Reproducimos a continuación el capítulo número 37 de la última novela de Inma Chacón, Tierra sin hombres.
37
Dos meses después de las fiestas de la Patrona Elisa hubo de guardar cama de nuevo. No acababa de encontrarse bien, y la partera le había aconsejado reposo si quería evitar que el embarazo se malograse como los dos anteriores.
Por las mañanas, antes de marcharse a Ferrol con sus lecheras sobre la cabeza, su madre le llevaba leche de sus vacas y se la dejaba hervida varias veces. Y por la tarde, tras cerrar la quincallería, el tío Manuel le llevaba unos huevos y una olla de berzas con unto que apartaba del caldero que había preparado Rosalía para su casa.
Faltaban unos meses para que La Quincalla de Cobas se transformase en El Buen Gusto. La clientela se había reducido a una tercera parte de la de los tiempos de la mina, y lo poco que ganaban apenas llegaba para pagar los pedidos. Así es que la familia se alimentaba prácticamente de lo que producía su huerta, de las gallinas del corral y de la leche que continuaba acarreando Rosalía.
Sabela había retomado sus rutinas. Ya no hacía falta que ayudase a su tío en la trastienda, él se bastaba para lo poco que había que hacer, así es que la joven volvió a sus golfos, a su huerta y a sus animales.
Llevaba cuatro meses sin ver a su hermana. Desde que supo que estaba de nuevo encinta no había aparecido por la casa de las cocheras. No quería tentar a la suerte, y mucho menos que la suerte la buscara a ella como en el anterior embarazo.
Tampoco había vuelto a ver a Eloy desde el baile. Ni en la iglesia, ni en la lonja, ni en la pescadería. En el pueblo decían que había alquilado una habitación en su propio hostal y que se quedaría allí hasta que se mudase a casa de su novia, cuando contrajesen matrimonio, aunque aún no habían fijado la fecha.
Por otro lado, Martín continuaba entrando y saliendo sin horarios y provocando habladurías de faldas, sin ingresos regulares con los que poder asegurar el pan de su mesa y sin hablar jamás de la procedencia de la comida que Elisa y él se llevaban a la boca.
No se lo había dicho a Elisa, pero se estaba carteando con sus hermanos desde hacía un par de meses. En Europa se había declarado una guerra en la que España no había tomado parte hasta el momento, pero la postura oficial sobre la neutralidad en la contienda estaba siendo muy contestada por algunos sectores.
A medida que se recrudecía el conflicto, las simpatías de los españoles por unos y por otros acabaron dividiendo el país en dos corrientes antagónicas, los germanófilos y los anglófilos: unos a favor de los alemanes, como representantes del orden y la autoridad, y los otros a favor de los aliados, que representaban la libertad y la razón frente a las imposiciones.
A las tabernas de Cobas llegaban los ecos de los debates que se mantenían en todas las tertulias políticas del país, donde se barajaban el sí y el no a la intervención dependiendo del curso que iba tomando la guerra.
Los hermanos de Martín le habían escrito nada más enterarse de la inseguridad que reinaba en el Viejo Continente, y le habían pedido que se reuniese con ellos. Por primera vez desde hacía años él les había contestado que intentaría ahorrar para comprar dos pasajes, uno para él y otro para su mujer.
En respuesta a su última carta, además de manifestarle la alegría de saberle casado, Román y Abel le anunciaban un giro postal que cubriría los billetes y los preparativos del viaje.
—Yo no puedo —le dijo Elisa cuando el minero le habló de las cartas.
—Aquí no hay trabajo. América es la tierra de las oportunidades. Mis hermanos nos ayudarán a instalarnos.
—Sería una locura. —La locura sería quedarnos. ¿Y si entramos en guerra?
—¿Es que los hombres no saben hablar de otra cosa? La guerra está muy lejos de aquí. —De momento.
—Pues, de momento, nosotros nos quedamos.
Martín se llevó la mano al flequillo, en un acto reflejo que no le hacía falta, pues el mechón que solía caérsele sobre la frente no se había movido de su sitio.
—¿Nosotros? —preguntó alzando la voz—. ¿Desde cuándo decides tú lo que hacemos nosotros?
Elisa también levantó el tono. Se había incorporado en la cama y se había echado una toquilla sobre los hombros.
—No puede obligarme a viajar en mi estado.
—¡Naturalmente que puedo obligarte! ¡Eres mi mujer! ¿Es que no conoces las leyes?
—Yo sólo conozco una ley —dijo tocándose el vientre con las dos manos—, la de las mujeres que han de velar por lo suyo.
—¿Y yo? ¿No cuento?
—Usted debería velar por nosotros —y comenzó a gritar sin dejar de tocarse el vientre—, aunque se le olvida con demasiada facilidad. ¿Cuánto hace que no gana decentemente unos reales?
Las últimas palabras de Elisa actuaron como una maza contra el orgullo del minero; ella se arrepintió nada más pronunciarlas, pero Martín ya se había sentado al borde de la cama y se había tapado la cara con las manos. Hacía tiempo que no le aceptaban en las timbas, y ya no podía soportar que los mantuviera la familia de su mujer. Tenía veintinueve años, no podía llegar a los treinta sin haber solucionado el futuro de los suyos.
Elisa le acarició la cabeza, le atrajo hacia sí y le abrazó como a un niño que necesita el consuelo de su madre antes de romper a llorar.
—Lo siento, no quise decir eso. —Y abrió el embozo de las sábanas para que se tendiese junto a ella—. Estoy nerviosa por el neno, no me haga caso.
—Necesito irme. He de probar suerte, Elisa. Mis hermanos…
—¡Si supiera las veces que dijo eso mi padre!
—No es lo mismo. Yo allí tengo donde agarrarme. No empezaré de la nada.
La conversación se alargó hasta que el sueño los venció, pero se repitió al día siguiente y volvió a repetirse hasta que Elisa comprendió que no había nada que hacer, Martín estaba decidido a marcharse.
—Sólo le pido una cosa —le dijo una noche mientras le cogía la mano para ponérsela sobre la tripa—, que vuelva para cuando nazca la criatura.
—Claro que sí, tesoro. Quiero ser el primero que vea la carita del rapaz.
Elisa se acurrucó bajo su hombro y pensó en su madre y en su abuela. Nada había cambiado desde que vieron cómo se marchaban sus hombres por primera vez. Viudas de vivos que nunca sabían cuándo terminaría su duelo.
Ahora le tocaban a ella las noches en vela, los días interminables, la mirada perdida en el mar, esa presencia constante que la separaría de Martín, quién sabía hasta cuándo y cuántas veces, la cama fría, la incertidumbre, el correr del tiempo, que ya no contaría en semanas, ni en meses ni en años, sino en las idas y venidas del marido. La historia repetida.
—Será nena —le dijo conteniendo las lágrimas—, y se llamará Jovita, como mi abuela.
—¿Por qué nena?
—Porque hacen falta mujeres para esta tierra sin hombres.
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Sinopsis de Tierra sin hombres de Inma Chacón
Las hermanas Elisa y Sabela crecen en una pequeña aldea cercana a Ferrol, donde su madre, Rosalía, una leiteira pobre, las cría sin la ayuda de su marido. Mateo, que emigró a América para iniciar un negocio que nunca concluyó, solo le dejó a su hermano Manuel, sordo de nacimiento, que con su bondad temerosa y sencilla la ayuda a sacar a sus hijas adelante.
Cuando Rosalía comienza a planear la boda de su hija Elisa con Eloy, el único bachiller del pueblo, no cuenta con que Sabela se ha enamorado de él y que el guapo minero Martín tiene otros planes para Elisa.
Tierra sin hombres es una novela de personajes y de intrigas familiares que se enmarca en la Galicia de finales del siglo XIX y principios del XX, en una aldea cargada de supersticiones y de habladurías, lluviosa, pobre; una tierra de viudas de vivos, donde las mujeres ven como sus hombres han de emigrar en busca de una vida mejor, un sueño que a veces se cumple y otras se vuelve contra todos.
Autor: Inma Chacón. Título: Tierra sin hombres. Editorial: Planeta. Edición: Papel y kindle
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