El loro de Budapest (editorial Fulgencio Pimentel), de André Lorant, es el recuento de una juventud truncada, sometida primero al yugo nazi y luego al llamado socialismo real; un mensaje para el lector que quiere conocer las entretelas del pasado y el curso de las pequeñas vidas que rara vez transitan los manuales de historia. André Lorant regresa a la Budapest de sus primeras décadas de vida y elabora el relato íntimo de un representante de la alta burguesía que vio desarrollarse frente a sus ojos toda la furia del siglo.
Zenda publica las primeras páginas.
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CAPÍTULO PRIMERO
Más madrastra que madre
Durante largas décadas, fui incapaz de considerar a Hungría una madre bondadosa. En mis delirios no era sino un reino de ogros devoradores de niños, el de los magiares, vulgares e incultos. Miembro de una burguesía comerciante curiosamente apegada a la tierra —mi abuelo materno era propietario de varios miles de hectáreas y fue pionero en la introducción de la piscicultura en Transdanubia, en Cikola, junto a Pusztaszabolcs, en el condado de Fejér, y mi abuelo paterno, consejero delegado de la empresa Molinos Reales—, nunca tuve noticia de esa patria de grandes espíritus liberales, de poetas, de artistas que se rebelaban contra los energúmenos embutidos en el dolmán que solo les permitían prosperar para poder aniquilarlos más seguramente después. Bárbaros que se tenían por descendientes de Nimrod y forjaban leyendas que evocaban sus orígenes «turanios», es decir, asiáticos, y que fantaseaban con la visión de sus antepasados persiguiendo a un ciervo fabuloso que aparecía y desaparecía ante sus ojos y que se suponía los había conducido hasta la cuenca de los Cárpatos.
Los comentaristas se esfuerzan por destacar el sentido positivo de la historia: los hijos necesariamente han de rebelarse contra los padres en su deseo de acceder a una vida autónoma. Pero, a mi parecer, la música no se equivoca. Los fraseos melismáticos del tenor, portavoz de los hermanos, en un registro prácticamente incantable, tienen algo de inhumano, algo que provoca inquietud y desconcierto. Esos ciervos, capaces de lanzar a su propio padre por los aires tras haberlo ensartado con sus apéndices óseos y destrozar con sus pezuñas los miembros dispersos, formarán de ahí en adelante una horda salvaje que sembrará a su alrededor la muerte y el terror. Una vez llegados a Panonia, es de suponer que se convertirían en jefes de tribu sanguinarios e implacables, temidos por los naturales del país, y no en pacíficos trabajadores dispuestos a recorrer el camino de la civilización.
Las palabras revelan mi encono, dejan intuir mi decepción y son testimonio de las relaciones conflictivas con ese país en el que, por no sé qué milagro, pude escapar de las garras de la muerte y del que me marché a los veintiséis años. ¿A quién explicar mi resentimiento contra la comunidad que intentó aniquilarme? Por supuesto que no a Muriel, historiadora de unos treinta años que trabaja sobre los conceptos de Estado y nación a propósito de esa entidad artificial llamada Yugoslavia que se nos reveló, mientras soportaba varias guerras de exterminio étnico, como una terrorífica «colonia penitenciaria» y donde unos millares de máquinas de matar machacaron a sus víctimas sin descanso. «De momento, la cadena Arte nos bombardea con imágenes que no dejan de recordarnos las atrocidades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Como contraposición —prosigue—, nosotros trataremos de aportar otra perspectiva sobre ese mismo periodo, conservándola una vez que los supervivientes hayan desaparecido». Es la despiadada juventud la que se expresa así. Fue aquí, en París, donde me tocó descubrir las insoportables imágenes de los supervivientes esqueléticos de los campos de concentración. (¿Has intentado imaginar siquiera durante un segundo, Muriel, lo que aquellas víctimas podían sentir en cuerpo y alma?). Y fue en la televisión donde vi a los aliados obligando a los habitantes de Mauthausen a enterrar en la fosa común aquellos descarnados cadáveres que yacían amontonados en los infectos barracones. ¿Estaba acaso yo moralmente anestesiado por la reciente muerte de mi padre, en enero de 1944, por las dificultades de mi propia supervivencia, por las ruinas que me rodeaban, por la vida que iba reapareciendo en medio de las calles destrozadas por las bombas y por las que circulaban los soldados soviéticos, la infantería rumana —el rey Miguel I abrió las fronteras al ejército de Stalin en otoño de 1944, convencido de que podría seguir dando vueltas en jeep por los jardines de su palacio hasta el fin de sus días— y las tropas auxiliares húngaras, que llevaban un brazalete rojo? Algunos años después, sería en 1952, me dominaron las náuseas al contemplar en un folleto un cuerpo partido en dos sobre la mesa de disección de unos médicos nazis. La visión de la caja torácica me aterrorizó, y todavía me parece sentir la misma repugnancia de entonces. Contentos por seguir vivos, abrumados por el convencimiento de que debíamos nuestra existencia al puro azar y hablando a todas horas del asunto, habíamos intentado olvidar el horror. Los supervivientes callaban y la propaganda comunista se impuso como tareas disimular la responsabilidad del ejército soviético en el aplastamiento por los nazis de la rebelión de Varsovia y presentar a las tropas alemanas como únicas responsables de la masacre de los oficiales polacos en el bosque de Katyn. Me pregunto si el proceso público contra Szálasi, el führer húngaro, entre octubre de 1944 y enero de 1945, sacó a la luz la verdad sobre la cooperación activa de la policía y de las tropas auxiliares hitlerianas húngaras en la deportación masiva de seiscientos mil judíos húngaros. Pero eso es cosa de mi historia personal, de mis recuerdos. Algo que no despierta ningún interés en Muriel ni en los jóvenes de su generación.
La Shoah no debe ser magnificada en detrimento de otras tragedias colectivas. Muriel, una de cuyas abuelas es siria, habla sin problemas de la represión de la revuelta armenia por los turcos. Yo mismo he visto en televisión imágenes de las masacres de los hutus a mano de los tutsis, y de la venganza de los tutsis contra los hutus; de los criminales atentados contra los chiíes y de la venganza de estos contra la mayoría suní, y he sentido indignación ante este Occidente que permanece de brazos cruzados mientras almacena impasiblemente esas imágenes cuyo horror sobrepasa todo lo imaginable. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?», han exclamado a veces los católicos, en la estela de san Pablo, rebelándose contra la condición humana. «Aquí, hoy, ahora», parecen responder esos niños esqueléticos con el vientre hinchado que se mueren de hambre y que son filmados a veces en los últimos momentos de su existencia. Ciertamente, la televisión propicia un extraño y aterrador diálogo entre africanos que se exterminan, serbios, croatas, albaneses y macedonios que se matan unos a otros bajo la atenta mirada «legalista» de los observadores de la ONU. Kabila, Mladić, los terroristas del Dáesh, que degüellan o decapitan a sus enemigos con «armas blancas», como púdicamente suele decirse, forman una ronda infernal banalizada por los medios de comunicación. Sí, Muriel tenía razón; por eso sus palabras me parecieron tan chocantes, porque yo no era capaz de insertar entre esos otros el «episodio» del exterminio programado y fríamente ejecutado de los judíos europeos, transportados en vagones de ganado, marcados como ganado, apaleados, muertos de hambre, humillados, pero capaces de ayunar en Yom Kippur, el Día de la Expiación, de recitar versos de Dante, como ha testimoniado Primo Levi, o de canturrear piezas de Mozart a la puerta del horno crematorio.
Me da la impresión de estar divagando mientras me ocupo por primera vez de los hechos de mi pasado húngaro. Es preciso que vuelva a tomar las riendas y que aborde más tranquilamente mi propósito.
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Autor: André Lorant. Traductor: Alfonso Martínez Galilea. Título: El loro de Budapest. Editorial: Fulgencio Pimentel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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