Otro quince de septiembre, el de 1846, hace ahora ciento setenta y cinco años, George Donner —un próspero terrateniente de Sprinfield (Illinois)— admite que ha sido un error dejar atrás, a sus sesenta inviernos, la acomodada posición de la que gozaba para probar fortuna en el Oeste. Es tenido por un hombre ponderado, piadoso y pacífico, por quienes le han designado para liderar la caravana a la que habrá de dar nombre en uno de los capítulos más escabrosos y espeluznantes de la expansión hacia el Pacífico estadounidense. Mas Donner comienza a inquietarse. También es hoy cuando George admite que está llevando hacia el atolladero, sin remisión, a cuantos el pasado veinte de julio, a orillas del Little Sandy —poco más que un arroyo al sur de Wyoming— le eligieron su guía para el fatal camino.
La ruta de California, que para muchos de quienes la siguieron en los días de la Fiebre del Oro (1848-55) era un ramal de la de Oregón, partía de Independence, en el hoy estado de Misuri. De allí, de Independence, han salido en mayo de 1846 los Donner y los Reed, otra familia que habrá de acompañarlos en su fatal destino. Forman parte de una caravana integrada por medio centenar de carromatos que van dejando atrás los principales hitos del camino: Chimney Rock (Colorado), Scott’s Bluff (Nebraska), Courthouse Rock (Nebraska), Red Buttes (Wyoming), Independence Rock (Wyoming)… Avanzan a un ritmo de unos veinticuatro kilómetros al día, lo normal en un trayecto que suele llevar a los colonos entre cuatro y seis meses.
Entrado el verano, ya en Wyoming han comenzado a cabalgar hasta la caravana jinetes enviados por un tal Langsford Hastings. Es éste un guía que ha descubierto un atajo para la ruta hacia California, dándolo a conocer en un texto, publicado hace apenas unos meses, en 1845, bajo el título de The Emigrant’s Guide to Oregon and California. “Para los emigrantes a California, el camino más directo es abandonar la ruta de Oregón en el fuerte Bridger —se lee en aquellas páginas—. Desde allí hay que dirigirse al Oeste-Suroeste, hasta el lago Salado. Después se deberá continuar, descendiendo hasta la bahía de San Francisco, por la senda descrita”.
La edición ha coincidido con la publicación en los periódicos de la carta del desierto del Gran Lago Salado, allí en Utah, que acaba de trazar el antiguo teniente cartógrafo John Charles Frémont. Hay, pues, un verdadero interés, por parte del paisanaje, en los nuevos caminos a esa tierra prometida. Sí, señor, la tierra de promisión es lo que se antoja California para los colonos del Este, quienes parten hacia ella en busca de una fortuna más favorable en la costa del Pacífico. Idéntico anhelo impulsa a los innumerables emigrantes europeos que se les unen, a la búsqueda de lo que el Viejo Continente no les ha podido dar.
Ellos también, los emigrantes europeos, parecen imbuidos por esa doctrina del Destino manifiesto. Uno de los primeros y más insignes ministros puritanos de Nueva Inglaterra, el inglés John Cotton (1585-1652), quien además fue el abuelo de Cotton Mather —uno de los principales impulsores de los abominables Juicios de Salem (1692-1693)—, escribe en 1630: “Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a librar, legalmente, una guerra con ellos y a someterlos”.
Guiados por ese afán, por ese destino manifiesto, los colonos están dispuestos a quitárselo todo a los amerindios. Lo malo eran los 160 kilómetros que suben y atraviesan la Sierra Nevada. Allí la gran empresa del Destino manifiesto tiene trazas de quimera. Hablamos de una cordillera de tres mil setecientos metros de altitud con más de quinientos picos. Hablamos de un lugar —descrito por primera vez en 1776 por el franciscano español Pedro Font— al que su elevación y la proximidad del Pacífico convierten en una de las cordilleras, de toda Norteamérica, donde la nieve es más abundante y frecuente.
Desde abril, Hastings en persona espera a las carretas de todos los colonos que aquel año siguen la ruta a California, a quienes envía sus jinetes para anunciarles que aguarda en el fuerte Bridger (Wyoming) a cuantos quieran unírseles a la caravana con la que pretende discurrir por su propio atajo. Aunque los montañeses más avezados —quienes por serlo también son los más precavidos— prefieren seguir el camino conocido, que pasa por fuerte Hall (Idaho) y sólo por lo trillado que empieza a estar tras el paso de las caravanas anteriores ya es más fácil, los Donner y los Reed deciden probar suerte por las llanuras salinas de Utah.
Tamsen Donner, segunda esposa de George y madre de tres de sus cinco hijas, viaja junto a su marido. Completan la prole del colono dos muchachas más, fruto de un matrimonio anterior de George, que también avanzan hacia California. Tamsen, la segunda señora Donner, que hasta entonces se ha mostrado satisfecha con el viaje —“si no hay nada peor de lo que hemos pasado, diría que lo que más cuesta es ponerse en marcha”, escribe a un amigo de Springfield—, desconfía de las bondades del atajo de Hastings. J. Quinn Thornton, otro miembro de la caravana, que ya en el 49 habría de publicar un libro sobre la experiencia —From Oregon and California in 1848—, recuerda a Tamsen Donner “sombría, triste y desanimada” ante la idea de abandonar la ruta habitual para seguir el atajo descrito por Hastings, a quien tenía por el más egoísta de los aventureros que cabalgaron por la ruta hacia California.
A los veinte carromatos —ochenta y seis colonos— que se separan en Little Sandy —que, como su propio nombre indica, era el más pequeño de los ríos arenosos de Wyoming— del grueso de la caravana que salió de Independence en la primavera, el camino empieza a complicárseles cuando, llegados al fuerte Bridger —donde las rutas de Oregón, California y el Mormón se separan—, comprueban que Hastings se ha marchado con otro grupo.
Era determinante cruzar las tierras vírgenes de Oregón y California antes de que los caminos quedasen empantanados por las lluvias de primavera. Pero no tan tarde como para que los colonos quedasen atrapados en las ventiscas de Sierra Nevada. De hacerlo en el momento oportuno, incluso abundaba el pasto para el ganado.
El tiempo empieza apremiar cuando tardan una semana en contratar los servicios de otro explorador, Juan Bautista, para conducirles al extremo sur del Gran Lago Salado. Remontado éste, tras dos días de marcha encuentran una nota, que Hastings les ha dejado clavada en un árbol, en la que les anuncia que el paso está cortado por los estragos que ha hecho una tormenta.
Ante este panorama, el 20 de agosto la caravana Donner se ve impelida a proseguir su marcha por las montañas Wasatch (Utah) para alcanzar las llanuras saladas. Bautista se niega a admitir semejante responsabilidad. Con todo, las carretas de los Donner y sus compañeros atraviesan los montes sin mayor problema. Salvo las primeras discusiones. James Reed, el patriarca de los Reed, fue el primero en arrepentirse de haber tomado la ruta de Hastings. Pero ya era tarde para volver atrás. Los pocos que lo intentaron se perdieron.
El dos de septiembre ya avanzan por las llanuras salinas. Pero ese tramo de la ruta, que según Hastings debía recorrerse en un par de jornadas, a ellos les lleva una semana. Antes de dejar atrás aquel infierno de planicies inclementes en la ruta al paraíso, la caravana perderá más de cien cabezas de ganado y se verá obligada a deshacerse de tres carromatos. Y ese quince de septiembre, mientras George Donner se arrepiente de haber tentado, ya sesentón, a una suerte que hasta entonces le había sido favorable y emprender la ruta de California, también debe lamentar los ataques de los paiute, que les han hostigado en varias ocasiones. La comida empieza a escasear, los estómagos de los colonos lo notan. Pero no tiene ni punto de comparación con los rigores del hambre que les aguardan en las nieves.
Las leyendas amerindias —recogidas por el gran Algernon Blackwood en El Wendigo (1910)— hablan de un ser mitológico, antropomorfizado. En efecto, un hombre de las nieves, tan abominable como se suponía al de Tíbet antes que el gran Hergé nos demostrase lo contrario en su álbum más emotivo, Tintín en el Tíbet (1958). Ahora bien, sin entrar en consideraciones sobre la existencia del Wendigo, es indudable que se le atribuye la más abyecta de las atrocidades que agobian a los colonos atrapados en las nieves: verse inclinados a la antropofagia por un deseo de supervivencia tan acuciante como la repugnancia que les inspira semejante práctica.
El veintiséis de septiembre, cuando, finalmente, los Donner retoman la ruta tradicional a California en el río Humboldt (Nevada), el atajo de Hastings les ha retrasado más de un mes. Ya entrado octubre, mientras siguen sin volver los jinetes enviados en busca de ayuda al fuerte Sutter (California), las peleas entre los colonos son frecuentes. A veces el resultado es de muerte, como la que da James Reed a un colono que pegó a su mujer y levantó el látigo contra él. Dado que hasta la caravana no llegan las leyes estadounidenses, los colonos deciden expulsar a los Reed del grupo.
La marcha cada vez es más penosa. Para aliviar la carga de los pocos animales que les quedan, se impone avanzar a pie. Se deja atrás sin contemplaciones a los heridos, a los ancianos y a todos los que no son capaces de seguir el paso. La civilización va quedando atrás a medida que se adentran en terrenos salvajes. Ya en noviembre del 46, la caravana Donner arriba lastimeramente a Sierra Nevada. Ese año el invierno llega antes. Las primeras nevadas suceden a las ventiscas —que vienen soplando desde septiembre, desde que George Donner comienza a inquietarse— a primeros de noviembre. Cuando cae la nieve —que puede cegar definitivamente—, no se ve nada a escasos metros. Todo el que se separa del grupo se pierde en parajes que, en algún caso, no han sido hollados por ningún ser humano.
Los Donner y su gente —en total veintiuna personas— se quedan atrás en un paraje del río Alder donde el espesor de la nieve alcanza cierta profundidad. El resto de la caravana sigue hasta el lago Truckee —actualmente lago Donner—, donde encuentran refugio en unas cabañas abandonadas. Una vez allí, organizan una partida —capitaneada por Charles Stanton— para que cabalgue hasta el fuerte Sutter en busca de ayuda. Al encontrarse con los Donner, comprueban cómo Tamsen alimenta a los que aún viven con los jirones de las riendas y las correas. Les conminan a que se adelanten al lago, pero los Donner prefieren el refugio que les proporciona las tiendas que se han fabricado con las lonas de las carretas.
Prosiguiendo el camino al fuerte Sutter, Stanton pierde la vista a causa de la nieve y sus compañeros le abandonan a su suerte, que no es otra que lo inevitable. Aun así, es mayor que la de aquellos que mueren en el camino y su cadáver sirve de alimento a sus compañeros. Cuando se acaban los muertos, los rescatadores asesinan vilmente a los dos amerindios que les sirven de guías y también se los comen.
A finales de febrero del 47, cuando llega la primera partida de rescate —habrá varias más en las semanas siguientes— hasta los acampados en el Lago Truckee, de los ochenta y siete colonos que tomaron el atajo de Hastings solo sobreviven cuarenta. Nunca llegará a saberse cuántos de ellos han recurrido a la antropofagia, pero se ha dado cuenta de casi todos los muertos. Según algunos comentaristas, el cadáver del propio George Donner ha servido de alimento a sus antiguos compañeros.
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