Tendemos a considerar a los planetas como cuerpos astronómicos inanimados, bolas masivas que orbitan alrededor de una estrella obedeciendo a los dictados de la fuerza de la gravedad. Pero semejante imagen dista mucho de la realidad, como demuestra la historia de nuestro hogar, el planeta Tierra.
Una vez establecida hace unos 4.500 millones de años esa aglomeración planetaria, se iniciaron en ella complejos procesos físico-químicos. Los primeros tiempos de la historia de la Tierra debieron ser muy convulsos. Junto a una intensa actividad volcánica, es seguro que fueron frecuentes los impactos sobre su superficie de numerosos cuerpos —como meteoritos o cometas— que circulaban por entonces, más o menos caóticamente, por la zona que constituyó el Sistema Solar. Esta actividad fue disminuyendo en los entornos de los grandes planetas, una vez que éstos fueron “atrapando” un gran número de ellos.
Para darnos cuenta de lo que significó aquella época basta recordar que la hipótesis más extendida sobre el origen de la Luna es la de que es un “trozo” de la Tierra primigenia, desgajado cuando chocó contra ella un objeto de grandes dimensiones.
La temperatura terrestre durante aproximadamente los cien primeros millones de años de vida de la Tierra tuvo que ser bastante elevada, tanto como para que no pudiese formarse entonces agua, un componente esencial para el tipo de vida que conocemos. Sólo existía en forma de vapor a una temperatura muy alta, parte del cual se condensó posteriormente, convirtiéndose en agua propiamente dicha, cuando la temperatura disminuyó lo suficiente, alcanzando (dependiendo de la presión) los 100° centígrados, momento en el que se formarían los primeros océanos. Otra parte de agua pudo llegar de algunos de los objetos que impactaban contra la superficie de la Tierra, que también aportaron elementos que enriquecieron la composición de la superficie y de la atmósfera terrestre, entre ellos sustancias volátiles y orgánicas.
La primera atmósfera de la Tierra, que surgió como consecuencia de los procesos geodinámicos que tuvieron lugar en su interior y superficie, estuvo compuesta sobre todo por amoniaco (NH3), metano (CH4) e hidrógeno (H2). Posteriormente, hace aproximadamente entre 4.400 y 3.800 millones de años, la atmósfera terrestre pasó a estar dominada por la presencia del dióxido de carbono y monóxido de carbono, que de manera creciente se fueron concentrando en los alrededores de las zonas volcánicas e hidrotermales.
Aunque en la actualidad nos horroriza el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera debido a la acción humana, que produce el denominado “efecto invernadero”, en los primeros tiempos terrestres la abundancia de este gas fue una bendición. La razón es que la luminosidad del Sol era por entonces un 30 por 100 menor. Si la atmósfera de la Tierra hubiese tenido la composición actual, al recibir un 70 por 100 de la luminosidad solar toda la superficie terrestre habría estado helada.
Pero si la historia de la composición de la atmósfera y de las aguas terrestres es variada y cambiante, no lo es menos la de la superficie e interior terrestres. Pensemos, en primer lugar, en los materiales que la componen. Cuando se estudia la tabla periódica de los elementos se observa que en la Tierra no aparecen cantidades apreciables de elementos más allá del uranio, el número 92, pero no debió ser difícil encontrar en eras lejanas la presencia de, por ejemplo, plutonio (número 94), uno de cuyos isótopos, el plutonio-244, tiene una vida media de unos 80 millones de años (la del uranio-235 es de 700 millones de años, de ahí que haya sobrevivido bastante, existiendo minas de este elemento).
De hecho, el efecto de la desintegración de elementos radiactivos presentes en la Tierra contribuye a que ésta sostenga su temperatura interior, lo que a su vez permite, entre otros efectos, el mantenimiento del campo magnético terrestre, que nos protege de radiaciones muy peligrosas.
Un último elemento dinámico del interior terrestre que quiero mencionar es el de la tectónica de placas, la revolución científica olvidada de la segunda mitad del siglo XX, una revolución para la que fue imprescindible la exploración de los fondos oceánicos, tarea en la que participaron naciones al igual que empresas privadas, y que mostró la existencia de zonas extensas de la corteza terrestre, que incluyen parte de los océanos al igual que masas continentales, que se mueven por efecto de las fuerzas de los magmas viscosos (materiales fundidos) existentes en estratos profundos de la Tierra. Consecuencia de esta dinámica tectónica es que la geografía de la superficie continental de la Tierra haya ido cambiando con el tiempo; así, por ejemplo, fondos marinos de épocas remotas ahora aparecen formando cumbres de montañas.
La Tierra, un planeta cambiante, vivo.
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Artículo publicado en El Cultural.
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