Antes del viaje
Te levantas pronto. Te preparas el café. Has tomado el Quijote de la estantería. El Quijote es un buen alimento para un escritor y para cualquier ser humano.
Debes estar tranquilo: está todo, casi todo, preparado. No debes temer dejarte nada, nada importante. Luego, al llegar a tu destino, te encontrarás con que algo sí que te has dejado —ocurre siempre—, pero normalmente es algo de poca importancia.
El camino es largo, pero lo has hecho otras veces, muchas veces. Te atrae el viaje, con su dosis de belleza y de aventura. Los viajes, en general, te dan pereza, tienes que reconocerlo, pero una vez que los emprendes disfrutas. Los viajes dejan huella, mucha huella, viven en el tiempo, en el recuerdo, con más fuerza que lo que se vivió como rutina, llamémosla así, si finalmente tal cosa existe.
Reconoces que sientes ilusión. Piensas en lo que te vas a encontrar en tu destino: lo mismo y muy diferente de otros años, de tantos años. La misma gente, tu querida gente.
Ya no eres tan joven —tú te encuentras muy bien, pero visto desde fuera, desde luego, ya no tienes quince años, veinte años, treinta…—, pero consideras que tienes unas cualidades óptimas para disfrutar de la vida, para aprender de la vida, para aprehender, y con el fruto de todo ello escribir páginas valiosas, primero para ti, que las das a la luz, después para todos los hombres, las mujeres, todos los seres humanos de esta tierra, de esta Tierra, que cada vez es más tuya y cada vez más querida.
Ante de viajar conviene pensar en lo que se deja atrás. Siempre es algo de uno mismo, una forma de ser, de pensar, quizá de imaginar. Lord Byron decía que todo lo que hacíamos lo hacíamos para sentir. Desde luego cuando viajamos, como cuando leemos, o escribimos, sentimos. Nos sentimos vivos, y sentimos a los demás, y también a las cosas, los pueblos, las ciudades, los paisajes, las personas.
Miramos el mapa, que es el mapa de la vida, y atisbamos nuestro destino, allí por donde vamos a pasar. Qué fácil sería tener un mapa de la vida, de ciertos tramos de ella al menos, para que nos orientara. Pero sí que existen esos mapas, de algún modo, y son la experiencia y la sabiduría de los que nos precedieron en dichos derroteros, similares, muy similares incluso, aunque no sean exactos, a los nuestros.
***
De vuelta al pueblo
Recién llegado a Pontedeume, en la provincia de A Coruña, escribo unas notas. La pluma al principio se mueve más perezosa, como cansina, pero poco a poco se va despertando. Esto me sucede con frecuencia: empiezas tomando unas notas y acabas escribiendo un texto prácticamente completo, dispuesto a ser corregido y pulido.
Al poco de llegar a Pontedeume, principios de agosto, escribo las siguientes palabras:
—Niebla.
—Ruidos del pueblo. Son “sonidos”, más que ruidos, porque son agradables, como una música, variados, variopintos; hay armonía en ellos, o yo se la encuentro.
—“Mal tiempo”. Lo escribo entre comillas porque me gusta la lluvia, las nubes… Descansan. Vengo de Madrid, de mucho calor y mucho sol. Es un gran placer también este tiempo tan diferente. Y yo sé que vendrán días de sol, de mar, de playa.
—Tus libros de aquí. Mis libros de aquí. Siempre que vuelvo a esta casa disfruto mucho con el reencuentro de los libros que tengo aquí. No los veo más que en verano, apenas en verano, y son buenos, muy buenos. Siempre me traigo algunos de Madrid que los dejo ya aquí, para descargar un poco la casa de Madrid, para equilibrarla con ésta. Y porque me gusta tener libros aquí, cada vez más, un poco más, y buenos.
—La playa, el mar, los amigos… todo es como un sueño. Ese sueño lo plasmé, en forma ficticia, auxiliado por mi imaginación, en la novela Confesión, que hace unos días me decía el hispanista búlgaro Peter Mollov que era mi novela que más le gustaba. “Por lo que se dice allí de la religión y por las reflexiones”, me dijo.
—La pandemia como un mal sueño, una mala costumbre, llamémosla así.
—El cansancio del viaje. Me levanté muy temprano y estoy cansado.
—Los ojos que abre el viaje. Cómo el viaje desarrolla la mirada. Iba a decir “la educa”, pero creo que es más exacto decir que la “desarrolla”, la amplía, la hace más profunda. Sí, en efecto, el viaje enseña a ver.
—El viaje como aventura. El viaje es literario. El viaje llena muchas novelas, muchos libros, buena parte de la literatura, y es cierto que cada viaje llena tanto que parece que cada uno de ellos, por sí solo, contiene una vida. Una vida que acaba con cada viaje; una nueva vida que empezará, en un futuro más o menos próximo, con otro viaje.
—Encuentro un viejo ejemplar del periódico Expansión. “Viejo”, pero seguramente tiene un año. Éste es del sábado 29 de agosto de 2020.
Compraba este periódico, en el que por cierto escribí cinco años, en otro tiempo, para aprender economía, materia que ahora me interesa como un contrapeso necesario a mi vocación literaria.
—Pasan coches sin cesar. Pontedeume tiene mucho movimiento.
—El tiempo, no sólo la temperatura, es muy agradable, porque ya digo que en Madrid teníamos un calor tremendo.
Sí, definitivamente, se está mejor aquí ahora.
Espero vivir, leer, escribir, tener una vida variada, disfrutar con mis semejantes, tratar de hacerme un poco más sabio, en gran medida gracias a ellos, a mis semejantes. Seguro que esta pandemia, con todo lo malo que tiene, nos está enseñando algo, mucho, nos está haciendo más sabios. Aunque pueda no parecerlo. Hace poco he leído una frase muy bonita cuyo autor ignoro; quizá sea algo parecido a un refrán: “Ningún mar en calma hizo experto a un marinero”. La he leído en un texto del catedrático de Medicina Antonio González González, en el libro Memorias y confesiones de un médico, de mi tío Javier Martínez Pérez-Mendaña, que ahora se presenta al público. Creo que esa frase vale para todos nosotros, en estos momentos, y yo diría que para cualquier ser humano, metáfora de la vida.
El tiempo pasa. Lo ves, por ejemplo, en un restaurante que cerró hace años cerca de casa. Las señales del tiempo también son exteriores, físicas.
El tiempo pasa. Ya tengo 45 años, bien vividos, espero que bien llevados, creo yo, muy vividos, con lo que me ha tocado. Supongo que todos tratamos de hacerlo lo mejor posible con lo que nos ha tocado. Los días son un camino que vamos recorriendo, echando la vista atrás, más o menos, pero esos mismos días van dibujando en nuestra mente y en nuestra alma su peculiar rastro.
He venido a este pueblo toda mi vida, desde que tenía un año, porque cuando tenía meses el hundimiento de un petrolero, Urquiola, en esta ría, ría de Ares, creó una marea negra. Nos fuimos a veranear a Sanxenxo; quiero decir que mi familia llevó al bebé que yo era a veranear a Sanxenxo. Pero esto creo que ya lo conté en otro artículo el año pasado, “Amanece en Puentedeume”. Me gusta escribir sobre este lugar.
Es el pueblo de mis amores. Digamos que después vinieron todos los pueblos, maravillosos, magníficos, pueblos y ciudades también de mi corazón, pero el primero fue éste. El que vieron mis primeros ojos, mi corazón, y tal vez, tal vez, el último que vean.
Veo el pueblo desde aquí, desde donde escribo, desde casa, y todo me habla en pasado, presente y futuro, como una canción, lo que hice, lo que hago, lo que haré, acompañado de mi familia, de mis amigos, en este entorno mágico que tiene una esencia imperecedera, tan profunda, ya confundida con nuestra piel, nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra alma.
Llego a Pontedeume huérfano de él, casi anhelante, y siempre recibo ese golpe de belleza cuando salgo de la autopista y aparece discreto y majestuoso a un tiempo, verde y azul, con sus casas cayendo suavemente por el monte, cayendo, contenidas, como si esperaran el abrazo del río y del mar. Pontedeume me recibe muy en silencio, muy elegante, cariñoso, con un saludo que a mí me sabe a eternidad. Un gesto que me acompaña en el verano y que no me dejará ya en todo el año. Con todo su calor y energía, quizá ahora más necesarios que nunca.
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