Carmen Laforet es uno de esos nombres incrustados en el marasmo colectivo de España: en las instituciones, en los libros —de historia, de literatura, de estudios de género—, en el homenaje de mujer que habría cumplido cien años este 6 de septiembre. Su fama reside en una novela sola, que es una cosa genial de acné e impacto (post)adolescente. Es el tipo de lectura interminable de quien sueña con rescatar a Fantasía de la nada o quiere sensaciones de vivir con drogas de flequillo brendoniano, y de pronto se da cuenta de que el auténtico subidón es la Nada con mayúscula. Es el descubrimiento de la adultez, como una hostia vital contra la tortuga de piedra, ¡será cabrón el ciego Muten Rōshi!, y game over, tía, no te quedan monedas, solo el Street Fighter de Andrea en la Nada de la calle Aribau de Barcelona.
Con Nada, Laforet fue la primera persona en ganar el Premio Nadal en 1944, antes que cualquier hombre y con solo 23 años, ¡toma Sección Femenina! La novela describe las miserias de una edad difícil, más difícil en la posguerra asfixiante del hambre y la beatería, anticipando el existencialismo de Sartre y de Camus y en un tono que podía leerse en clave antifranquista, o todo lo contrario, como los principios de Groucho, a salvo de censuras. Así se perfiló, nada menos, toda una generación: la generación de Nada.
Esto podría haberlo logrado Cela, con La familia de Pascual Duarte. Pero no. Don Camilo tenía un tufillo casposo de 98 castellano y censor, y un aire futuro de académico rancio. Por eso, Carmen fue el crush verdadero de la España joven que leía, paseándose ella por la Tánger homoerótica de los años 40/50, de la mano de Capote, Tennessee Williams y Emilio Sanz de Soto, cual Mónica Naranjo por Chueca, gritando sobreviviré… Hasta que un día Emilio va y le suelta lo que todos sus followers estaban pensando: “¿Por qué no repites el milagro, Carmen? Te lo pedimos; te lo exigimos”. O sea, que basta ya de tanta tontería, y escríbete algo nuevo, tía, que esta nada ya no sube nada.
Cabe imaginarse la ansiedad de que dependan de ti todas las historias del kronen de todos los jóvenes posteriores de todas las Españas, y que no te salga nada nuevo. O escribir y quemar y reescribir, en bucle, como Penélope, porque todo lo que haces te parece nada. Intentando animarla, Vergés le dijo en 1979 que Nada seguía siendo la novela más vendida de la editorial Destino, tía, qué presión, ¡pásame el Minilip! Es lo que tomaba Carmen: una medicación a base de anfetaminas con efecto antidepresivo, a la que estaban enganchadas hordas enteras de amas de casa, porque se vendía sin receta. Esta es la mayor aportación que trajo a España el vacío escritural de Carmen Laforet: la insoportable levedad del prozac y de las dudas, a tope de condición posmoderna, medio siglo antes que Kundera Etxebarria.
Es verdad que a Carmen este desquiciamiento le venía de serie y que escribió más cosas aparte de Nada. Su infancia en Gran Canaria fue La isla y los demonios, título de su segunda novela, que lo dice todo. El padre era un amante del deporte con dejes de bigote hitleriano. Carmen lo miraba con bobería de amor infantil, porque se la llevaba a nadar, a montar en barco o en bicicleta, y él le explicaba sabiamente que un padre no puede querer a su hija si está gorda. ¡Otro Minilip, tía, que te deja un tipito estupendo!
Laforet apenas tuvo madre, de puro enferma y arramblada hasta la muerte, pero sí la típica madrastra. Lo explicó la propia Carmen: “Cada día se produce una escena de gritos con rotura de vajilla, vino derramado sobre el mantel y llantos histéricos. La rabia empieza porque dice que yo me río”. No es extraño, pues, que la niña se escapara, como una princesa Disney.
Se dio su primer beso con un novio de playa. Pero, como el mundo baila siempre a ritmo de dúo dinámico, el final del verano llegó y tú partirás, es decir, el muchacho se fue a Barcelona. Llena la cabeza de pajaritos, Carmen amenazó a su padre con airear en Las Palmas una carta que demostraba que él se había liado con la madrastra cuando esta era la peluquera de la madre en su lecho de muerte, ¡qué fuerte, tía, tía, tía! Y así logró que la enviaran a la Universidad de Barcelona. Carmen iba en busca de su príncipe huido, pero este le dio calabazas y ella estudió poco, excepto que conoció la bohemia fascistoide de los años 40.
Nada se inspira en esta autobiografía traumática de madrastras, tíastras y otras brujastras. Su familia, claro, se pilló un cabreo que no veas: que la niñata esta ha escrito con nuestra mierda el mayor éxito editorial de la historia de España, para que se entere todo el mundo. Y no volvieron a hablarle. ¡Más Minilip, tía, por tu madre!
Desde entonces, Laforet fue Rita Hayworth, siempre con un cigarro en la mano, pero con un ojo que “tiende la vista hacia fuera, y el izquierdo se retrotrae con una secreta tristeza” (Anna Caballé e Israel Rolón, dixit), o sea, psicológicamente bizca, como cualquier mujer desesperada. Se casó con el primer editor que se leyó el manuscrito de Nada, Manuel Cerezales, y la animó a presentarse al Nadal. Para Carmen, lejos de un golpe de suerte, fue una tortura, venga a parir hijos, joder, así cómo puede una ponerse a escribir, todo el día como una mucama, según se desahogaba con Julia, la criada que lo hacía todo en casa y todo lo hacía bien. Mientras, la señora se iba a descansar a la sierra de Madrid.
Laforet hizo lo que pudo para mantenerse como escritora: cobraba el dinero todo de las ventas de Nada y publicó artículos en los mejores periódicos de cada época —Informaciones, ABC, El País, y por ahí—, porque la prensa quería aprovecharse de su extraña estela, que nunca se apagaba. Tuvo, además, la suerte de la amistad.
Hizo buenas migas con Lilí Álvarez, que había sido la primera española olímpica y estrella del tenis en los felices años 20, y tras la guerra se reconvirtió en señorona franquista, devota y… ¡lesbiana! Carmen se obsesionó con ella, pero era una relación imposible de platonismo nacionalcatolicista, y tuvo que sublimar sus instintos sáficos con una epifanía religiosa, ¡tócate las tijeras! Así se lo escribe por carta a otra amiga, Elena Fortún: “Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su propia Esencia”. De esta experiencia católica le salió a Carmen su tercera y penúltima novela, La mujer nueva, para desconcierto de los fanes de Nada. Luego, menos mal, se le pasó la ventolera, y se ciñó a la afición más liviana de echar las cartas del Tarot.
Sus muchas amistades quisieron ayudarla, animándola a salir de su depresión o grafofobia, y eso que Carmen era de esas que viene a tu casa un par de días y a los tres meses no sabes cómo echarla. Con Ramón J. Sender cruzó un abundante y hermoso epistolario desde su exilio en California. Es evidente que él terminó enamorándose, aunque ella ni fu. Sender insistía en organizarle viajes por universidades de EE.UU., y alguna vez aceptó, pero por lo general hiperventilaba y se negaba, ¡más Minilip, camarero! Ella se excusaba con toda su mala leche: que tal vez iría en otra ocasión, cuidando elefantes en un circo, o ancianos por América, como diciéndole a Sender que era un viejo verde, ¡zasca!
En sus años de mujer madura, vivió sin casa y separada de marido, dando tumbos de chica joven por el mundo. Tuvo una especial predilección por la Roma de Alberti, con la pretensión de encontrar una habitación propia. Por fin me voy a encerrar y trabajar de verdad: ¡trabajar, trabajar, trabajar! Pero se iba tres meses a la playa a leer novelas policíacas.
Ya octogenaria, pudo seguir siendo moderna, como una triste ley de dependencia. Cada vez más huraña, dejó de hablar completamente y se quedó inmovilizada por la insolación desgarradora de la residencia del Alzheimer.
Como escribió Juan Ramón Jiménez a Carmen Laforet, desde Washington en marzo de 1946, a propósito de la novela: «»Nada», como todo lo auténtico, es de aquí también, y de hoy, y será de mañana».