Castellum del Cerro de las Fuentes, Archivel. Comienzos del invierno del 46 al 45 a.C.
Aulo Calpurnio oteó en derredor. Las vistas desde el castellum eran inmejorables: se observaban no sólo las cuencas del Argos y el Quípar, caminos naturales para llegar a la Alta Bética, sino también el oppidum ibérico de nombre impronunciable que dominaba el Desfiladero. Justo enfrente, en el cabezo sobre la Fuente de las Tosquillas, divisó la turris specularis, que sus hombres construyeron para cubrir el espacio que no se controlaba desde el castellum.
Por eso lo enviaron a él al mando de una cohorte y tres centurias de auxiliares. Sus órdenes fueron erigir castellum y turris y entablar buenas relaciones con los iberos de los poblados vecinos. Llevaba 20 años en el ejército. Había servido primero a las Águilas en Siria y la Galia Cisalpina, pero luego había decidido servir sólo a César. Con él había combatido en las Galias, en Alejandría, en Farsalia y de nuevo en Siria. Tras él cruzó el Rubicón, consciente de que aquello lo convertía en traidor a la República y, por ende, a Roma. Ni él ni ninguno de sus hombres dudó: donde estuviera César, allí estaba Roma.
Lo llamó al praetorium que habían levantado ante las ruinas del devastado oppidum de Ategua, que el imperator, el legatus en jefe de todas sus legiones, Caius Iulius Caesar, descendiente de la mismísima Venus, de cuya estirpe manaron personajes fundamentales en el devenir de Roma: Eneas, su hijo Iulo, Rómulo y Remo… El imperator Caesar…
Intentó volver a poner en orden sus pensamientos y no divagar en sus ensoñaciones, como le venía sucediendo en los últimos tiempos… Caesar… Había perdido el hilo. Se quitó el casco y se golpeó con furia su cabezota de buey. Hercle! ¿En qué lémures estaba pensando? ¡Ya! Estaba recordando cuando César lo llamó a su praetorium de Ategua, ese pueblaco que ordenó saquear e incendiar para asegurarse provisiones con las que sus tropas pudieran hibernar en Hispania, mientras que los malditos pompeyanos se rascaban la sementera a cuatro manos tras los muros de Corduba. Con la destrucción de Ategua el Julio también mandaba un mensaje a aquellas poblaciones bárbaras que se habían pasado al enemigo: si no había tenido piedad con los galos, mucho menos lo tendría con los iberos o ciudadanos romanos asentados en Hispania que colaboraran con los hijos y legados del decapitado Pompeyo.
Nunca podría olvidar el momento en el que César sirvió dos copas de posca (él bebía y comía lo mismo que sus hombres y avanzaba siempre a su lado, compartiendo las penurias de la marcha y del combate) y le comunicó que lo había elegido a él, Aulo Calpurnio, centurión primus pilus de la Legio IX, para encomendarle una misión de la que pendía el futuro de la guerra que enfrentaba a cesaristas y pompeyanos. Calpurnius, al que sus hombres a escondidas llamaban Bos, el Buey, por su corpachón y su tozudez, se hinchó de orgullo, mugió de emoción y aceptó sin preguntar nada. Reclutó una cohorte entre los mejores efectivos de la Décima y la Nona. De los auxiliares seleccionó a una partida de honderos baleares, de arqueros partos, de jinetes germanos y de speculatores íberos y celtíberos.
Dos trirremes y unas naves onerarias los trasladaron desde Tarraco hasta las Montañas de Hierro, a poniente de Carthago Nova. La ciudad, fundada por los púnicos en tiempos en los que los Barca llevaron la asolación a Italia, había sufrido el asedio de las tropas de Sertorio en su guerra contra los legati de Sila, Quinto Cecilio Metelo Pío y Cneo Pompeyo Magno, a cuyos hijos precisamente se enfrentaban ahora en una lucha sin cuartel. Pompeyo ejerció de proconsul en Hispania y tejió una tupida red clientelar en la urbe, a la que agasajó financiando su primer acueducto monumental.
César también desembarcó en la ciudad tomada siglos ha por Escipión el Africano, acompañado por su sobrino nieto Octavio. Junto a él pasó allí varios meses impartiendo justicia y recibiendo emisarios de las diferentes ciudades iberas con las que pactó alianzas. Tenía muy claro que quien poseyera Carthago Nova dominaría Hispania, y le transmitió esto a Octavio, que se fue contagiando de la pasión de su pariente por esta urbe. Por ello, cuando los dirigentes de la ciudad le suplicaran que no los pusiera en el brete de tomar partido entre pompeyanos, que contaban con muchas simpatías allí, y cesarianos, César decidió permitir que pareciera que la ciudad se mantenía neutral. A causa de esto no quiso que la flota que transportaba a los de Calpurnio desembarcara en el puerto de la población, sino en otro no tan seguro, que se usaba para cargar el mineral que extraían de las fecundas minas, a varias millas a poniente, aunque sus espías le notificaron que los pompeyanos no fueron tan caballerosos y obligaron a las autoridades a consentir el desembarco de las tropas africanas que habían contratado como mercenarios.
Al Bos se les unió una turma de iberos, que tenían lazos de hospitalidad con Julio César de cuando fue quaestor por esos lares. Le advirtieron de que no podía contar con la lealtad de todos los oppida del contorno: Pompeyo y sus hijos tenían lazos de clientela con muchos de ellos. Estaban solos. Únicamente los poblados que dominaban el desfiladero que daba acceso al valle sobre el que levantaron castellum y turris juraron lealtad a los cesaristas y aportaron la mesnada que combatía junto a las enseñas julianas.
Calpurnio supervisó personalmente el alzamiento de las fortalezas. No dejó a sus hombres ni un día de descanso: redobló las patrullas de vigilancia, las marchas y ejercicios de combate. Eran milites Caesariani. Éstos, que habían echado los dientes combatiendo junto a su idolatrado imperator, regruñían en silencio, maldecían a escondidas a su primipilus llamándolo Buey, nunca en su cara, y mugiendo a sus espaldas cuando éste les apretaba aún más las tuercas. A Calpurnio no le importaba. Le hacía gracia lo de Bos, aunque pusiera gesto de vinagre cuando se daba la vuelta para encornar a quien le hubiera mugido. Reía entre dientes viendo al contubernium del que había salido el “gracioso” poner cara de corderillos degollados, como si quisieran hacer creer a su centurio que ninguno de ellos osaría burlarse de él. Tenía que haber sido uno de otro contubernium. O mejor, uno de esos bárbaros de largas cabelleras, que tan efectivos se habían mostrado en las tareas de construcción, avituallamiento y lucha.
Una nundina atrás llegó un mensajero con nuevas órdenes: en Carthago Nova había desembarcado un contingente de más de 5.000 jinetes númidas, mercenarios de los pompeyanos. Su intención era unirse al enemigo en los alrededores de Corduba, donde estaba a punto de entablarse la batalla que decantara la contienda. Calpurnio debía retrasar esa incorporación: los númidas habían de atravesar el desfiladero sobre el Quípar, que podía ser bien defendido por una fuerza pequeña pero experimentada.
Calpurnius llevaba consigo las memorias del gran Escipión, que devoraba con fruición, sobre todo los pasajes en los que el Africano narraba con pelos y señales la estrategia que usó el Barca para hacer morder polvo, hierro y sangre a las Águilas en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas. Se sabía de memoria cómo consiguió Escipión humillar a Aníbal en Zama y, sobre todo, tenía presente lo que aprendió combatiendo a las órdenes de Caesar en el Arar, Bibracte y Alexia, muchas veces en una inferioridad numérica con respecto a sus enemigos tan abrumadora como la que el primipilus tenía que afrontar ahora. Antes de tomar una decisión, tras una larga meditación que rumiaba con parsimonia, se preguntaba qué haría César en tu caso. Si no encontraba una solución que lo convenciera, se quitaba el casco, agachaba la cabeza y, mugiendo, se daba golpes contra un árbol o un muro. Sólo entonces, a veces sangrando por las brechas que se había abierto, estaba seguro de haber tomado la mejor decisión, que compartía con los otros oficiales para cerciorarse de que no estaba errado. No se le había subido el mando a la cabeza. Conocía a sus segundos y terceros, a quienes había salvado en más de una ocasión de una muerte segura, del mismo modo que ellos lo habían hecho con él en otras ocasiones. Con ellos y el resto de sus hombres sabía que podrían descender al Averno y traerse consigo a Proserpina tras arrebatársela a Plutón para irse de juerga con ella.
Tras escuchar el consejo de la oficialidad, dejó media centuria protegiendo la turris y a otra media en el castellum. Mandó a una centuria a la entrada del estrecho para que se enfrentaran a los bárbaros y fingieran huir. Los númidas cayeron en la trampa y emprendieron la persecución de los fugitivos profiriendo ese alarido estridente y agudo tan característico, que tanto pavor causaba entre sus enemigos. Los de Calpurnio entraron en el desfiladero perseguidos por los africanos. Desde los riscos que se erguían sobre el río y varias cuevas que desde tiempos inmemoriales el hombre había usado, convenientemente fortificadas, los honderos y los arqueros hicieron gran carnicería, rematada por los jinetes germanos e iberos, que degollaron a un buen puñado de númidas mostrando la mortal eficacia de sus espadas curvas, que llamaban falcatas.
El enemigo se replegó y mandó exploradores para hallar otro paso, por el que atacar a los defensores. Lo encontraron ayer. El Bos, que había combatido siempre en primera fila, aun en el mismo estrecho, lanzándose a cuerpo descubierto contra las monturas africanas y desmontando a más de uno con los bastonazos que le daba con la vitis con la que expresaba su condición de centurio, amén de su característico casco con cresta transversal, ordenó un último ataque contra un enemigo que los superaba en una proporción de uno a diez. Venderían cara su piel. Se ganó la admiración de los suyos al noquear de un puñetazo a un caballo africano, que, al mandato de su jinete, quería patear la cabeza de un legionario caído. Al númida no le fue mucho mejor que a su montura: lo descalabró de un leñazo y lo mandó a donde quiera fueran esos africanos después de muertos.
Los númidas se retiraron al caer la noche y recibieron el refuerzo de varias cohortes que los pompeyanos habían enviado desde Corduba para ayudarles a franquear el obstáculo que los cesarianos habían plantado en ese paraje olvidado de los dioses. Calpurnio, que sabía que seguir resistiendo era suicida y que César necesitaría hasta el último de sus hombres, sobre todo si habían bregado tan bien, ordenó a los supervivientes que podían valerse que escaparan por los desfiladeros vecinos y se unieran a César en Munda. Él y su último optio degollaron a los heridos más graves, tras atontarlos con posca en la que habían vertido semillas de adormidera: los bárbaros no serían tan misericordiosos con ellos.
Luego prendieron fuego a las fortificaciones: ningún enemigo iba a gozar de lo que los cesarianos habían erigido. Acompañados sólo por el remoto titilar de las estrellas emprendieron el camino que los conduciría a Munda, donde César los aguardaba.
***
Santuario de La Encarnación, Caravaca, Primavera del 45 a.C.
Caius Iulius Caesar, de la gens Iulia, que se remontaba hasta Venus Genetrix, se enjugó las lágrimas con el borde de su toga praetexta. No le importaba que sus hombres lo vieran llorar. Al contrario, sabía que su llanto les calaría hondo y conmovería sus almas belicosas. Los conocía bastante bien. Mejor que sus madres.
El relato de Aulus Calpurnius Bos, recién nombrado tribunus, lo estremeció. El primipilus que le había guardado las espaldas y dado tiempo para organizarse en la crucial batalla de Munda le iba señalando dónde habían caído y cómo cada uno de los legionarios a los que comandó meses atrás.
César había ordenado a sus nomenclatores que tomaran nota de los nombres y circunstancias de los caídos y heridos: sus familias serían atendidas con dignidad de su propio peculio. Nadie podría decir que Cayo Julio César abandonaba a uno de los suyos, aun después de muerto. A los supervivientes les ofreció la posibilidad de licenciarse, regalándoles las tierras más fértiles de Hispania o de sus regiones natales, o de volver a alistarse bajo sus águilas, doblándoles a veces la soldada.
Caesar miró con los ojos empañados al que todos conocían ya con el cognomen de Bos: no sólo había cumplido más allá de lo imaginable las órdenes de proteger el desfiladero, sino que había llegado a tiempo de combatir en Munda, cuya fama ascendería al Olimpo, y ser decisivo en la batalla. Había quedado manco de la mano izquierda como consecuencia de la misma. Caesar lo jubiló con honores y le regaló un latifundio a ambas márgenes del estrecho que había defendido con sus hombres. Jamás tendría que volver a combatir: su descendencia podría vivir generaciones con el legado del Julio.
Una comitiva de notables de Carthago Nova, que habían acudido para adular al vencedor, aunque muchos se habían mostrado partidarios de los de Pompeyo, asistía a los actos de consagración del templo en honor de los caídos en el desfiladero, dedicado a Ceres y Proserpina, que se levantaría al lado de un santuario muy sencillo que los iberos habían erigido en el promontorio que dominaba el desfiladero.
César mandó a los potentados que financiaran la erección del complejo religioso, que no escatimaran gastos y que hicieran venir a los mejores artífices: lo que allí se construyera debería ser el templo más formidable del Poniente romano. Cerca habían descubierto unas canteras para extraer los bloques con los que labrarían los sillares. Aulo Calpurnio Bos sería el supervisor de las obras, quien velara por que la gesta de sus compañeros caídos no cayera jamás en el olvido.
Tras César siempre, un mozalbete de apenas 19 años, con una salud más que endeble, bebía las palabras de su tío abuelo como si fueran el néctar del que se alimentaban los dioses. Retenía cada uno de sus gestos, la campechanía con la que se movía entre sus soldados, de los que sabía el nombre y las circunstancias de cada uno de ellos. No le extrañaba que éstos estuvieran dispuestos a seguirlo hasta la misma Estigia sin rechistar.
El tal Bos, que en verdad parecía un Buey con esas patas cortas y ese torso taurino, miraba a César con la devoción marcada en sus ojos bovinos, a pesar de que había quedado mutilado de su brazo izquierdo combatiendo por él. César no podía haber escogido mejor representante suyo en aquellas tierras levantinas.
Se admiraba también de la veneración que despertaba su pariente entre esos bárbaros iberos, que tan bien le sirvieron a lo largo de sus muchas campañas y de los que había sacado su guardia de corps, que habría de protegerlo con sus vidas de los muchos enemigos que el Julio se había ganado.
No, Cayo Octavio, al que la historia reservaba el sobrenombre de Augusto, jamás olvidaría lo que aprendió con su tío abuelo, pronto, demasiado, padre adoptivo por testamento, en aquellos confines de Hispania, a la sombra de aquel Desfiladero de nombre impronunciable.
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Mi amiga Marta Díaz, puntal de la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego, ejerce de docente de Clásicas en el IES Oróspeda, de Archivel, pedanía de Caravaca de la Cruz, donde los lares murcianos besan los albaceteños y granadinos, en un entorno de montaraz hermosura. Bajo su guía mi soror Mar Carrillo y yo grabamos un programa divulgativo para la Biblioteca Regional de Murcia a fin de dar a conocer el impresionante patrimonio arqueológico, amén de paisajístico, que atesoran estas tierras del Noroeste murciano.
A Archivel lo domina un cerro, el de las Fuentes, coronado por una escultura de un Cristo, salida de los mismos cinceles del escultor que talló, a tamaño mayor, el de Monteagudo, cuya base son las ruinas del imponente castillo islámico que defendía los palacios de veraneo del emir Ibn Mardanis, en el corazón de la huerta que abraza a Murcia. Este Cristo de Archivel se levanta sobre parte de lo que luego se descubrió que era un castellum, erigido y destruido en tiempos de la guerra civil entre César y los generales de Pompeyo. A pocos kilómetros en línea recta, en la pedanía de Barranda, se puede disfrutar de un idílico oasis en el paraje de la Fuente de las Tosquillas. Culminando el cerro que las cobija, los arqueólogos hallaron los vestigios de una turris specularis, una torre de vigilancia perfectamente comunicada de manera visual con el citado castellum, con el que comparte contexto histórico.
A pocos kilómetros en dirección a la cabeza del municipio, Caravaca, en la pedanía homónima, se yergue majestuosa la ermita de la Encarnación, enclavada en un lugar arcádico, donde se nota que tierra y cielo se besan: todo transmite transcendencia, y resulta natural que durante milenios el ser humano considerara sagrado aquel entorno. Los íberos construyeron ya un templo, junto al cual los romanos erigieron uno aún mayor (uno de los más notables de Occidente), sobre cuyos muros los cristianos edificaron la ermita que ahora da nombre al lugar. Una visita al exterior y, si se tiene suerte y se logra permiso, al interior, donde los muros de la cella romana se hallan intactos en gran parte, deja huella indeleble. A la vera del complejo, unas canteras romanas nos ilustran sobre cómo los alarifes tallaron los sillares. En el Museo Arqueológico de Caravaca se pueden admirar los objetos decorativos hallados aquí y una maqueta del edificio, con la que el visitante podrá hacerse idea cabal de la importancia que tuvo este monumento.
Junto a la ermita están localizados al menos dos poblados ibéricos, luego habitados también por los romanos, en un promontorio que cierra el Estrecho de la Encarnación, por el que serpentea el río Quípar en un cañón de una hermosura apabullante, ya habitado desde tiempos prehistóricos, como atestigua la Cueva Negra, y con abrigos que fueron fortificados para dominar el paso por iberos, romanos y sarracenos.
Este es el entorno que inspiró mi relato. Déjese el lector acariciar por él y juzgue cada uno si lo por mí fabulado pudo ocurrir. O no.
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NOTA: la primera parte de este artículo vio la luz en el diario La Verdad en agosto del 2019 gracias al aliento del periodista Manuel Madrid.
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