Sergio García Zamora es un poeta nacido en Santa Clara, Cuba, en 1986. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, es autor de varios poemarios, entre los que destacan: Resurrección del cisne (Premio Internacional de Poesía Rubén Darío, Fondo Editorial del Instituto Nicaragüense de Cultura, 2016), El frío de vivir (XXIX Premio Loewe a la Creación Joven, Visor Libros, 2017), Diario del buen recluso (III Premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya, Editorial Erein, 2018), La canción del crucificado (XXIX Premio de Poesía Blas de Otero de Majadahonda, Sonámbulos Ediciones, 2018), Los uniformes (III Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique, Editorial Cálamo, 2019) y Los conspiradores (XXXIX Premio Juan Alcaide, Editorial Verbum, 2020). Es fundador del Grupo Literario «La estrella en germen».
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EL PACIENTE
Qué ha sido mi vida,
sino la vida de un tonto en su cama de hierro.
Sería tan feliz como el mundo
si el mundo no fuese el gran hospital.
Lo épico son estas bandejas
repletas de frascos y jeringuillas.
Lo épico es el olor a cloroformo.
Converso conmigo como un paciente sin visita.
Detesto la buena salud de las sombras
porque será siempre la obra del sol.
No quiero una tos
de la que no pueda morirme.
Aspiro a la fiebre.
Qué ha sido mi vida,
sino la vida de un tonto, un tonto heroico
sobre la mesa de amputaciones.
Como mi brazo no era mi brazo, lo corté.
Como mi pierna no era mi pierna, la corté.
Ahora puedo tomar lo que yo quiera.
Ahora puedo viajar a donde yo quiera.
Ay del brazo y ay de la pierna
de los que solo saben apretar el torniquete.
Ay de los que prefieren la podredumbre
antes que la libertad del tajo.
Ay de los mutilados sin mutilación
que asisten a compadecernos.
Qué ha sido mi vida,
sino la vida de un tonto en su silla de ruedas.
Me han llevado a pasear por los jardines,
por los jardines de un manicomio.
Dime que ha llegado la hora de levantarme,
la hora de ponerme de pie
como el Auriga de Delfos,
como el joven vencedor de las cuadrigas.
Este es el nuevo carro de fuego.
Dime que tirarás de mí, Poesía,
que no volverán a empujarme,
que no volverán a conducirme
espíritus más débiles que el mío.
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EL TRISTE Y EL ENTRISTECIDO
El triste nació triste y va a morirse feliz en su tristeza. Lo penoso es el entristecido. En qué dictadura o cumpleaños agarró esa mala gripe. Una gripe igual a la salud del triste. El triste es toda secreción. Lagrimea. Tiene un nudo gordiano en la garganta. Para desatarlo el triste se degüella. Entonces dicen que es un cobarde por degollarse, pero es solo un triste. O un triste cobarde. El entristecido, en cambio, tiene los ojos de la fiebre. Las lágrimas se le evaporan. Todo en él es desierto y frialdad de desierto. El entristecido no se degüella, sino que tiene familia. Trabaja, hace las compras, lee el diario triste de los entristecidos. Lee la tristísima noticia de un suicidio. El triste suele ser rico y el entristecido suele ser pobre. Se paran uno frente al otro y solo ven un espejo. El triste dice que él se parece al mundo. Pero todos saben que el mundo se parece al entristecido.
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LAS CRIADAS
Nunca son buenas las criadas que no rompen un jarrón ni roban un vestido de sus amas. Los dueños no quieren honestidad, sino humillación. Los dueños no quieren dignidad, sino arrepentimiento. Una criada que solo limpie y ordene y lave y planche y cocine y friegue y atienda a los niños, no sirve. Una criada que solo sea criada no sirve para nada. Los dueños quieren que sea la caja fuerte de sus vidas, que sea única y se abra para cada uno con una combinación distinta. Los dueños no pagan por sus servicios, pagan por su alma. Debe amarlos como si fuese de la familia. Debe ser la abuela que no es, la tía que no es, la hermana que no es. Culparse por el jarrón que tumbó el perro, culparse por el vestido al fondo de la maleta sin abrir del último viaje. Nunca son buenas las criadas, sobre todo cuando son las mejores.
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EL JOVEN DE LA CAJA
El joven de la caja no importa.
Pasa sin rostro junto a nosotros.
Se vuelve invisible.
Adentro de la caja está su rostro
perfectamente doblado como una camisa,
perfectamente horneado como un pan,
perfectamente armado como una bomba.
No recordamos a alguien,
no recordamos el nombre de alguien
que lleve una caja.
¿Cómo puede tener importancia
alguien que carga una caja?
¿Cómo pueda alguien al cargar una caja
dejar de importar?
El joven de la caja es un nadie
aunque lleve la ceniza de tus padres
o la ceniza de tus hijos.
Prueben a vestir al joven con diamantes.
Prueben a cubrir la caja con diamantes.
Y el joven de la caja seguirá sin importar.
Dirán:
Debe ser importante
alguien que tiene por mensajero
a un joven vestido de diamantes.
Debe ser importante
alguien que recibe por entrega
una caja cubierta de diamantes.
Eso dirán, eso diremos.
El joven de la caja, el gran nadie que nunca importa.
Adentro de la caja está su rostro
perfectamente idéntico al rostro de todos.
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EL VIOLINISTA
De niño yo quería ser el violinista.
José Lezama Lima
Con un arco de violín se puede azotar el rostro de un policía y dejarle una sonata dentro de la cabeza que le dure la semana. El policía puede sacar un instrumento de mayor calibre y hacer llorar al violinista. Es mejor golpear el rostro de un idiota con un arco de violín. Los idiotas tienen un espíritu cristiano que los conmina a poner la otra mejilla. Los idiotas tienen más sensibilidad artística que la policía. Los idiotas disfrutan completos los conciertos.
Con un arco de violín se puede armar caballero a un loco. Con dos arcos de violín el rey y el armado caballero se pueden batir en duelo. Si te matan con un arco de violín, pide retoñar en un Stradivarius madrileño. Pero si quedas loco, salta sobre esa música y fustígala como a las ancas de la amada o las nalgas de un yegua.
Con un arco de violín se pude tocar toda la poesía que otros necesitaron tocar con una orquesta de violines.
Con un arco de violín se puede producir magia. Los magos que han perdido sus varitas, toman un arco de violín, lo hunden en vino de Rioja, y producen magia. Sacan lunas, callejuelas, gatos con cuerpo de neblina en la neblina, carruajes que vienen por nosotros. Nada de conejos y palomas, a lo sumo un ángel ebrio que orina. Nada que no vibre en su cuerda.
Con un arco de violín se puede querer ser un niño. Un niño que desatiende todas las lecciones. Un niño que se distrae como un maniquí. Con un arco de violín el maestro lo puede golpear en la cabeza y decirle: Atiende, que esto no es poesía. Con un arco de violín se puede querer que vengan el policía, el rey, el caballero, el mago y los poetas, a llevarse al maestro a los infiernos musicales. Con un arco de violín se puede querer ser otro niño. Pero hay que ser un niño para ser el violinista.
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EL IMPACIENTE
El impaciente crea la calma. El impaciente se fuga espacio adentro y tiempo adentro. Va y regresa desde la hondura hasta la superficie de sí mismo. Mueve nervioso las manos y los pies de nadador en seco. El impaciente que no fuma, camina. Es el buzo caminante de pasillo afuera de todas las salas. Está confinado en su sangre, en su respiración vertiginosa. Asciende ahora la gran cuesta de la espera. La montaña sin salientes, lisa como un cono de plomo. Es el alpinista que va por un café. La máscara de oxígeno comienza a fallarle, se ahoga en el aire de los otros. Los otros conversan como peces muertos, como aves muertas, de los que solo resucita la boca. El impaciente aguarda por la extirpación de las amígdalas hipertrofiadas de su hija. Una operación sencilla. Una recuperación molesta. Resulta mejor a esa edad. Resulta mejor la impaciencia a esa edad. Todo resulta mejor a esa edad. El impaciente crea la grieta, el páramo sembrado de muertos, el fondo marino, la torre volante. El impaciente crea la calma como tierra prometida: puede verla, pero no habitarla. En la calma los otros se sientan y leen. Leen calmadamente como cirujanos en su descanso. El impaciente se pregunta cómo logran leer.
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EL SALVADO
Estoy a salvo de que me envíen cartas,
de que me envíen lirios y botellas de vino.
Nadie sabe que prefiero la cerveza y los girasoles;
que encuentro bellísimas las pipas y cigarreras,
aunque nunca fumo.
Amo el café y la conversación
que para algunos necios es un lujo.
Estoy a salvo de que conozcan
más de mí que de mis libros
porque en mis libros son horribles las noticias
y pasan de página como de canal en la tele,
apagan y se acuestan
pensando que mi vida es mejor que sus vidas
y que soy como tantos un hipócrita,
un hipócrita escritor, su hermanastro,
su semejante que jamás llamarán igual.
Nada de un padre que columpia
en las tardes a sus hijas
y sonríe viendo cómo sonríen;
nada de un hombre al que le duelen las rodillas
y teme por los dineros y el poco trabajo;
nada del esposo joven que ha engordado
con una esposa hermosa todavía.
Estoy a salvo de los editores caníbales,
de los ejemplares de tapa dura
como tapa de ataúd,
de las letras doradas en cubierta
como dorado epitafio.
Estoy a salvo de los homenajes,
salvo del homenaje de la vida hacia la vida
que se gana y se pierde viviendo.
Estoy a salvo de saber cuáles son mis mejores poemas,
los memorables, los trascendentes,
los que te hacen creer que estás a salvo
y que ya no necesitas escribir.
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