La fiebre de Carmela
Joaquín Sabina acostumbra a incluir en los libretos de sus discos breves textos en los que, además de aglutinar los consabidos agradecimientos a músicos, arreglistas, productores y demás compañeros de viaje, incluye de vez en cuando pequeños apuntes acerca de la gestación de las canciones que lo conforman. En el texto de Física y química (1992), se lee una apostilla que siempre me había parecido entrañablemente críptica: «Escribí “La del pirata cojo” para que le bajara la fiebre a Carmela». Por alguna razón que soy incapaz de aventurar, esas palabras se habían quedado ancladas en la profundidad de mi memoria y emergen muchos años después cuando escucho a Pancho Varona, guitarrista titular de Sabina desde hace casi cuarenta años, hablar de la afición del cantautor por hacer «listas de cosas» e ir luego ordenándolas, en función de la métrica y la rima, para dar a ese caos inicial formas estróficas y propiciar, a partir de ellas, el alumbramiento de la canción. La historia debió de suceder en torno a 1991, porque Sabina era un padre primerizo y bastante reciente —su criatura debía de andar por el año y medio de vida— la tarde en que apareció por casa de Varona para ponerse a trabajar en el que tenía que ser su nuevo elepé. «Voy a ponerme a hacer una lista de oficios insólitos en lugares excitantes», dijo, y se sentó en un rincón a ver qué se le ocurría mientras su partenaire se entretenía rasgando la guitarra. De vez en cuando, a Varona le llegaban ecos de alguna nueva píldora: «Legionario en Melilla», por ejemplo; o «taxista en Nueva York», en otro caso. Algunas veces había trampa: «¡Comunista en Las Vegas!», exclamaba Sabina. «Eso no es un oficio», replicaba Varona. «Bueno, también valen situaciones insólitas en lugares excitantes», se justificaba el trovador. En ésas estaban cuando sonó el teléfono: Carmela, la hija de Sabina, tenía un ataque de fiebre y era imprescindible que saliesen a comprarle el medicamento preceptivo. Era domingo, o festivo, y no había ni teléfonos móviles ni Internet, por lo que no resultaba sencillo localizar farmacias de guardia. Así que bajaron a la calle, cogieron el coche y mientras Varona se ponía al volante para dar vueltas por las arterias angostas de Lavapiés en busca de una botica en cuyo escaparate, al menos, se indicara qué establecimiento estaba disponible para casos de emergencia, Sabina seguía pertrechado con su folio y su bolígrafo, destilando ocurrencias: «¡Cigarrillo en tu boca!», «¡Confesor de la reina!». Al fin dieron con la botica y entraron a pedir el medicamento, pero ni así se diluyó el entusiasmo creativo. Mientras Varona le explicaba la situación a la farmacéutica y le preguntaba qué podían llevar para bajar la fiebre de una niña de año y medio, Sabina, a su espalda, seguía enfrascado en lo suyo —«¡Ahogado en el Titanic!», «¡Deportado en Siberia!»—, en una estampa tan cómica como surrealista ante la que es difícil reprimir la carcajada. La canción terminó saliendo, a Carmela se le bajó la fiebre y aquella «lista de cosas» tuvo un final feliz, así que quizás no venga mal invocarla a modo de talismán ahora que empieza septiembre —y con él, el verdadero año nuevo— y todos hacemos, en mayor o menor medida, nuestra particular lista de cosas urdida en el folio imaginario en el que pergeñamos poco a poco, mes a mes, y con mejor o peor letra, la enumeración de propósitos, deseos y descartes con los que vamos dando forma a esa balada imperfecta que es la vida.
En el quicio de la mancebía
No conocía la anécdota que le leo a Aitana Castaño y que se refiere a Concha Piquer y su celebérrima interpretación de «Ojos verdes», una de las joyas de la copla española. La Piquer la había grabado en 1937 según la letra original pergeñada por Rafael de León, a la postre amigo de la propia artista: «Apoyado en el quicio de la mancebía, / miraba encenderse la noche de mayo. / Pasaban los hombres y yo sonreía / hasta que en mi puerta paraste el caballo.» El final de la Guerra Civil y la inmediata instauración de la dictadura franquista, tan inclinada a derramar la sangre ajena como a salvaguardar la (falsa) moral propia, decidió que aquella canción no podía cantarse tal cual, porque la homosexualidad era un pecado nefando que debía erradicarse y no se podía permitir que una canción tan popular hablara de invertidos y de prostitución. Así pues, algún abnegado funcionario modificó escrupulosamente la letra, de modo que su principio se convirtió en «Apoyada en el quicio de mi casa un día», y quedó estipulado que quien quisiera cantarla en público debía atenerse, a partir de ese momento, a la versión oficial. Pero la Piquer, que había estado triunfando por América y venía de casarse con un divorciado en Montevideo, regresó a España y dijo que ella no estaba dispuesta a cantar la canción según la apetencia de los chupatintas dictatoriales, porque su amigo Rafael de León, que era el autor, había querido hablar de homosexualidad y de prostitución y nadie tenía el menor derecho a trastocar su voluntad. Cuando la advirtieron de que la censura la acabaría multando si seguía en sus trece, ella preguntó a cuánto ascendía la sanción. «Quinientas pesetas», respondieron. Y desde entonces, cada vez que se subía a un escenario se aseguraba de abonar por adelantado los cien duros pertinentes para cantar los «Ojos verdes» tal cual había querido que se cantasen su creador: con aquel zagal que, apoyado en el quicio de la mancebía, miraba encenderse la noche de mayo.
El padre putativo
Visito una exposición en torno a la Virgen María y sus representaciones a lo largo de la historia y, mientras contemplo con arrobado detenimiento una escultura de Juan de Juni que muestra a Santa Ana enseñando a leer a su hija y que procede del trascoro de la catedral nueva de Salamanca —¿cuántas veces habré pasado por delante sin reparar en ella?—, escucho a la guía encargada de pastorear a un grupo de visitantes que se han detenido muy cerca de mí: «Ojalá hubiésemos tenido todos un padre putativo como San José, nos habría ido mucho mejor en la vida.» Me pregunto si se puede considerar que a uno le ha ido bien en la vida cuando lo prenden, lo torturan y lo crucifican con apenas treinta y tres años, e intuyo que el mero hecho de preguntarme esas cosas indica que hay pocas esperanzas de que me reserven una buena localidad cuando me toque ganarme un hueco en los graderíos celestiales.
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