. A mediodía, dos guapas trabajadoras de la Cruz Roja le trajeron el almuerzo. Se relamió, pues estaba hambriento y muerto de sed. Esa misma tarde, contempló la puesta de sol, y se dio cuenta de que esta tesitura no estaba tan mal, algo que confirmó al anochecer, cuando las estrellas dibujaron un increíble lienzo en el cielo.
No todo eran ventajas. Por las tardes los pellizcos de los cangrejos eran torturantes. Y cuando llegaba la noche eran las gaviotas las que le mortificaban, aunque no se sabe si por piedad o por pena, se apartaban y le dejaban dormir. Sobrevivió gracias a la gente, a su caridad y a su cháchara. No había jornada que no le trajeran ungüentos y cremas,tiritas, agua oxigenada y mercromina para curar sus heridas. Incluso Luis, un jubilado de Valencia, colocó a su espalda una hermosa sombrilla para librarle del sol. Cada dos días, Marta, una de las trabajadoras de la Cruz Roja se ocupaba de su afeitado matinal. Era morena y muy cariñosa, como Pilar, su difunta esposa, cuando tenía su edad. Siempre se despedía con un beso en la mejilla.
Con el tiempo, todos se acostumbraron a su presencia, le daban los buenos días, le ofrecían sus bocadillos y charlaban amistosamente con él. Algunos le pedían opinión para sus negocios, sus amoríos, y sus proyectos personales. Hasta el punto de que Eulogio acabó convirtiéndose en una especie de oráculo, en un sabio sumergido en la arena. Canjeaba consejos nacidos de su basta experiencia a cambio de frutas, zumos, cervezas, espetos de sardinas o un masaje en la cabeza. Llegó a granjearse tal popularidad, que el alcalde, un tipo orondo con un bigote imponente, le nombró hijo predilecto de la ciudad. Ese día comió caviar y bebió champán. Aprovechó para contarle al alcalde que todos se portaban muy bien con él pero que lo único que quería era salir de allí. Éste le respondió con las evasivas típicas de los políticos. Le dijo que le entendía, que todo eso era una mala pasada, pero que le ayudaría en lo que pudiera. Eulogio no tuvo más remedio que mirarle con resignación, y seguir esperando.
El día que lo pasó peor fue cuando sus familiares, entre lágrimas, fueron a despedirle a la playa hasta el próximo verano. Entonces, el anciano asumió que ese era su destino, vivir al lado del mar, rodeado de arena, y con la banda sonora de las olas de fondo. Rodeado también de la hospitalidad y la indiferencia de sus semejantes. En ese instante, una sensación extraña cruzó su corazón. No pudo evitar sentirse muy solo en aquella playa.
8
Autor: Laura Urcelay
Título: La caja en el salón
Zasaya es una aldea hundida entre montañas en el centro de Cantabria. El verdor de sus montes está salpicado de vacas, ovejas y viñedos. El paisaje, inmutable por siglos, se transformó con la llegada de la autovía de la meseta y el puente de los suicidas. El puente de los suicidas no es más que un tramo de autovía que corta dos montañas y queda sobre el río, a una altura suficiente para matarte sin remedio. Desde que está ahí, lo menos cinco personas lo han probado. Uno de ellos mi padre. Encuentran los cuerpos partidos muy cerca del asilo.
Viví en Zasaya hasta que marché a Barcelona. Primero porque fui a estudiar periodismo. Después, cuando terminé la carrera con matrícula, regresé. Fui un tiempo la profe particular, hasta que volví a las prisas de la gran ciudad porque quería trabajar de lo mío y en mi tierra no encontré oportunidades.
Cada verano regresaba y todo seguía en su lugar: mi abuela entre el bullir de las ollas; mi amiga Beatriz cuidando su ganado; mi hermano feliz con su mujer y su hija; mis tíos y primos dispuestos a preparar comilonas que se alargaban hasta las ocho de la tarde; Natalia y Clara con una bolsita de marihuana que acompañaban con gin-tonics los viernes. Quizá por eso pensé que el tiempo allí se habría detenido en mis dos años de ausencia. Aunque sabía todo lo que había ocurrido mientras yo en Barcelona sacaba adelante la cooperativa.
En Zasaya ya nada era igual. Lo admití en el momento en que tomé la última curva y no encontré a nadie junto a la fuente que da la bienvenida. Paré a refrescarme. Durante las diez horas de carretera me había atormentado cómo me saludaría mi madre: «estás muy delgada; por qué no te tiñes; sigues sin novio; me quedo sin nietos; hueles a ciudad». Me eché agua en la cara, el cuello y los sobacos. Estaba fría. Sabía a vacaciones.
A mi madre la encontré en el gallinero. Me sorprendió la cantidad de arrugas que tenía, pero no dije nada. Ella tampoco hizo ningún comentario sobre mi aspecto, como si no me viera. Al abrazarla, sus clavículas me presionaron los pechos.
—Te he preparado un cuarto en casa de güelita. Ya sabes que en el tuyo está la cría.
—Me da cosa entrar sin que esté ella. Es como si violara su intimidad.
—No digas tonterías, la pobre ya no se entera de nada.
Mi abuela llevaba tiempo en el asilo del río. La demencia había invadido su mente de un día para otro, como el pulgón había ennegrecido las hojas del limonero el último verano que la vi. Sentí las manos húmedas al pensar en su casa vacía. Hubiera preferido mi pequeña habitación de siempre. Pero mi sobrina la había ocupado y no tenía intención de volver con sus padres, demasiado nublados de alcohol y peleas. Hallé a la cría alta, con las tetas más abultadas que las mías y el móvil pegado a los ojos. Lo dejó un momento para darme un beso y volvió a alguna conversación.
—Estamos pensando en llevarla al psicólogo —dijo mi madre más tarde—. Nos trata mal. Sobre todo, a mí.
—Tendrían que ir los padres antes —contesté—. No tienes por qué aguantar esto, mamá, no es tu responsabilidad.
—Es mi única nieta, Carmen. Claro que es mi responsabilidad.
No quería discutir nada más llegar. Por eso me tragué la rabia que me daba verla consumida. Ya había sufrido bastante; con su padre, con el mío y, ahora, con su hijo.
Llevaba en Zasaya un par de horas y ya me estaba arrepintiendo de no haberme ido a Menorca con mi compañera de piso. Me esperaba un mes amargo. No podría bañarme en el río con Beatriz como habíamos hecho desde niñas. Porque Beatriz ya no estaba. Ella, que siempre dijo que no dejaría Zasaya, que viviría con sus padres y heredaría la casa y moriría en ella, había conocido a un asturiano que amaba las vacas con la misma intensidad y se había marchado con él. Tampoco tomaría gin-tonics ni fumaría hierba los viernes por la noche, las chicas me habían traicionado, una detrás de otra: Natalia tenía un bebé y Clara estaba embarazada. Ni tan siquiera habría comilonas familiares, con mi tía enferma, los primos cuidándola, mi abuela en el asilo del río y mi hermano borracho.
Entré en la casa de mi abuela como quien entra en una iglesia vacía, llena de rumores. Entonces encontré la caja en el salón. Abrirla fue como volver a estar con ella aquellas tardes en que habíamos repasado sus recuerdos. Entre las fotos antiguas estaba el cuadernito en el que escribimos parte de su historia para mi trabajo de fin de grado. Releí el inicio: «Aquí me conocen como Encarnación la Extremeña porque vine con mi hija desde Badajoz. Huíamos de la miseria y de mi marido. Encontramos este pueblo, esta casa prácticamente regalada. Tiempo después, me enteré de por qué estaba tan barata…».
Supe que había llegado el momento de cumplir un sueño: escribir una novela con su historia. Despejé la mesa, llena de figuritas de cerámica, y coloqué mi ordenador. Establecí un hábito que cumplí con disciplina. Me levantaba a las seis, preparaba una cafetera y escribía hasta la hora de comer con mi madre y mi sobrina. Luego, visitaba a mi abuela, por acompañarla en sus paseos y por ver si recordaba algo más que me ayudara. Pero en aquel entonces ya solo hablaba de un monje muerto con el que decían las cuidadoras que soñaba. Por eso recurrí a los vecinos, que llenaron con sus testimonios los huecos que me faltaban.
Volví a Barcelona con el primer borrador del manuscrito que leeréis a continuación. Volví convencida de que, aquel verano que había imaginado melancólico, había sido el verano de mi vida. Porque recuperar la memoria de mi abuela significaba recuperar la mía.
9
Autor: Pepi Ramón
Título: Verano del 63
10
Autor: Margarita de Brezo
Título: Aves de corral
Harta. Estaba harta de que me estrujasen como a una uva pasa, de sus exigencias sin descanso, de correr a todas horas. Estaba a un tris de llegar a ese punto en que uno empieza a quebrarse, ¿sabes cómo te digo? Primero es una esquirla apenas perceptible en el hombro. Luego llega la enésima decepción y la esquirla se abre, florece, y una fina y delicada grieta se va expandiendo por el omóplato, atraviesa la columna vertebral, llega hasta el brazo y entonces, al mínimo contratiempo, la grieta que era solo un corte profundo y doloroso pero apenas visible se desborda, crece, se estira, te envuelve y te atrapa como la seda de un gusano y, ¡zas!, sin darte cuenta te has convertido en un capullo. Un capullo sin mariposa.
Nadie a mi alrededor parecía darse cuenta. O eso creía yo. Pero no, había un hombre que sí. Me topé con él una tarde en el supermercado. Yo iba con prisa, acababan de avisar por megafonía de que iban a cerrar y tenía que coger todavía el caldo de pollo y las naranjas de zumo. Corrí por el pasillo hacia la caja y él aceleró el paso justo en el último momento para ponerse delante de mí en la cola. Tenía un aspecto vulgar, de esos en los que nunca te fijarías de no haber sido por sus ojos. Los tenía tan separados que podría confundirse con algún tipo de ave de corral. Pagó en efectivo y me dedicó una mueca que bien podía ser una sonrisa antes de desaparecer en la canícula de la noche.
Desde ese día me lo encontraba en cualquier sitio: al otro lado de la ventana, apoyado en la única farola de mi calle. La farola llevaba más de seis meses estropeada y lucía intermitente como un faro en tierra de nadie; era como un recordatorio constante del ying y el yang. El hombre se quedaba allí el tiempo que tardaba en fumarse un cigarrillo, parecía un actor de la película «ahora me ves, ahora no me ves», y aprovechaba el momento de oscuridad para desvanecerse. Como todos, lo más fácil.
Lo veía también en la parada del autobús. Me cedía el paso cuando llegaba la última provocando así la ira de los demás, que protestaban y me lanzaban reproches e insultos, si pasaba porque «menuda cara», y si me negaba a pasar porque «a ver si sube de una vez y así este tío se quita de en medio». La cosa era protestar.
Se camuflaba sin disimulo detrás de un periódico en el bar donde tomo café cuando hago una pausa rápida en el trabajo. El periódico siempre era el mismo, uno que traía en primera página la foto de una granja de pavos y como titular, la gripe aviar. Nunca le vi pasar de hoja.
En la puerta del colegio de mis hijos se quedaba esperando con las manos en los bolsillos hasta que salían todos los niños y luego se iba silbando, como si se alegrara de no tener que llevarse ninguno a casa.
Un día, en el centro comercial, se acercó tanto que golpeó ligeramente en el brazo a mi marido. Le pidió disculpas rápidamente, pero mi marido no da nada a nadie, y menos aún si no lo conoce. A punto estuvo de partirle la cara, menos mal que mi hijo pequeño se puso a llorar porque quería un helado de caramelo con cobertura de fresas y distrajo su atención un instante, lo justo para que el hombre se diluyese entre la multitud que, como nosotros, se refugiaba del calor sofocante de la calle en esos pasillos llenos de escaparates y aire acondicionado.
Ese curso mi hija suspendió cuatro. «La adolescencia y la educación física son incompatibles», le replicaba ella a su padre cuando le echaba la bronca; «estoy creciendo, no me pidas que sea flexible», «hacer el pino es una ordinariez», gritaba ella cada vez más alto. Lo último que le oí decir fue algo sobre el pelo, el sudor y el maquillaje. Del inglés, la lengua y las matemáticas no dijo nada y él tampoco preguntó. Tras la bronca, mi marido decidió castigarla sin vacaciones. Se irían ellos, mi hijo y él y mis suegros, a esquiar a la Pampa argentina para cambiar de aires y de huso horario. Abrí la boca para decirle que en la Pampa no hay nieve. También que yo había aprobado todas mis tareas con nota y que se quedase él a cargo de la niña, que para eso la había castigado. Pero tal como la abrí, la cerré sin decir nada.
Les preparé las maletas y comida para el viaje, les reservé los billetes y los llevé al aeropuerto.
Me quedé mirando mientras despegaba el avión y noté cómo la esquirla florecía de nuevo y la grieta se extendía por todo mi cuerpo.
Volví al coche. El sol caía a plomo, el volante abrasaba, apenas podía respirar en ese habitáculo de metal con ruedas que me dejó tirada en mitad de la autovía. La grúa tardó una hora en llegar. Cuando entré en casa me eché a llorar sin consuelo. «Tiro la toalla», dije sin mover los labios, y me tumbé sobre la cama. La habitación se iluminó durante siete segundos, luego se apagó. Acababan de encender la farola. Con el tercer destello, sonó el timbre. Era el hombre de los ojos separados. Llevaba algo en la mano que no pude distinguir hasta que le dio la luz: ¡mi toalla! Corrimos hasta llegar a la playa. La extendió con mimo sobre la arena y nos dimos un baño de estrellas. Luego cabalgamos sobre un caballito de mar hasta alcanzar la línea del horizonte.
Cuando aterrizaron mi marido y mi hijo con mis suegros, tuvieron que coger un taxi para volver a casa. Me pillaron en el baño echándome after sun.
Dejé de ser una gallina ese verano. Y mi hija aprobó todo, sí, la educación física también.
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