Para la mayoría, dedicarse al oficio, a este artificio, de la escritura, representa lo mismo que tener una amante. Y encima una pesada, exigente, que te tiene el móvil ardiendo las 24 horas del día. Rara vez te va a permitir estar casado con ella, para estar en su compañía deberás buscar los huecos entre horas, robarle al sueño, con un coste mayor cuanto más viejos nos hacemos, y también se habrá de conocer las mañas y trucos capaces de evitar la pérdida de la pasión, de la ilusión. Esto es así incluso si lo que uno escribe goza de éxito. Siempre que la pluma y el papel, y aún los habemos tan anticuados que escribimos de tal guisa, quiera mantenerse viva, que provoque esos mismos aleteos de lepidópteros que nos acariciaron por primera vez hace tanto, uno habrá de hacer sacrificios.
Existe un lugar en Miami, en South Beach, que se lo proporciona a todo escritor que aplique a su programa de unos días de alojamiento y gastos pagados para que pueda dedicarse a sus quehaceres más personales. Pero no es un lugar cualquiera, sino un hotel situado en la zona más art déco de Miami Beach, a solo un minuto de la playa. Aprendo por primera vez lo que significa el término de boutique hotel, a fuerza de verlo, a base de impregnarme en él durante unos días, antes de que mi esposa, que presta más atención a estas cosas, me lo explique. Y parece que es un concepto que al que esté en contra de la desaparición de la originalidad le interesará conocer. Pues no es de estos que pertenecen a la estirpe de las cadenas hoteleras, sino que cuida con atención al detalle todos los elementos que lo componen, desde el menú, pasando por la decoración de las estancias y hasta su ambiente, haciéndolo inimitable en cada detalle, desde el más evidente al más absurdo.
Miami Beach es un entorno distinto al resto de Miami. Es otro ritmo, otro color, menos ruido, pero más bullicio. Es marihuana por las calles, gente con poca ropa, sin importar que las mollas bailen de un lado para otro, coches caros, la mayoría alquilados, rugiendo. Es personas sin hogar que languidecen, se secan como la cecina bajo un sol inclemente en un lugar que es idealizado como destino turístico para la mayoría de estadounidenses. Miami Beach es una línea de costa con arenas que antes fueron corales, bivalvos, ecosistemas desaparecidos, es un agua cristalina y un horizonte que no se detiene hasta dar con las costas del Sahara occidental. Y a pesar de esto, es un lugar en el que el perfil de los cruceros, cargueros y otras bestias de navegación descomunales pueden abrumar y contradecir la idoneidad del destino turístico. Pero la sensibilidad de unos no es la de otros, y la gente continúa viajando a este microcosmos en busca del cuento de los videoclips musicales.
El hotel Betsy es un fragmento de oro que uno encuentra en mitad de un montón de rocas. Se esperaría que se erosionara, que se viera transformado, abollado, arañado y empujado hasta adoptar las formas que sus toscos vecinos le imponen. Sin embargo, el lugar permanece como un mundo dentro de otro mundo. Ajeno a las corrientes imperantes, agarrándose al aura salvadora de sus exposiciones fotográficas, la música jazz en directo cada noche, su música cuidadosamente seleccionada para invitar a los huéspedes a la paz y el sosiego. Un lugar que se enorgullece del amor a los animales, y por este motivo tiene dos directoras ejecutivas caninas. Una excentricidad para los que venimos de un país en el que nuestros políticos aún jalean a psicópatas vestidos con trajes de luces, pero un gesto de identidad propia que indica que, dentro de este hotel, se puede respirar originalidad y armonía.
El hotel, como un testigo de la historia reciente del país, albergó en el pasado a los soldados que partirían a combatir en la Segunda Guerra Mundial. Soldados que, como personas cualesquiera que fueron antes del estallido del conflicto, tenían los más variados perfiles. Entre ellos, poetas, como Hyam Plutzik, varias veces finalista al Pulitzer, y dotado de una voz propia de su época, con la sonoridad, esa huella honda, que también enarboló Joseph Campbell, de quien fue contemporáneo. Años más tarde, el hijo de Plutzik adquiriría el hotel que dio cobijo a su padre, y hoy día sus descendientes mantienen permanentemente una habitación destinada a los escritores, en la que alojarse, donde olvidarse por un período breve de hacer malabares para crear, y en la que sentirse en comunión con tantos otros artistas, mil ya por estas fechas, que han podido alojarse en esta habitación de los escritores, y disfrutar de la inusual oportunidad de crear. Crear y nada más. En su sala principal, junto al piano, en la biblioteca del hotel, paseando por los pasillos con fotos originales de los Beatles, rodeado, como excepción, de arte, comprensión y armonía. Toda la armonía que uno puede esperar de un lugar dirigido por dos Golden Retriever. Que vivan los refugios artísticos del mundo, desde los conventos, las cabañas y hasta los hoteles, y que vivan los que entienden que crear es dejarse la vida en un acto constante de egoísmo y aún así lo apoyan con su generosidad.
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