Todos tenemos nuestros mitos personales, figuras descubiertas muchas veces durante la adolescencia que han contribuido a forjar nuestra personalidad definitiva. El mío fue una efímera actriz de los 70 descubierta en una película erótica que me dispuse a ver una noche de verano a los quince años con unos amigos. Como aquella estrambótica historia de romanos repleta de secundarios freaks y con algunas escenas porno de lo más bizarras no era lo que mis acompañantes esperaban, fue repudiada de inmediato y me quedé con el bochorno de haber fracasado en mi aportación a aquella fiesta de machos. Luego vi por mi cuenta la película, Calígula, y no me dejó indiferente. Por un lado, la banda sonora, compuesta por Romeo y Julieta de Prokófiev y Espartaco de Jachaturián, me fascinó hasta el punto de que me imbuí de ese tipo de música de forma compulsiva y me convertí en un melómano hasta el día de hoy, en que trabajo en Radio Clásica y presento en televisión el Concierto de Año Nuevo de Viena. Sin embargo, ese principio de exhaustividad no me funcionó con el otro aspecto que me atrajo de la película: la enigmática actriz, casi una niña, llamada Teresa Ann Savoy, de la que ignoraba completamente todo. Pero había en ella un innegable carisma que me empujó a querer saber más. Era a principios de los noventa, en los años pre-internet, y esa búsqueda por bibliotecas y librerías se convirtió en un viaje hacia lo desconocido en el que cada mínimo hallazgo constituía algo apasionante por muy irrelevante que fuera, y en un triunfo si se trataba de otras películas suyas como Salon Kitty o Vicios privados, públicas virtudes. Con los años averiguaría que personas de todos los rincones del planeta y de distintas generaciones, no necesariamente interesadas en este tipo de cine, compartían idéntica inquietud.
No voy a explicar aquí cómo fue ese proceso de búsqueda, que he descrito profusamente en la última parte de la novela Lo que nunca sabré de Teresa y que me llevó a conocer personas y circunstancias que jamás me hubiera imaginado. Sólo diré que me sumí de lleno en una época apasionante y olvidada: los años hippies en Italia, representados por la comuna de Terrasini, en Sicilia, de la que Teresa se convertiría en la más ilustre representante. Un tiempo en el que los defensores del amor y la paz vivían puerta con puerta con la Cosa Nostra y los directores de cine más prestigiosos creían que el erotismo sería el género del futuro y paradigma de esa libertad por la que clamaban las nuevas generaciones. Por estas páginas desfilan personajes como Malcolm Mc Dowell, Maria Schneider, Helen Mirren, Peter O’Toole, Tinto Brass, Helmut Berger, David Hamilton, Kabir Bedi, Michelangelo Antonioni o el controvertido Osho. Todos ellos formaron parte de la breve pero meteórica trayectoria de Teresa, convertida a su pesar en un sex symbol con apenas veinte años de edad y luego desaparecida e inmolada sin compasión por el mismo sistema que la había erigido en mito.
Por desgracia no pude, o más bien no me atreví a conocer a Teresa, a pesar de haberla localizado al fin. En su lugar, y tras tener la noticia de su muerte, comprendí mi papel en toda esta historia y el objeto de mi obsesión de más de un cuarto de siglo. Y es que cuando fue dada a conocer a los dieciocho años, escapada de su hogar en Londres para vivir en una comuna, la prensa afirmó que su historia era digna de una novela. Esta ha querido ser esa novela.
——————————
Autor: Martín Llade. Título: Lo que nunca sabré de Teresa. Editorial: Editorial Berenice. Venta: Todostuslibros y Amazon
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: