Como buena amadora, Roma te devuelve quintuplicado lo que le entregas. En esta ocasión me había pertrechado con la lectura del delicioso libro de Isabel Barceló Mujeres de Roma. A la sajeña le fue concedida en 2004 la beca Valle Inclán para una estancia de 6 meses en la Real Academia de España en Roma. Allí se documentó con la intención de devolver la voz a unas mujeres cruciales en su momento, a quienes la Historia, olvidadiza con las hijas de Pandora, silenció.
Deambular desde la Plaza del Quirinal, en la que se halla el palacio del Presidente de la República, por la vía XX Settembre en dirección hacia la Puerta Collina, al norte, inicio de la Vía Salaria, puede parecer un paseo sin mucho fuste. Pero, si llevas en tu ánimo la historia que Barceló nos canta en su obra, sabrás que ése era el camino que seguían las vestales que habían sido condenadas a muerte por haber quebrantado su voto de castidad. Eran conducidas en una litera cubierta, drogadas para que no escandalizaran más a la trémula concurrencia, desde la Casa de las Vestales, en el foro, hasta las inmediaciones de la Collina, al Campus Sceleratus, donde se las sepultaba en vida en una cámara de piedra excavada en la montaña, después de sellar la entrada y dejarles una jarra de agua y unos churruscos de pan. La historia de la vestal Floronia, enterrada viva en tiempos en los que Aníbal asolaba Italia, emotivamente narrada por Barceló, sigue sobrecogiendo. Máxime si sabemos que en las inmediaciones, en el 82 a.C., el sanguinario Sila aniquiló a las tropas samnitas que participaban en una confederación que se enfrentó a Roma en la Guerra Social. No dejó con vida a ningún prisionero: para amedrentar a los senadores que cuestionaban su dictadura mandó ejecutarlos frente al Senado y arrojar sus cuerpos al Tíber.
Previamente había intercambiado con Isabel mensajes pidiéndole recomendaciones para mejor saborear Roma. Sabía de la pasión hacia la Urbs que comparto con ella y su esposo Rafael: ambos suelen viajar con frecuencia allí y pasar algunas temporadas. No podía encontrar mejores cicerones: me hizo una extensa lista de lugares fuera de los focos turísticos con gran carga artística e histórica. Predominaban las iglesias: hay más de 900. Cada una cobija una obra de arte, una reliquia, unos restos arqueológicos o una historia humana que las hace únicas. Poner orden en ese elenco es tarea ciclópea. Encomendándome a los auspicios de la musa Barceló, decidí consagrar este viaje, sobre todo, a destripar iglesias.
A muy pocos pasos de la Piazza San Cosimato, junto a la que la amistad de los Palazzi nos proporcionó amparo, se alza un monasterio franciscano, en el que san Francisco se alojó cuando acudió a Roma: San Francesco a Ripa. Este convento atesora la celda donde el santo pernoctó, la piedra negra que usaba como almohada y hasta un naranjo que, cuentan, plantó. Si Isabel y Rafael nos lo recomendaron es porque su iglesia ampara en una de sus capillas la escultura de la Beata Ludovica Albertoni, que Bernini, un mortal que se transfiguraba en dios cuando empuñaba un cincel o una escuadra y cartabón, esculpió con 71 años, una de sus últimas obras.
Esa misma tarde habíamos reservado para paladear la Galleria Borghese, que atesora obras de arte imprescindibles para ser admiradas en vivo por todo aquel que quiera acariciar la eternidad con sus ojos. En ella moran esculturas fundamentales de la trayectoria de Gian Lorenzo Bernini: éste nació en 1598 en Nápoles de una napolitana de nombre evocador, Angelica Galante, y de un escultor toscano, Pietro, que se había trasladado a la cuna de Parténope para trabajar en la Cartuja de San Martín y en varias fontanas. Cuando Gian Lorenzo tenía seis años, el padre es llamado a Roma por el cardenal Scipione Caffarelli-Borghese, sobrino del papa Paulo V. Bajo la protección de los Borghese trabajó en varios proyectos, entre los que se encuentra la Capilla Paulina de la Basílica de Santa María la Mayor. Aunque una de sus obras más reconocidas es la Fontana della Barcaccia, al pie de las archifotografiadas escalinatas de la iglesia de la Trinitá dei Monti, desde cuyas terrazas superiores se goza de uno de los ocasos más bellos que Roma ofrenda. Y son muchos y variados.
En el taller paterno, ubicado en un costado de Santa María Mayor, donde una placa recuerda las obras del hijo que de allí salieron más que las del padre, Gian Lorenzo aprendió el oficio hasta que se sintió con fuerzas para reclamar voz propia.
En la Borghese, en un rincón no muy destacado del segundo piso, se exhibe una de las primeras maravillas brotadas del genio: la Cabra Amaltea, labrada cuando tenía sólo 18 años. Una leyenda, con seguridad espuria, cuenta que Pietro no quería que Gian Lorenzo siguiera sus pasos, a pesar de que éste ya lo había ayudado, entre otras obras, en la Barcaccia. El hijo, que sentía que su papel en la vida era dar rienda a su creatividad con los cinceles y mazos, aprovechó un trozo de mármol, arrumbado en el taller paterno por considerarlo de escasa calidad, y a escondidas talló una representación de la cabra Amaltea amamantando a Zeus acompañados por un joven sátiro. Mandó enterrar la escultura en las ruinas de una vivienda antigua que estaban excavando unos obreros por mandato del cardenal que protegía a su progenitor. Al ser descubierta por los alarifes, llamaron a su señor para dar cuenta de tan portentoso hallazgo. Éste, a su vez, hizo venir a varios expertos, entre los que estaba Pietro Bernini: todos coincidieron en que lo que tenían ante sí era una obra maestra de época helenística. Fue entonces cuando Gian Lorenzo confesó su autoría, ganándose el aplauso de todos y la protección del cardenal, que puso esa escultura en los jardines de su villa.
Poco después esculpiría para un miembro de la familia Borghese el Rapto de Proserpina, seguido al poco por Apolo y Dafne, piezas cumbre de la Historia del Arte, donde la piedra se transfigura en carne. Estas dos últimas dan la bienvenida a los visitantes de la Borghese, dejándolos con el alma suspendida del mármol, conscientes de que están viendo el fruto del talento de un dios mortal que con entre los 21 y 25 años es capaz de esculpir estas maravillas. Con toda probabilidad la historia del enterramiento de Amaltea sea falsa, pero, como dicen los italianos, se non è vera, è ben trovata: Bernini en sus inicios desvela un perfecto respeto y conocimiento por la escultura helenística, como demostró con la restauración del fabuloso Ares Ludovisi, atesorado en el Museo del Palacio Altemps, frontero con la Piazza Navona.
El éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni tiene reminiscencias más que evidentes de otra cúspide berniniana como es el Éxtasis de Santa Teresa en la capilla funeraria de los Cornaro, en Santa María de la Victoria. La segunda es 22 años anterior a la que se exhibe en San Francesco a Ripa. El rostro de la Albertoni recuerda al de la Santa en el momento de recibir de un querubín el dardo de fuego que la herirá con el don de la transverberación.
Mi amigo Alfonso Cerón, maestro de Historia y profesor de Historia del Arte en Alhama de Murcia, después de explicarnos el “dramático” momento retratado por Bernini en una escena de gran teatralidad por las figuras participantes y la convulsión manifiesta también en el movimiento de sus cuerpos y ropajes, se ganó a la audiencia del grupo de adolescentes alhameños, que bebía las palabras salpimentadas de su magister, apostillando con faz traviesa que lo que el escultor había representado en el momento del éxtasis es el instante justo en que una mujer experimenta el clímax de un orgasmo: esa mezcla de placer y dolor que te engulle hasta las profundidades a la vez que te catapulta hacia los astros. Consciente del cóctel de emociones que experimenta su visitada, el querubín dibuja una sonrisa pícara de complicidad.
Las facciones de la Beata quizás parezcan más sosegadas que las de la Santa: en realidad Bernini, que ve la parca cercana, está representando el momento de su muerte, en medio de visiones que la hacen viajar definitivamente hacia su Señor, en un estado de plenitud y sosiego, a la vez que cierta turbación por la comunión mística que se produce con el Creador.
A este viaje nos acompañaban Raquel, que acaba de terminar el máster que le permitirá ser profesora de Clásicas en un centro de secundaria y conquistar a sus alumnos al igual que su Magistra hizo con ella, y Eduardo, estudiante de Filosofía con una vasta cultura y unos intereses que lo hacen parecer mucho más maduro del joven de 20 años que es. Les había prometido visitar Santa María de la Victoria para que confrontaran ambos éxtasis, pero la hallamos cerrada por restauración. Habrán de volver a Roma para hacerlo y seguir destripando iglesias. Tal vez les esté haciendo un favor. Tal vez.
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