Foto: Pedro Huertas
Teatro de Carthago Nova, Nonas Iulias (7 de julio), año 3 d. C.
Una procesión de mariposas recorría las entrañas de Titus Iunius Paetus. Por fin habían llegado las nonas de julio, el segundo día de los Ludi Apollinares, los juegos de Apolo, introducidos para implorar su protección tras la derrota de Cannas ante Aníbal, el púnico, quien hizo sudar sangre a las águilas romanas. El africano partió, precisamente, de esta urbe, conquistada después gloriosamente por Publio Cornelio Escipión, en uno de los golpes de mano más geniales de la estrategia militar.
Se había levantado poco antes del alba, sin necesidad de que lo despertaran. Sus padres le habían prometido que podría ir a los espectáculos del teatro y a los del anfiteatro, acompañado de Calístenes, su preceptor. Solos los dos. Al fin.
Calístenes procedía de Quíos. Pater lo compró en el mercado de esclavos de Delos, porque era oriundo de la misma isla que Homero. Era un ayo severo. Sólo le hablaba en griego y le exigía que él lo hablara sin acento latino. A pesar de que Calístenes era un cardo borriquero, no sería tan estricto como Pater, Lucius Iunius, uno de los prohombres de la colonia.
A sus 12 años era la primera vez que le dejaban salir acompañado por un esclavo solo. Febo castigaba con sus rayos inmisericordes a los mortales. Ni siquiera corría una mísera brisa. Cuando se acabaran los Ludi, la familia se marcharía a su villa en el Caput Paludis, la Punta de la Laguna. Allí estaban más frescos y tenían dos mares para su disfrute. Sería la primera vez que irían sin Iunia, que se había casado con Salvius y trasladado a vivir a casa de los Salvii. La echaría de menos. Mucho. Para pasar los días más duros del estío los Salvii tenían una villa, en la que habían dispuesto una almadraba para atunes y una factoría de salazones, a una jornada de viaje hacia poniente. La villa estaba cerca de las minas de plomo, plata y alumbre, en la que Pater y los Salvii tenían intereses. Iunia lo había invitado a pasar una nundina con ella y Mater, en principio, había accedido.
Calístenes lo había conducido primero al templo de la Tríada Capitolina, en el foro, ante cuyo altar exterior los haruspices sacrificaron un buey para Apolo, dos cabras a su gemela Diana y una novilla para su madre, Latona. Con la carne de los animales los esclavos públicos prepararían un banquete al que estaba invitada toda la población, sin distinción de razas, religiones, orígenes u orden social. El vino, que reposaba en dos carretas llenas de ánforas, lo habían aportado dos terratenientes del entorno, cuyos esclavos se preocupaban de pregonar que sus amos convidaban a todo aquel que trajera un cuenco.
Visto que los dioses se habían mostrado propicios tras que los haruspices examinaran las vísceras, corrieron hacia el teatro. Los Paeti eran uno de los patronos que habían colaborado con la ornamentación del edificio y contaban con sitios reservados en las primeras gradas de la ima cavea, la más cercana al escenario. Entraron por los vomitoria que conducían a la orchestra, donde los músicos y los bailarines acompañarían a los actores, que representaban en el pulpitum.
Titus quedó estupefacto ante la monumentalidad del edificio. Calístenes le informó de que en la cavea cabían 7000 espectadores y de que las clases más altas se sentaban en la ima cavea, mientras que las más desfavorecidas lo hacían en la summa, la más alejada. Las clases medias, en la media cavea.
El niño preguntó cómo se sabía en qué sector se tenía que sentar cada uno. Su mentor le explicó que todos los espectáculos eran gratuitos. Un ciudadano relevante corría con los gastos de todos los juegos para ganarse el favor de sus conciudadanos y que lo votaran en las próximas elecciones. Este año su cuñado Salvius era el patrocinador: aspiraba a ser uno de los próximos duoviri que regirían el municipio.
Los que querían asistir a los diferentes espectáculos acudían a las oficinas municipales, donde los funcionarios, consultando el censo, les daban a cada uno una ficha según su clase social. Luego se dirigían a los distintos vomitorios buscando un grabado con la figura que llevaban en su ficha. Cada túnel conducía a la zona del graderío que te correspondía según tu linaje. Lo mismo sucedía en el anfiteatro y en el circo.
Calístenes le mostró las aras que su padre había encargado, dedicadas una a la diosa Fortuna, a quien los Paetus rendían culto especial, y a Cayo, el nieto de Augusto, el que financió de su propio peculio el edificio.
Por eso, continuó el quiota, la mayoría de las esculturas de la scaena o fachada estaban relacionadas bien con Apolo, dios muy caro al Princeps, bien con Rómulo y Remo, los fundadores de Roma. Titus se entretuvo un rato identificando los personajes que aparecían en las estatuas que decoraban el escenario. Calístenes le explicaba que los capiteles de las columnas, de estilo corintio, recalcó, y las basas se habían labrado con mármol traído de las canteras de Carrara, en Italia, mientras que el fuste, de un bellísimo color asalmonado provenía de La Almarcha, a unas 47 millas de Carthago Nova. Los altares y esculturas que veían también habían sido labrados en mármol de Carrara, lo cual daba cuenta del amor que sentía Augusto, a quien los dioses guardaran, por la Colonia Vrbs Iulia Nova Carthago, en la que, siendo aún un adulescens llamado Octaviano, estuvo con su tío abuelo y luego padre adoptivo, el divino Cayo Julio César, mientras éste resolvía asuntos pendientes tras vencer a los hijos de Pompeyo en Munda. Tanto debió de gustarle al Princeps la estancia en Carthago Nova que, cuando le plantearon la necesidad de erigir en la Colonia un teatro digno que sustituyera a los de madera provisionales, se ofreció a financiarlo en su mayor parte. Y, por los dioses, remarcó Calístenes: no escatimó en gastos.
Titus admiró el edificio. Se acercó a los altares financiados por los suyos y acarició con sus dedos los nombres de su padre, de su abuelo Lucio y de su bisabuelo Tito, de quien heredó el praenomen.
Un flamen penetró en la orchestra precedido de dos ayudantes y seguido de media docena de jóvenes, engalanadas con diademas de flores. Dirigió una plegaria ante cada una de las aras consagradas a la Tríada Capitolina. Comenzó ante la de Minerva, representada con una lechuza, en torno a la cual las doncellas, cogidas de la mano danzaron entonando a coro un himno en honor a la de Ojos de Lechuza. Lo mismo hicieron con la de Juno, simbolizada con un fastuoso pavo real, y con la de Júpiter, a quien un águila con las alas abiertas encarnaba.
Un heraldo anunció la función. Era un mimo sobre el Juicio de Paris. Muy divertida, casi irreverente, decían, pero el niño sólo pensaba que por la tarde irían a ver a los gladiadores en el anfiteatro. Eso es lo que de verdad le atraía.
De todas formas, tuvo que reconocer que las cabriolas del mimo que daba vida a Paris y, cambiando de máscara, a un travieso sátiro del cortejo de Baco le causaron grandes carcajadas varias veces, risotadas que se multiplicaron cuando las actrices que hacían de las tres diosas litigantes, Minerva, Juno y Venus, se pelearon como verduleras por la manzana de la Discordia.
Al finalizar la representación las actrices se desnudaron desvergonzadamente ante el público, que babeaba como verracos, y no paraba de aplaudir y silbar. Calístenes intentó arrastrarlo de la mano y sacarlo del edificio, pero Titus se resistió, embobado ante la desnudez de las protagonistas. Era la primera vez que veía un cuerpo femenino en todo su esplendor.
En octubre de 1988, bajo los vestigios de la casa palacio de la Condesa de Peralta, enclavada en un barrio pescador muy degradado por entonces, a los pies de la catedral vieja, los arqueólogos que hacían prospecciones para ver si allí se podía construir el edificio que albergaría el centro regional de artesanía quedaron impactados al ver la calidad de los elementos arquitectónicos que iban saliendo a la luz. Ahí comenzó la excavación sistemática de varios solares, que acabaría con el alumbramiento del Teatro Romano, uno de los edificios escénicos más espectaculares de Hispania, cuya huella se había perdido.
Tras una laboriosa excavación y una aún más trabajosa restauración, encomendada al estudio de Rafael Moneo, se constituyó un Patronato que convirtió al teatro en faro no sólo de la ciudad sino de toda la Comunidad. Al frente del mismo se puso a Elena Ruiz Valderas, que ha convertido el teatro en casa común para los amantes de la historia, la cultura y el arte, con un saber estar, una profesionalidad y un entusiasmo impecables. En este contexto, en la primavera de 2016 se celebraron en Cartagena las XII Jornadas de Cultura Clásica. En el escenario del teatro, Antonio Dechent, secundado por José Antonio Ortas como Bruto, conmovió a los casi 400 espectadores que se sentaron en los espacios habilitados del monumento con la representación del monólogo de Marco Antonio del Julio César de Shakespeare, una experiencia que marcó a cincel y fuego las almas tanto de los actores como de su afortunado público.
—————————
NOTA: La primera parte de este artículo vio la luz en el diario murciano La Verdad en agosto del 2019 gracias al aliento del periodista Manuel Madrid.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: