Popocatépetl. «El cerro humeante», en idioma náhuatl. Activo desde que se tiene memoria, el volcán se levanta más de cinco mil metros sobre el nivel del mar. Geoffrey Firmin, un decadente excónsul británico, observa la cima del monstruo bajo el cielo mexicano. Malcolm Lowry no eligió el Popocatépetl como telón de fondo para su novela, Bajo el volcán, por azar. El personaje, alcohólico y destruido, se deja tragar por la angustia que la amenaza constante de la montaña crea en él. Este fenómeno geológico tan desafiante siempre ha impuesto en el ser humano esa sensación de intimidación latente. El volcán nos recuerda que la vida, pese a que a veces nos empeñamos en olvidarlo, puede cambiar en un segundo, puede destruirse en un instante. Así es la vida bajo el volcán, y la literatura nos lo recuerda.
Precisamente por eso no sólo Malcolm Lowry ha elegido este elemento natural como simbólico paisaje narrativo. Ahora veo las dramáticas imágenes en La Palma, con miles de vecinos recogiendo una vida en pocos minutos, y pienso que el arte ya dio fe de esta ansiedad, de ese miedo, pero también del juego de colores, del olor, de la ceniza y de la muerte. Afloran entonces sentimientos a menudo olvidados. Ya lo relataba Andrea Abreu en su Panza de Burro, cuando afirmaba que «gracias al miedo que nos daba que el vulcán nos matase a todos toditos, Isora era otra vez mi amiga». Es la solidaridad de quienes crecen bajo una advertencia firme, interminable. Plinio el Joven hablaba en sus escritos, tras la destrucción de Pompeya, de cómo su tío, Plinio el Viejo, socorrió a varios amigos con su flota en Nápoles antes de morir asfixiado por los gases del Vesubio. Solidaridad, compañerismo y fraternidad al servicio de la supervivencia. Gracias al relato, por cierto, este tipo de fenómeno es conocido hoy como erupción pliniana.
El volcán se aferra a la literatura en sus diferentes sentidos. Una prueba es el Etna, alzado en el centro de la civilización grecolatina, y que sirve igualmente para reflejar con sus llamas la pasión que con su fuego abraza, que diría Ovidio en sus versos, o para la «horrible ruina» a la que cantó Virgilio en su Eneida. La modernidad abrazó este mismo simbolismo, acuérdese el lector de Goethe, quien veía en la ascensión al Etna un rito iniciático. Todo terreno marca el volcán, desde el más aventurero, cómo olvidar las laderas del Snæfellsjökull, por donde habrían de lanzarse los protagonistas a los que Julio Verne hizo llegar al centro de la tierra; hasta el más metafísico, cómo no recordar las nieves del Kilimanjaro que serían la última visión del moribundo Harry, ideado por Hemingway. No es menos larga la sombra poética que el volcán alcanza, algunos Quevedo, Lope, Bécquer o Neruda se refugiaron en ella. Fuji, Tambora, Teide, Osorno, Krakatoa. Vivir bajo el volcán, como nos recuerda la literatura, es convivir a la vez con lo mágico y lo funesto, con lo fascinante y lo destructivo.
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