Hace unos días, en el Club Marítimo La Penela (Cabanas, A Coruña), en la presentación del libro Memorias y confesiones de un médico, de mi tío Javier Martínez Pérez-Mendaña, el periodista Manuel Torreiglesias dijo que a todos nos iría mejor si dedicáramos 15 minutos al día a reflexionar.
Y luego traté de continuar esa reflexión, esa actitud, mientras volvía a casa, a Pontedeume, mientras cruzaba el puente de piedra, largo y bello, y miraba, contemplaba, disfrutaba, a un lado la ría, Ría de Ares, a otro el río, río Eume, bañado todo por un sol espléndido, porque aquí cuando hace buen tiempo —la lluvia también lo es para mí— el sol luce espléndido.
Antes pasé por un muy bien surtido mercadillo y vi un puesto con películas de DVD. Compré unas cuantas, para mí muy apetecibles, entre ellas El premio, con Paul Newman, dirigida por Mark Robson, que pronto disfrutaré.
El premio me retrotrae a los orígenes de mi vocación, a uno de ellos, porque son tantos que ya no sé dónde ésta empieza. Cuando vi El premio por primera vez, que me encantó —como ha vuelto a encantarme ahora—, escribí un artículo para mí mismo —no tenía medios para publicarlo, y no lo publiqué— en el que decía que gracias a esta película yo quise ser escritor.
La historia del autor norteamericano (Paul Newman), galardonado con el Nobel, con debilidad por el alcohol y gran querencia por las mujeres hermosas, me impactó mucho. Era una película trepidante, divertida, compleja, con un escenario de ensueño: Estocolmo. Lo tiene todo para gustar, y yo ya tenía una buena predisposición para que me interesaran las andanzas de un escritor premiado con el Nobel, galardón que yo conocía sobre todo por Camilo José Cela, premiado en 1989.
Leo también por cierto, releo, a Cela, La familia de Pascual Duarte, y a Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris y Mi vida al aire libre. Estos autores, que conocí por la misma época, me han acompañado durante toda la vida, como digo en un artículo de Zenda, “Cela y Delibes, parte de nuestra vida”.
Admiro de la prosa de Cela su carnadura, su cualidad de materia palpable, casi comestible, si se me permite, y en cualquier caso alimenticia, para el ser humano y para el escritor que soy yo. Como lo es la de Delibes, más sencilla. Lo que dicen estos autores aporta mucho, de diferente manera, en el terreno literario, artístico y puramente personal.
Advierto a Delibes más pendiente del qué que del cómo, a la inversa que Cela. Creo que los dos buscan la palabra exacta, pero el modelo mental que guardan en la cabeza, lo que persiguen, es diferente. Sin embargo ambos pertenecen a nuestra literatura y a nuestra cultura. Cela —se me ocurre ahora— muy conscientemente; Delibes como sin querer. Aunque los dos trabajaban mucho sus obras; trabajaban mucho en general.
Aprendo de mis escritores favoritos, mis “compañeros de vida”, más o menos recientes, más o menos antiguos, amigos de ayer y de hoy, del mañana —yo lo sé—. Veo sus libros y me pregunto qué pueden inspirarme para mi propia escritura. Pienso que yo debería escribir ahora una larga, muy larga novela, como la de esos grandes clásicos del género, como la obra de uno de esos grandes autores que todos tenemos en la cabeza: Dostoyevski, Galdós, Clarín, Cervantes, García Márquez, Tolstoi… Un libro escrito sin prisa, con unos años por delante, entre la ambición y la no ambición… en el sentido de escribir un libro un poco como si se escribiera solo, rodando, como rueda una bola de nieve y se va haciendo cada vez más grande, independientemente de su origen. Yo me convertiría entonces en una especie de medio, de agente externo del libro, que lo va generando de forma constante, sin pausa, pero lentamente. Como la gota que horada la roca.
Un libro complejo, con vericuetos, una novela a lo ancho… Debería hacerla. Sinceramente creo que me convendría mucho como escritor. Quizá también como persona. Tal vez la haga. Ahora tengo otros proyectos, pero la verdad es que los proyectos, los libros, se solapan unos a otros, y cuando menos te lo esperas están hechos.
Sí, aprendo de mis queridos amigos y maestros literarios, pero también de las películas que compro con tanta ilusión, y que tanto me divierten —decir “entretienen” me parece poco—. Antes no me ocurría, y he visto muchísimas películas, pero ahora sí que soy muy consciente de lo que me enriquecen como escritor. Como también lo soy de lo que me aportan mis semejantes, las personas que me rodean, conocidos o desconocidos. Al fin y al cabo, si lo pienso bien, un desconocido no es más que un amigo potencial, alguien con el que compartir, una persona que te puede ayudar en cualquier momento. Alguien con el que reír y pasarlo bien. Alguien a quien escuchar. Sí, después de todo un desconocido es casi un amigo, tal vez un amigo.
Lo de «dedicar quince minutos al día a reflexionar»… me recuerda el viejo proverbio zen: «deberías meditar veinte minutos por día, a menos que estés muy ocupado: en este caso deberías meditar una hora».