La historia está para investigarse y discutirse, para tratar de contrastar fuentes y documentos, bucear en archivos, reflexionar cómo se dieron situaciones, contradicciones y hechos que han marcado el tiempo de nuestras sociedades. La historia está para ponerse en la piel de otros como nosotros que vivieron en un tiempo anterior al nuestro y tratar de obtener algunas visiones de esas experiencias. La historia está para escribirse. Porque la historia es experiencia. Así que bajo esta premisa, el escritor y sociólogo José Luis Trueba (Ciudad de México, 1960), autor de obras como Moctezuma, La Ciudad sin nombre, La derrota de Dios o Amor, zombis y otras desgracias, se dio cuenta de que al cura y “padre de la patria” mexicana Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811), la historia oficial le había ocultado una serie de desencuentros con sus compinches independentistas y su personalidad se había maquillado hasta convertirlo en un inmaculado prócer y caudillo redentor que un 16 de septiembre de hace poco más de doscientos años inició la guerra por la independencia de México. Y revisando textos de historiadores y documentos del siglo XIX de liberales y conservadores que peleaban en aquella lucha de secesión, le llamó la atención que ninguno tenía una opinión positiva sobre Hidalgo. Así, trazó el perfil de un hombre “complejo y contradictorio”, mucho más cercano a la verdad de la naturaleza humana, un Miguel Hidalgo engreído, con ansias de sangre, que se entregaba a los placeres de la lujuria, a la bebida y a los juegos de apuestas; un político hábil, pero también un violento líder insurgente que llegó a admitir que no sabía por qué luchaba, pero que desde el momento en que tomó las armas no pudo parar.
Y este es el núcleo de la nueva novela de Trueba Lara, titulada Hidalgo: La otra historia (Océano), obra que ha llegado a librerías mexicanas con cierto revuelo y escozor por parte de quienes no desean cuestionarse la historia con seriedad y siguen empeñados en que todo discurso que atente contra los héroes patrios es un apestoso conservador al que no hay que hacerle caso. Sin embargo, Trueba sabe que su novela está cimentada en una base indiscutible: Ignacio Allende, otro intocable prócer al que ya se le acusa de vasallo de la corona española de aquel entonces para equilibrar fuerzas. Pero Allende (1769-1811), un independentista poco sospechoso de querer hacer chanchullos con la corona española, calificaba a Hidalgo de cura bribón, y a pesar de que comienzan la secesión como aliados, conforme avanza la rebelión se aleja de él a tal grado que, incluso, planea asesinarlo porque al cura se le va la olla y es el primero en convertirse en “Alteza Serenísima”, antes de que Antonio López de Santa Anna, responsable de la venta de medio norte de México a los Estados Unidos, se hiciese llamar así. Allende, relata Trueba, tiene una idea no de Independencia, pero sí de lograr una igualdad entre criollos y españoles, y cree en una lucha donde el ejército no masacre a la población civil, donde no haya saqueos. Trueba le da aún más solidez a su narración abrevando en pensadores como Fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora, Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán o Lorenzo de Zavala, además de los testimonios de Allende asentados en la documentación del juicio que enfrentó antes de su muerte. Pero ojo, Trueba advierte que no hay que perder de vista que se trata de una novela y, como tal, hay en el relato mucho de lo que pasó, pero también lo que pudo haber pasado y lo que le dio la gana que pasara. Faltaba más, porque no es un libro de historia, sino uno donde la mentira y la realidad se entretejen siguiendo los dictados de la imaginación del autor para mostrar una imagen ajena al mármol y al bronce. En suma: una provocación que invita a reflexionar la historia y tratar de comprender la experiencia de una época.
DIPLOMACIA CULTURAL FALLIDA
El cese del escritor Jorge F. Hernández como agregado cultural y director del Instituto de México en España ha provocado una carambola inusitada. Tras los dimes y diretes protagonizados por el autor de La emperatriz de Lavapiés y su jefe, el hasta entonces director ejecutivo del área de Diplomacia Cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Ernesto Márquez, este último, al verse balconeado por Hernández, quien desmintió sus razones para echarlo asegurando que se estaba inventando que había llamado “viuda borracha” a la embajadora mexicana María Carmen Oñate, acabó también dejando su cargo. La cuestión es que quería dejar en la agregaduría cultural de la embajada mexicana en España a la escritora Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981), amiga de su hija, a quien el mismísimo presidente Andrés Manuel López Obrador afeó criticando en su habitual comparecencia diaria que se nombrara a una persona que no estaba de acuerdo con su proyecto, ya que en múltiples ocasiones Lozano —autora de obras como Todo nada, Brujas o Cómo piensan las piedras— había expuesto en redes sociales puntos de vista críticos con algunas políticas del actual gobierno mexicano. Y es vox populi que o estás con la cuarta transformación (como denomina AMLO a su proyecto político) o estás contra ella, y no hay medias tintas. “Es muy difícil encontrar en el aparato administrativo gente que no esté relacionada con académicos, intelectuales, que dominaron durante mucho tiempo”, dijo AMLO sin empacho, como siempre, y agregó que iba a proponerle a Marcelo Ebrard, canciller mexicano, “que sea una mujer indígena, una poeta del centro del país, mexica”, quien asuma el cargo, asegurando que “hay hombres y mujeres con mucha preparación y ya ni hablar de cultura, ellos encarnan la cultura”, remató el presidente-caudillo, enterrando así el nombramiento y al propio Márquez, que al poco de esto dimitió de su cargo y se fue con el rabo entre las patas. De momento nadie se mueve más y ya veremos qué derroteros toma la cuestión, que ha entretenido al mundillo cultural mexicano durante algunos días y pone sobre aviso a navegantes que pretenden vivir con independencia sus labores literarias y/o culturales creyendo que su plumaje no se manchará al entrar en las turbias aguas de la política, que aunque sea cultural siempre puede chamuscar a quien se mete en ellas. Y si no, que se lo pregunten a J. F. Hernández o a Brenda Lozano, brillantes escritores escaldados.
UN SOLO GUSTO LITERARIO
La unificación del gusto literario parece ser al final la gran aspiración del megalómano proyecto que el Fondo de Cultura Económica ha emprendido con la edición de la colección 21 para el 21, buque insignia de la editorial estatal mexicana, con el que aseguran que resarcirán la maltrecha situación de la sociedad mexicana en materia de lectura. Algunos editores independientes me han comentado sottovoce que serían felices si el Estado mexicano mirara para donde ellos están y destinara esos recursos editoriales y económicos (45 millones de pesos, al cambio un millón 800 mil euros) en apoyo de proyectos en los que pudieran publicar títulos en ediciones más modestas y pequeñas pero muy variadas y para todos los gustos. Y hacen cálculos: si de cada título de los célebres 21 se imprimirán cien mil ejemplares, por cada librito de estos un editor podría ventilar 333 obras en decentes tirajes de tres mil, número que multiplicado por 21 da un total de 6 mil 993 títulos. Imaginen la de novelas, poemarios, ensayos, cómics y obras varias de filosofía, historia, psicología y lo que usted guste, que se podrían sacar a la luz, en un momento en el que, por otra parte, prevalece el gusto comercial de los grandes grupos editoriales privados y apenas hay sitio para esfuerzos de calidad, altura y riesgo literario. ¿No fomentaría más la lectura el dar al público variedad en la elección? Porque seamos francos: en México no va a surgir un hábito lector masivo y un gusto literario refinado porque el FCE lance desde los cielos miles y miles de ejemplares regalados al público viandante de 21 obras literarias. El trabajo se debe hacer desde el pupitre y permitiendo que el lector encuentre lo que su gusto demanda, hasta que acabe formándose de verdad un hábito de lectura, y no imponiendo una serie de obras elegidas por un canon determinado por el gusto de un reducido comité de selección que decide esta cuestión. Porque no se tiene por qué compartir ese gusto literario, y lo mejor es que haya variedad donde elegir, porque si no, lo que se impone al final es un pensamiento único. Y todos a leer, si es que de verdad se interesan por leerlas, las obras de Martín Luis Guzmán, Manuel Payno o Guillermo Prieto, nombres de algunos de los 21 elegidos que, por cierto, la mayoría de ellos ya estaban gratis en muchas bibliotecas del país y no por ello eran los más buscados y menos los más leídos.
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