¿Necesitas refrescar tu existencia durante unos días? U-feeling es la experiencia absoluta. Olvídate de tu viejo yo y disfruta de las sensaciones inolvidables de tener un cuerpo virgen. ¡Tú eliges quién quieres ser!”.
Así reza la publicidad de esta nueva empresa internacional que ha aterrizado en la capital para comercializar —nadie para el progreso— el intercambio de cuerpos. Se acabó la guerra de sexos, la guerra de clases, adiós a la xenofobia. U-feeling te abre la mente convencida de que con su tecnología puede propiciar la aproximación de enemigos irreconciliables y acercarnos a la paz universal, esa vieja utopía kantiana que parece por fin al alcance de la mano. Empatía, ese es el producto que comercializa.
La experiencia U-feeling estará disponible en diciembre de 2021, pero ya puedes conocer su decálogo, las diez normas fundamentales de You-Feeling.
En los anteriores episodios, Momar Mbayé ha contado cómo y por qué aceptó participar en una experiencia You-feeling ilegal y cómo decidió, en el último momento, no seguir adelante.
Y a continuación reproducimos el quinto capítulo: Errando por la ciudad.
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Transcripción de la declaración de
Momar Mbayé ante la agente del departamento de
Delitos Tecnológicos Angie Peña González
(número profesional Y-212336) y en
presencia de la inspectora de Policía
Estatal Julia Gordon (número profesional
X-2347544). –continuación.
comisaría Centro, jueves 20 de junio, 22.47
—No hay nada más deprimente que una gran ciudad cuando no se tiene adonde ir. En el Metro, tuve que saltar por encima de la barrera porque me di cuenta de que no tenía ni un euro encima. Estaba sin blanca. Me instalé en un vagón, sentado, con la cabeza gacha. Tenía el arma guardada en el interior del pantalón. Como me daba miedo que se me notase, procuré hacer más ancha la camiseta, pero esta era muy ceñida. Cada vez que una persona posaba la vista en mí más de lo que me parecía que debía, la miraba de vuelta con una expresión desafiante.
”La mayoría eran estudiantes o trabajadores de cuello blanco: los que se despiertan tarde y entran en la oficina a las ocho o las nueve, mientras que los currelas entramos al tajo a las seis o a las siete como muy tarde y vemos amanecer y nos comemos los atascos en transporte público. Yo los miraba con gesto crispado debajo de mi beisbolera. Me daba cuenta de que tenía un problema. No podía volver a casa porque Tsitsi me iba a recibir a escobazos, y necesitaba dinero como fuera. Mucho dinero.
”Al cabo, me bajé en príncipe Pío. Vagabundeé por los pasadizos comerciales donde había diferentes tiendas de ropa, una zapatería, una cafetería. Se me pasó por la cabeza atracar una de las tiendas pero me dio miedo la gente. Entre la multitud apresurada había algún que otro guardia de seguridad. Y yo no era un criminal aguerrido. No tengo cultura de violencia. De hecho, nunca hasta hoy había amenazado a nadie con un arma.
—Todo necesita un aprendizaje. ¿Qué hiciste entonces?
—Como me entró la claustrofobia, decidí subir al centro comercial de la propia estación. Estuve un buen rato paseando entre tiendas. Me gustaban los maniquís de los escaparates, las chicas proyectadas en pantalla, igual porque ese mundo aséptico es la cosa más alejada que pueda haber del mío. En mi barrio todo tiene mucha personalidad, mucho olor. En general los guisos pakistanís se entremezclan con el sudor proletario y el vaho del asfalto recalentado.
”Pero las chicas de la moda es como si vivieran en el éter, como si caminasen sin gravedad. Pronto noté que los guardias de seguridad de una o dos tiendas me miraban. Se daban cuenta de que un currante negro como yo no pintaba nada en un lugar como ese. O a lo mejor se percataban del bulto que se me notaba bajo la camiseta, quién sabe. El caso es que cuando vi al segundo segurata de la tienda lanzarme una mirada y murmurar algo por el pinganillo, me entró la paranoia y preferí salir a la superficie.
—¿A la cuesta de San Vicente?
—No. Salí por la puerta que da al paseo de la Florida. Allí respiré un buen momento. Hacia el sur estaba la Casa de Campo, al otro lado del río. En la rotonda más cercana, un guardia municipal controlaba los patinetes eléctricos que bajaban o subían silenciosamente hasta la puerta de San Vicente. Al otro lado del paseo de la Florida, quedaba el Manzanares. Yo no lo había visto en años y decidí asomarme. Mi padre nos llevaba alguna vez, de niños, a alimentar a los patos. Pero desde que se ha quedado seco aquel tramo, como sabéis, patos no hay, y al igual que el resto del cauce del río, las antiguas orillas han sido asfaltadas o recuperadas como parques y millares de cotorras mutantes alborotan las ramas de las acacias.
”A esas horas, varias parejas de turistas paseaban a uno y otro lado del parque y una mujer mayor le echaba migajas a las palomas. Una ancianita encorvada, una abuela. Cuando se cansó, tiró la bolsa de plástico a una papelera y regresó en dirección al paseo de Virgen del Puerto. No tendría menos de ochenta años. La falda era del siglo pasado y agarraba su bolso como si en ello le fuera la vida. Andaba con cuidado y daba la impresión como si a cada paso pudiese caerse.
—Se llama Silvina Romero. Tiene, efectivamente, ochenta y cinco años. Es de origen argentino. Ella también ha declarado en tu contra este mediodía. Te reconoció en la rueda de reconocimiento con total seguridad. Dice que se dio cuenta de que la seguías cuando llegó a la rotonda. Afirma que volvía a su domicilio, y que cuando te decidiste a acercarte en la rotonda pensó que era para ayudarla a pasar el ceda el paso.
—Sería así.
—¿Por qué no le arrancaste el bolso de primeras?
—Por las dudas. No es fácil ser un criminal. Estábamos a plena luz del día. Pasaban muchos patinetes por la rotonda. Supongo que esperaba que apareciese la policía en cualquier momento. O alguien de You-feeling. Me costó decidirme. Y cuando por fin lo hice, ella volvió la cabeza y fue horroroso ver cómo, con una sonrisa angelical, se me colgaba del brazo y decía: «¿Me ayuda a cruzar? Muchas gracias».
—Al poco pasaste por delante de la oficina del señor Gallardo, en la otra orilla del paseo de la Virgen del Puerto. El chófer te vio pasar. Él ha declarado que estaba fumando fuera, en la calle. Dice que cuando oyó el alboroto se volvió y tú ya pugnabas en medio de la acera por arrancarle el bolso a la anciana, que se te resistía. Ella gritaba, leo textualmente: «¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!».
—Si el chófer lo dice…
—¿Fue así o no lo fue? Porque eso tampoco lo mencionas en tu primera declaración.
—Me costó quitarle el bolso, como acabo de explicar. Nunca he pegado un tirón. Pensé que era fácil y me equivoqué porque la mujer se resistía con una fuerza endiablada. Se lo arrebaté y salí huyendo.
—En ese momento salió gente del bar al pie de la oficina de Gallardo. Dicen los testigos que le sacaste la pistola a dos clientes que intentaban interponerse en tu camino. ¿Fue así?
—No esperaba que tanta gente se arremolinase a mi alrededor, y menos que intentasen detenerme.
—El dueño del bar fue el primero en asomarse. Al ver que blandías un arma de fuego dio un paso atrás alzando las manos. Luego el chófer de Gallardo declaró que, antes de que se diera cuenta, ya habías abierto la puerta trasera del vehículo y estabas dentro.
—Me asustó el gentío. No me podía volver a meter en el centro comercial ni en el Metro. Viendo un coche que esperaba, me pareció lógico aprovechar la oportunidad. Fue una suerte providencial. El azar hace bien las cosas.
—Por lo que ha declarado Emilio Gallardo, él seguía dentro de su oficina. Le pidió a su chófer que le esperase en la calle, abajo, porque en algún momento de la mañana quería hacer un recado en el centro. Una compra para su mujer, en vísperas de su aniversario de bodas, que es mañana.
—Yo solo vi que aparcado junto a la acera había un Yáguar con las puertas tintadas. El chófer fumaba delante con su gorrita y su uniforme. Tenía pinta de pánfilo y yo le encañoné. A mí cada vez me rodeaba más gente. Viendo que uno de los guardias que controlaba el tráfico de patinetes volvía la cabeza me dio miedo y le grité al chófer que se metiese dentro o le pegaba un tiro. El chófer hizo gesto de que no podía, pero le encañoné, y ya sí que soltó el pitillo y lo pisoteó. Y cuando estuvo sentado al volante le apoyé el cañón de la pistola en la nuca.
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