Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
***
La primera de las cincuenta veces que se separaron lo hicieron para siempre.
Graciela no tardó en llamarlo, y todo volvió a empezar. A partir de ese momento, Fernández no supo dónde colocar el caso de su amigo. Lo buscó en las obras completas de Freud y creyó vislumbrarlo en las páginas alucinatorias de Kafka. Mucho después, recién cuando comprendió el carácter siempre insensato del amor, Fernández se dio cuenta de que Leo y Graciela sólo repetían la historia de cientos de miles, y que intentando burlar el destino con el cerebro, el destino los encadenaba con la piel. La piel es una lámina delicada y frágil, pero manda con porfía y autoridad sobre cualquier otro tirano. Leo y Graciela descubrieron esa tiranía en un viaje en micro desde General Roca hasta Buenos Aires.
Los dos eran rionegrinos, pero de ciudades distantes. Él tenía veintitrés años, quería ser veterinario y viajaba para instalarse en la Capital con sus tíos.
Ella tenía veintidós, era maestra jardinera y viajaba para encontrarse con su primer novio. No se conocían ni de vista, pero les tocaron asientos contiguos y rápidamente entraron en confianza y se la pasaron charlando varias horas. Cuando a las diez de la noche hicieron una parada para comer, bajaron juntos y eligieron una mesa apartada para seguir conversando sobre sus vidas y sus proyectos. Tomaron vino y se pusieron alegres, y a la medianoche se taparon juntos con una manta mientras se contaban confidencias, y en la madrugada ella le dio un beso en la boca y él la abrazó y hubo un silencioso revoltijo que duró cinco horas. Cuando Leo despertó estaban entrando en la ciudad, y tenía a Graciela dormida sobre su pecho.
Se recompusieron en el baño, intercambiaron teléfonos y cada uno bajó por su lado como si no se conocieran.
En la plataforma, el novio de Graciela la esperaba con un ramo de rosas. Ella lo abrazó dando grititos de alegría. Leo les pidió permiso para retirar su equipaje y se fue silbando bajito. Una semana después Graciela lo llamó por teléfono. Su novio trabajaba ese día y ella tenía una tarde entera para pasear:
¿No querés acompañarme? Leo la acompañó y terminaron en un albergue de la calle Tres Sargentos. Graciela no estaba feliz, pero no la carcomía la culpa sino la impresión de que su novio había dejado de ser quien era, que la química entre los dos había variado y que todo había sido una gran equivocación. A lo mejor te estás enamorando de mí, le dijo Leo con una sonrisa.
Graciela asintió sobre la almohada húmeda, y al día siguiente rompió con el novio y se internó con Leo en una habitación a pasar el resto de las vacaciones. Se despidieron con tristeza en Retiro y él prometió que viajaría en un mes y medio hasta el Alto Valle y que le escribiría cartas sinceras. Ella lloró todo el trayecto, y cuando llegó a General Roca le admitió a su madre que había roto con su anterior pareja y que había encontrado al verdadero amor de su vida. Se escribieron, se citaron en Neuquén, vivieron una luna de miel en el camping del ACA de San Martín de los Andes, y una noche, mirando el lago Lacar, Leo le confesó que la quería en serio, pero que no podía llevarla a Buenos Aires y que tampoco podía renunciar a su carrera. Pretendieron que la distancia no destruiría el vínculo, pero al mes Graciela se había dado cuenta de que su vida no tenía sentido lejos de Leonardo.
Se mudó con una prima lejana, que vivía frente a Plaza Falucho, consiguió un puesto de secretaria y el romance siguió con violentas vueltas de tuerca.
Al año, ella le pidió que viviesen juntos, y Leo le dijo que no estaba preparado. Tocada en su orgullo, Graciela lo dejó. Él anduvo un tiempo solo y desconcertado, y al final fue a buscarla al trabajo. Todo volvió a fojas cero. Pero la melosa insistencia de Graciela sofocaba siempre a Leo, y en un momento él hizo de tripas corazón y le planteó que tomaran distancia.
Veinte días más tarde, Leo desayunaba en un bar de Palermo y vio que ella lo esperaba en la vereda, llorando y sin paraguas, bajo una lluvia torrencial. Leo no pudo resistir ese cliché. Alquilaron un monoambiente y cohabitaron un año plagado de rayos y centellas.
Los dos fueron al psicólogo y empezaron el espinoso camino del autoconocimiento. Desde esa nueva conciencia se dieron cuenta de que no se convenían.
Asistidos por sus terapeutas llegaron a una separación civilizada y racional. La separación duró hasta el cumpleaños de un amigo: pasados de copas se fueron juntos de la reunión y reiniciaron sobre el césped, de madrugada y frente a las espesuras del Rosedal, lo que siempre dejaban inconcluso.
Ya tenían todas las palabras necesarias para entender que, en cierto modo, eran incompatibles, pero el instinto los doblegaba y pensaban que eso era un sino imposible de desoír. Se dedicaron, no obstante, a desoírlo sistemáticamente: Leo se puso de novio con una cirujana cardiovascular y Graciela, despechada y doliente, con un personal trainer. Pero de vez en cuando se encontraban fortuitamente, se cruzaban una mirada o un e-mail, y los edificios emocionales que cada uno intentaba construir aparte se derrumbaban en un segundo. Volvían, siempre estaban volviendo. Cargaban las orejas de sus amigos, a quienes lograban convencer de que ella era una “bruja conflictuada” y él un “insufrible caprichoso”, y después los obligaban, con sus bruscas reconciliaciones, a retroceder en chancletas y a quedar en situaciones incómodas.
Fernández reconocía que Leo era sublime en las despedidas y que quizás se había vuelto adicto a ellas. Despidiéndose hasta nunca jamás era un héroe caminando hacia la gloria. Y la verdad es que, en su fuero íntimo, también Graciela parecía regocijarse con aquel glamoroso rol de heroína romántica y abandonada. Así que los intentos por terminar aquella historia tuvieron ribetes tragicómicos. Hubo quema de libros y de camisas en ceremonias paganas, bofetadas histéricas que casi los llevan a la comisaría, recriminaciones a los gritos en un restaurante repleto, llantos y llantos, y largos meses de silencio, duelo y abstinencia.
La penúltima vez que se separaron fue en el aeroparque Jorge Newbery. Leo volaba a Mar del Plata, por negocios, y Graciela le aguantó un monólogo de cuarenta minutos en la confitería. Leo le explicaba, con lógica cartesiana, por qué debían tomar rumbos diferentes, por qué hasta entonces no lo habían logrado, por qué se estaban haciendo un daño estéril y por qué el destino les deparaba, por separado, buena ventura y reconocimiento. Él tomó la valija de mano, le dio un beso en la mejilla y cruzó las fronteras aeronáuticas sin mirar atrás. Llegó a Camet después de llorar cuarenta y cinco minutos seguidos, se lavó la cara en el baño y cambió su pasaje para regresar de inmediato. Cuando ya en Buenos Aires pasaba por el vestíbulo, arrastrando los bolsos y jadeando su miedo en busca de un radiotaxi, tuvo la fortuna de pasar por la confitería y descubrir que su ex novia seguía sentada en la misma silla, frente al mismo pocillo de café, con la misma mirada perdida. Se abrazaron cinematográficamente: tres turistas brasileños los aplaudían con fervor.
Había que rendirse a las evidencias. Así que una tarde de invierno de 1996, firmaron en el registro civil de la calle Mendoza, y hubo champagne y arroz y promesas de perdices y profecías de amor eterno.
Estuvieron casados siete meses, dos semanas y cinco días. Y entonces sí, entonces se separaron para siempre.
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