La primera vez que supe de Bernardo Atxaga fue en noviembre de 1989 al ver Obabakoak en el escaparate de una librería. Compré el libro de aquel autor desconocido, al menos fuera de Euskadi, quizá empujado por lo enigmático del título o tal vez porque el autor era vasco y entonces yo buscaba nuevos nombres que renovaran el paisaje novelístico. El caso es que la portada de la primera edición me pareció atractiva, con una lagartija recorriendo un espacio en blanco y los colores verde y rojo de la ikurriña.
Así es que me llevé aquel libro, que aún conservo a pesar de los muchos que he ido perdiendo en el camino. Poco después irían apareciendo en mi vida los demás libros de Bernardo y también el propio Atxaga de quien, después de haberlo conocido creo poder considerarme uno de sus interlocutores, ya que, para él, decir interlocutor es casi más importante que decir amigo. O tanto, por lo menos. Así que, con la autoridad que seguro me otorga el autor, contaré algunas cosas que sé de Joseba Irazu.
Joseba empezó a llamarse Bernardo por casualidad y por prudencia. En tiempos de Franco, para no facilitar las cosas a la policía, se rebautizó cuando empezó a publicar en una revista marginal y opositora, y le pidió el nombre prestado de Bernardo a un compañero, además de una máquina de escribir. Sobre el apellido, él mismo ha contado que cambió el de Irazu por el de Atxaga porque tiene dificultades para pronunciar la z vasca, ya que no es igual que la z castellana, y que cuando un vasco está hablando castellano y dice una palabra vasca con z, generalmente silba, y según Bernardo, a él le sale un silbido que hace volverse a la gente por la calle. Así que se puso Atxaga porque no tiene z.
Recordando los alfabetos de Lista de locos (Siruela), me he apropiado de la A de Atxaga, y también de la B de Bernardo, por lo que debo seguir con la C, de Causalidad. Y como la causalidad es el problema de la novelística, según dice Bernardo que dijo Borges, uno de los alfabetos está en este libro de cuentos. En 1998 invité a Bernardo Atxaga a un Encuentro literario con el título de Ejercicios de estilo, como homenaje a los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, y solicité a tres escritores más que escribieran un cuento cuyo arranque fuera el mismo para todos. Bernardo aceptó el envite, como lo hicieron también Rosa Montero, Luis Sepúlveda y Manuel Rivas. La cita fue el 11 de diciembre de 1996 y a su “ejercicio” Bernardo lo tituló “Un cuento para Violante”, recogido, como digo, en este libro, Lista de locos (los demás autores también lo añadieron al próximo libro que publicaron). El comienzo del cuento común, que pensé con el escritor José Manuel Fajardo, que además participó en el coloquio final con todos los autores, se tituló «Un viaje a Vetusta» y comenzaba así: “Aquel viaje solo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral”, pero Bernardo añadió «Vetusta» al comienzo («Aquel viaje a Vetusta…») y tuvo que convocar a las letras del alfabeto y pedirles ayuda porque estaba bloqueado y no podía escribir el cuento. Como luego diría Rosa Montero, “la palabreja la había inventado él y eso demostraba hasta qué punto el ser humano creaba sus propios infiernos”.
Recuerdo un cuento de Atxaga en Obabakoak que se titula “Método para plagiar”, al que le sigue “Una grieta en la nieve”, en el que demuestra cómo se lleva esta teoría a la práctica. El cuento es un plagio de “La tortura de la esperanza”, de Villiers de L´Isle-Adam. Es decir, que transforma este cuento, que narra las reflexiones de un hereje de la Edad Media, en un personaje actual, un alpinista llamado Mathias Reimz, que debe resolver un terrible dilema en las montañas de Nepal.
Meses antes de celebrarse Ejercicios de estilo, Bernardo Atxaga me pidió que le enviase el cuento de Rosa Montero para plagiarlo y leerlo en público después de ella. Yo no tuve el cuento de Rosa a tiempo y la verdad es que llegué a perder el contacto con Bernardo hasta justo el Encuentro; le mandaba faxes (no olvidemos que estábamos en 1998) que nunca me respondió, por lo que aquel experimento no se pudo realizar.
Un año después asistí en La Residencia de Estudiantes a la lectura de uno de los alfabetos de Lista de locos: “Desde Groenlandia con amor”. Lo leyó Atxaga y recuerdo que, aparte de la impresión que me produjo la puesta en escena, la música, la interpretación a varias voces, la poesía, etc., me emocionó sobre todo el momento de “La vida es movimiento, y el texto también”, en donde dice un personaje:
“Al igual que los peces nonek que andan continuamente de un lado para otro y que, por no pararse del todo ni siquiera saben dormir, los textos también son nerviosos; peces nonek hechos de palabras que en lugar de vivir bajo el agua viven y se mueven en nuestro espíritu, cruzándose, chocándose, multiplicándose. Desgraciadamente esa vida tiene muchos enemigos. Hay coleccionistas cuyo deseo es disecar los peces nonek hechos de palabras; hay también clasificadores que pretender poner barreras a sus movimientos; hay, por fin, organizadores de campañas en favor de la lectura que refuerzan el trabajo hecho por los disecadores y clasificadores. Basta echar un vistazo a la lista de libros (…) para darse cuenta de ello. Libros de tamaño grande, aquí; libros pequeños, allá; libros infantiles, abajo; libros policiacos, abajo también pero a la izquierda… ¿Y los libros ideológicamente problemáticos?, ¿los de Ezra Pound, por ejemplo? Nada, esa clase de libros queda fuera de la lista”.
Yo, entonces, coordinaba «La Esfera», el suplemento de libros de El Mundo, y al leerlo no pude reprimir una especie de desazón al comprobar que hiciera lo que hiciese por las páginas de aquel suplemento nunca podría gozar de la libertad del creador de ficciones al imbuirse en la escritura de una novela. Yo seguiría clasificando los libros; estos abajo, aquellos a la izquierda, etc.
Dice Bernardo Atxaga que los textos que figuran en Lista de locos tuvieron originariamente otro destino. Este libro los ha agrupado y el lector encontrará una nueva ocasión para sentirse vivo cuando los lea porque yo creo que no es posible quedar indiferente ante los libros de Atxaga, ante sus personajes, sus fantasmas, ante las conclusiones a las que llega tras la búsqueda de Holden Caulfield, por ejemplo, o con el humor juvenil y distanciado de “El único verano de mi vida en que fui un Don Juan”, o bien con la dureza de “Lista de casos”.
Muchos años después, este sigue siendo un libro de ahora mismo, moderno, solidario, crítico y lírico. Con él revivo uno de los momentos en que fuimos intelectualmente felices y documentados.
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