Foto: Portada de ‘Un día en el mundo’, de Vetusta Morla.
Proyectamos nuestro estado de ánimo en todo lo que leemos, pero también en lo que escuchamos. Las canciones, esas poesías leídas en voz alta, acompañadas por una buena melodía, tienen la virtud de acomodarse en un rincón de nuestra cabeza durante mucho tiempo, y sin pedir permiso. Así es como, de pronto, nos sorprendemos tarareando una música familiar o canturreando unas palabras, cual mantra que nos ayuda a reencontrar el equilibrio.
Todo expatriado fantasea con esa palabra. La deletrea, la visualiza y se pregunta lo que realmente quiere decir. “Volver” adquiere significados y matices muy distintos conforme pasa el tiempo. A veces es un deseo, un objetivo urgente, una necesidad irreprimible, pero otras veces se convierte en una utopía, un sueño inalcanzable, una posibilidad que nos reconforta en los malos momentos. Y la mayor parte del tiempo es una idea feliz que la realidad nos invita a dejar de lado, aunque sin olvidarla, como una salida de emergencia que nos salvará cuando arda Roma. “Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”. Con su letra, Le Pera aludía a su regreso a Buenos Aires tras su estancia en París. En mi caso, identifico con mi tierra ese destino, que otros pueden identificar con otros sitios. Se puede volver a muchas cosas, y ahí reside el secreto de la emoción del tango. Se puede volver tras un fracaso en el periplo emprendido, con una sensación amarga, cuando “las nieves del tiempo platean nuestra sien”, cuando queremos comprobar si se puede regresar al lugar en donde se fue feliz. “El miedo del encuentro con el pasado” es justificado, porque al volver nos damos cuenta de que en ese idealizado lugar ya no queda nada del “dulce recuerdo” que nos atrajo a él.
Pero para volver hay que partir antes. Y pocas canciones reflejan tan bien la idea de tránsito como “Copenhague”. En su letra reconocemos el vértigo que se siente en el estómago antes de dar el gran salto. “El valor para marcharse, el miedo a llegar”. A muchos les cuesta entender por qué, un buen día, lo dejamos todo y cambiamos de país, por muy objetivas y loables que sean nuestras razones. Tal vez para explicarlo no haga falta utilizar complejos razonamientos, sino recurrir a la canción, a ese instinto que nos pide “jugar al azar, porque dejarse llevar suena demasiado bien” y la “corriente enseña el camino hacia el mar”.
Y es que “dejarse llevar” es más difícil de lo que parece. Antes hay que liberarse de muchas ataduras, de todo aquello que nos limita y nos bloquea en una posición fija. No es fácil largar amarras y tampoco se trata de dejarnos llevar por el viento dominante, como se puede interpretar, rápido y mal, sino de saber guiar nuestro velero según el rumbo que queremos, utilizando las condiciones externas en nuestro favor. Se trata, pues, de saber cambiar el rumbo para aprovechar el impulso de una buena ráfaga de viento o de capear un temporal que nos destrozaría en el caso de conservar la trayectoria previamente definida. Se trata de permanecer abiertos a lo que pueda surgir, a lo que la vida nos pueda ofrecer, sin prejuicios ni limitaciones, aceptando o rechazando lo que nos convenga. Y cuando transitamos por la vida, cuando vamos de un sitio a otro, aprendemos mucho más rápido que con cualquier otro método. Aunque el desarraigo y la nostalgia, “la frente marchita”, sean el precio a pagar.
Cuando empecé a jugar al azar, los dados me mostraron el país galo y las dudas me asaltaron. Para tranquilizarme, un buen amigo me aconsejó que dejara que Francia hablase. Eso hice. Y sigo haciendo, casi doce años después. Dejar que hable. Y lo que aún es más importante: escuchar lo que dice.
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