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«Harold y Maude», 50 años de una obra de culto a lo raro

«Harold y Maude», 50 años de una obra de culto a lo raro

Que una película sea un fracaso comercial y de critica y se convierta luego en objeto de culto es casi un cliché artístico, algo que pasó con Harold y Maude (1971), la extraña comedia de Hal Ashby, que cumple cincuenta años, los mismos que el libro de Colin Higgins que inspira el filme y que la editorial Capitán Swing ha recuperado en castellano.

«Es un romance, una tragedia, una sátira, un himno a la excentricidad, una declaración filosófica y una película de viaje con maravillosos montajes musicales», comenta a Efe el editor de Capitán Swing, Daniel Moreno, sobre esta sorprendentemente delicada producción de amor intergenaracional que se estrenó a finales de 1971, sin pena ni gloria.

Vista hoy, se puede decir que la película tenía ingredientes anticonvencionales más que suficientes para subir a los altares de la contracultura setentera, ansiosa de ofrecer sus propios referentes a los que idolatrar y alejada de los cánones más trillados del viejo Hollywood y de su habitual chico conoce chica, etcétera, etcétera.

Por un lado, al frente de Harold y Maude, la Paramount situó a un nombre prestigioso pero alternativo, ya que, aunque este aficionado al LSD y a otras drogas psicodélicas era primerizo en las labores como director, Ashby tenía en su casa un Oscar al mejor montaje por En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967) y años más tarde dirigiría la sombría y premiada El regreso (1978).

En sus manos cayó esta bizarra historia de amor protagonizada por un adolescente con cara de elfo (Bud Cort) y una excéntrica y magnética septuagenaria, nada más y nada menos que Ruth Gordon, la «entrañable» vecina satánica de La semilla del diablo (1968) de Roman Polanski. ¡Ah!, y todo con fondo musical de Cat Stevens.

Harold es, en el fondo, una especie de «proto-emo» con toques «mods», solitario, obsesionado con la muerte y con varios falsos (pero muy realistas e hilarantes) intentos de suicidio a sus espaldas -para cansancio de su familia- que suele combatir su hastío con una agenda en la que prima lo macabro: visitar cementerios, vertederos, desguaces o escuchar los responsos en funerales de personas desconocidas.

En uno de estos estrafalarios eventos coincide con la aún más excéntrica Maude y surge, algo así como un idilio, que provoca además un sismo en la forma en que este adolescente descreído, que se mueve en un coche fúnebre como carta de presentación, contemplará desde entonces lo que le rodea.

Porque, a pesar de sus 79 años, Maude es un torbellino, una mujer con sus propias normas, que fuma hierba, pinta sonrisas a las estatuas, que toma «prestado» aquello que necesita; en definitiva, que hace lo que le da gana y cuando quiere, antítesis de la oferta que a Harold le plantea su madre (la actriz Vivian Pickles): echarse alguna novia de familia bien, a las que espanta con sus bromas macabras, o enrolarse en el ejército.

Maude, que sabe que el tiempo corre en su contra, le da al perplejo Harold un curso acelerado, un libro de instrucciones sobre cómo sortear lo convencional, una máster libertario de experiencias que el aburrido adolescente grabará a fuego en su cerebro.

El australiano Colin Higgins (1941-1988) había escrito la historia a partir de su tesis doctoral en la escuela de cine de la UCLA y la intención era dirigir él mismo esta comedia de humor negro y de toques naif cuyas situaciones y diálogos van directos a la línea de flotación del «establishment» de la militarizada era Nixon.


Aunque no lo consiguió en esta ocasión, la industria le dio a Higgins la oportunidad de estar al mando en otros proyectos, pero con argumentos bastante menos arriesgados: Cómo eliminar a su jefe (1980) o La casa más divertida de Texas (1982).

La película de Ashby fue recibida en 1971 con indiferencia en su estreno tanto por la crítica como por los espectadores, quienes, al igual que los directivos de Paramount, se quedaron más con la superficie supuestamente grotesca que con el mensaje ácrata y hedonista que planteaba.

Finalmente, en este caso, la justicia artística divina se impuso y poco a poco, y gracias a reposiciones y al boca oreja en circuitos independientes, Harold y Maude se convirtió en «algo que había que ver» y doce años después de su estreno comenzó a dar beneficios.

La película no sólo recuperó la inversión de quienes habían dudado de ella, sino que además, los críticos, al principios reacios, la auparon al 45 lugar de la lista de mejores comedias del cine. No está nada mal para un fracaso.

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