Hay algo en las ventanas que invita al pensamiento. Esa invitación también residía en los vagones de tren o en las salas de espera, antes del asalto de los teléfonos móviles y la fiebre de ausentarnos de nosotros mismos y del entorno. El indicador de salud digital de mi teléfono me advirtió la semana pasada de mi derroche: pasé un promedio de cuatro horas al día mirando por esa estrecha ventana, donde es imposible la contemplación. Contemplar es mirar acompañado de pensamiento. Ahora nuestra mirada suele derramarse en la pantalla, lugar impermeable de las cosas, donde la reflexión resbala como las gotas de lluvia a través del chubasquero.
Las ventanas pueden ser lugares desde los que se echa de menos. En mi casa no hay bellas vistas, aunque hay una parcial excepción. Una de ellas apunta hacia un torreón, que asoma entre un edificio y un colegio. La última vez que miré, las golondrinas volaban presumiendo de acrobacias ante una familia de cigüeñas. En comparación con las golondrinas, que se lanzan sin miedo para anudar lazos en el aire, las cigüeñas son filosóficas, sacuden sus alas midiendo el aire, se toman su tiempo, torpes y dubitativas, hasta que alzan el vuelo. Después, cuando regresan, dan muchos rodeos hasta que logran aterrizar en su nido.
Desde hace algunas semanas miro desde otra ventana. A través de ella veo una parcela de mar, próxima a la Praia das Margaridas, y un bosque que cambia de color debido a la constante inconstancia del tiempo en Oleiros. Aquí el paisaje tiene vocación impresionista, arrepintiéndose cada minuto de un verde que debe modificarse, porque no encuentra su verdad. La morriña de luz se cuela a veces por las ventanas. La felicidad quizá solo consista en aprender a ventilar el pasado, dejando que entre a través de nuevas ventanas. También puede consistir en aprender a contemplarlo, el pasado, posado en el alféizar, como lo hacen las cigüeñas.
En una librería de viejo en Coruña compré un libro sobre la beat generation. Aunque nunca me han producido excesiva admiración, comparto con ellos su elogio de carretera y de paisaje de ventanilla. Su nómada rebeldía era la exigencia de mirar por una ventana que no podía seguir encogida en el modelo de vida que va del trabajo a casa. La carretera es el lugar filosófico por excelencia. Hay muchos viajes de los que recuerdo mejor el camino que el destino, quizá porque a través de las ventanillas del tren, del autobús o del coche entra la luz y sale nuestro deseo.
Vivimos una época que transpira la insoportable incomodidad de estar con nosotros mismos. Gastamos demasiado tiempo en las ventanas opacas de los teléfonos móviles. Las generaciones que estamos enganchados a las redes sociales miramos sin ver nada que merezca ser recordado. También impedimos ese tiempo que alimenta la memoria. Vivimos arrastrados por una ansiedad de mirar, sin lograr ver realmente algo, en ese ritmo vertiginoso del videoclip que produce la pantalla, cambiando de escenas continuamente, lanzando gasolina al fuego de la soledad.
La constante inconstancia de lo que consumimos mediante la pantalla del teléfono no pone en tensión el pensamiento, como el verde impresionista de Galicia, las cuerdas de tendedero o la ventanilla del coche de Kerouac. Entregamos nuestra vida al mefistofélico móvil a cambio de sacudir el aburrimiento y fugarnos de los momentos de espera. Hemos olvidado que la soledad y el aburrimiento son el comienzo del pensamiento, y con él, la creatividad, donde surge el chispazo que pone fin a la claustrofobia del presente. La ventana promete siempre nuevos paisajes, el teléfono móvil nos sumerge en un laberinto de espejos. Hemos olvidado cómo se ventila el deseo, lo estancamos, espesamos la atmósfera y escupimos a través de la pantalla sin la poética agonía de la señora de bata gris.
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