Retrato de Beaumarchais por Jean-Marc Nattier (1755)
El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
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Beaumarchais es ya un hombre adentrado en años cuando estrena en 1792 La madre culpable, última obra dedicada a su inmortal Fígaro. En la vida ha conocido el éxito y la fama, pero también las adversidades, la difamación unida al escándalo e incluso el destierro y la prisión. El dramaturgo ha bebido sobradamente del cáliz de las enseñanzas que solo el dolor y las decepciones pueden impartir.
En La madre culpable, obra tardía y verdaderamente crepuscular, ha desaparecido la fina ironía característica de El barbero de Sevilla y el gusto por el enredo propio de El casamiento de Fígaro. Los años han pasado y los mismos personajes aparecen desprovistos de alegría. Lejos del desenfado de la comedia, se abren las puertas del drama. Todos acusan el paso del tiempo, las huellas que el engaño, la decepción y la muerte de los seres queridos dejan en el alma humana. Desaparecido el hogar español, sus luces pintorescas y alegres, la familia entera se ha trasladado a Francia, donde la revolución ha dado comienzo al alba de un mundo nuevo en el que muchas, muchas cosas, van a desaparecer. El conde de Almaviva no es ya un Grande de España, ha vendido sus bienes y propiedades con la intención de no regresar a su patria, y de vivir como un ciudadano particular en la joven república francesa.
Beaumarchais, cuyo credo estético ha quedado reflejado sobradamente en sus propios escritos, propugnaba un arte dramático cercano a la realidad social y que superara los estrictos límites clásicos de unidad de espacio, tiempo y acción. Su arte refleja la vida, la mutación del carácter de las personas, los necesarios cambios de lugar, la transformación de las ilusiones juveniles en una calmada sabiduría apoyada sobre la experiencia de la edad. Por eso ahora el tono de la historia es más sobrio y comedido. Ni siquiera Fígaro es ya un alegre tunante. En la casa de su señor, el conde de Almaviva, reina la tristeza y la desconfianza mutua. Tras sufrir la muerte de su primogénito, el conde averigua que el segundo hijo de la condesa es producto de una relación adúltera con un miembro de la servidumbre, un joven rebosante de belleza y vida, que mantuvo una historia de amor con su señora tiempo atrás pero que había caído víctima de una guerra lejana y olvidada. Por su parte, tampoco el conde está exento de la deshonra, pues cobija en su casa a una joven huérfana de la que se pretende padrino, siendo en realidad padre.
Estas heridas mutuamente infligidas, más por la desgracia de una mala fortuna que por maldad, son admirablemente empleadas por un servidor de la casa, el irlandés y en apariencia muy católico Honorato Bégearss, profundamente hipócrita, intrigante y malvado. Fígaro, hombre experto en la sabiduría que da la vida, lo describe elocuentemente como alguien que es “más tenebroso que el infierno”. Y no se equivocaba. Ganándose la confianza de los esposos, obtiene de ellos sus más preciados secretos para provocar la discordia en el seno la familia, lograr que el señor repudie a su esposa y desherede a su hijo por bastardo, y una vez reconocida la paternidad sobre su hija natural, entregarla al malvado como esposa, haciendo de este el único heredero de la casa del conde.
Aunque era de domino público que Bégearss estaba inspirado en una persona real, en un enemigo de Beaumarchais, Fígaro le apoda, para hacer escarnio, Honorato “Tartufo” Bégearss. Y en verdad las coincidencias con el personaje de Molière resultan evidentes. Pero Bégearss es profundamente cruel, más frío, excelentemente dotado para provocar el desorden y la discordia de una manera organizada, concertada, pensada y pavorosamente orquestada. Es hombre inteligente que ha nacido para ser un dominador en el cual sus víctimas reconozcan, burladas, a un benefactor o a un libertador.
Solo porque a Fígaro le sea posible, como siempre, salvar a sus señores, lograr una humana y mutua reconciliación de los esposos que sorprende por su modernidad y vocación de igualdad, desenmascarando al intrigante, no significa que Bégearss y los hombres como él dejen de ser un peligro. Al contrario, las tempestades de la revolución, en que los herederos del feudalismo van, por fin, a desaparecer, propician el nacimiento indeseado de muchos semejantes a Bégearss, apasionados por la intriga y las maniobras oscuras, devotos de la discordia, de novedades arriesgadas y aventuradas que les beneficien solo a ellos.
En ámbito doméstico estos nuevos protagonistas de la Historia amasan fortunas arruinando familias y corrompiendo particulares; en terreno público, dominan países y engañan pueblos enteros. El propio Bégearss así lo expresa en un breve monólogo del acto IV, donde define la política como el arte de crear los hechos, de dominar y dirigir, como en un juego, los acontecimientos y los hombres. Esta naturaleza oscura, varias veces denunciada por Fígaro, queda probada en la devoción de Bégearss, prácticamente demoníaca, por la dominación política, que es “tan profunda como el Etna, arde y ruge mucho tiempo antes de estallar… y entonces nada se le resiste”.
Beaumarchais, que abrigaba la idea de convertir su trilogía de Fígaro en una tetralogía y a quien solo su muerte en 1799 le impidió escribir La venganza de Bégearss, sabía que su funesto personaje no podía ser la excepcionalidad, sino el tipo recurrente para un elemento nuevo que nos acompaña, nos engaña y nos dirige desde entonces. Reina hasta nuestros días, que a nadie le extrañe, pues, que el pueblo, sometido a engaño y desprovisto de conciencia, vuelva a besar una y otra vez las manos de embaucadores y tiranos.
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