Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Siempre he sido fan incondicional de Tino Casal. Escribo esto con tono de confesión, con voz mental de anuncio solemne, como quien pide la vez en una sesión de terapia colectiva para decirle al resto del grupo su nombre y admitir después la adicción que le avergüenza. Porque, para mí, ser fan de Tino Casal fue siempre una de esas pasiones musicales inconfesables. Casal no estaba entre los músicos de los que uno presumía de conocer a fondo y seguir a muerte. Como pasión secreta, no llegaba a lo vergonzante de otros vicios que alguno de aquellos contertulios de los debates de juventud sobre cantantes y bandas favoritos llegó alguna vez a admitir (léase Camilo Sesto, Rafaella Carra, Olé Olé y hasta La Más Grande), pero nunca estuvo del todo bien visto confesarse admirador suyo. Yo admiraba a Tino Casal, pero nunca lo verbalicé, tal vez porque su confusa imagen despertaba en mí un reflejo atávico de pudor heteropatriarcal, que diría el hípster de Gascón.
En todo caso, mi admiración por Tino Casal no es estrictamente musical sino más conceptual. Casal me pareció siempre más un artista, un concepto estético, que un mero cantante y, como artista, me admiraba su valentía, su descaro, su independencia y su ambición. Me gustaba ese personaje diseñado a partir de la fusión perfecta de dos elementos: el exceso y el talento. Tino Casal construyó un personaje único, sin complejos, tan chirriante como seductor, que destaca como una rareza, una singularidad aislada en medio de aquella avalancha de grupos y músicos ochenteros. Casal fue alguien tan diferente que podrá analizarse su influencia en músicos posteriores pero ni siquiera es posible señalar ningún heredero que haya sido capaz de haber seguido su estela creativa.
Pero vayamos por partes. Exceso y talento.
Empiezo por los excesos. La estética de Tino Casal, todo el concepto, se basa en la ausencia de moderación. Tino Casal coge todos los tópicos estéticos de la época —cardados, rímel, hombreras, guantes, tachuelas o plataformas, de todo— y los lleva al extremo. Suele mencionarse como su referencia estética a Bowie (en parte al Bowie andrógino y alienígena de Ziggy Stardust y en parte al rubiales discotequero que cantaba «Modern Love»). Yo creo que también está cerca del Prince de Purple Rain. Pero, puestos a etiquetar, Casal encajaría en los llamados «nuevos románticos», esos ingleses de ritmos poperos y estéticas de un barroquismo sofisticado y cursilón, horteras sin complejos, teatrales y catetos, donde caben Boy George o Adam Ant y grupos con esa blandenguería algo grimosa como Spandau Ballet o Duran Duran. Casal es el refinamiento del travestismo underground de Fabio MacNamara, el continuador de la imagen del Mecano inicial (antes de que Nacho se volviese demasiado intensito, Jose María demasiado reconcentrado y Ana demasiado culturista), es la madurez natural de la horterez setentera de Abba y el antecedente de la impostada modernidad de Miguel Bosé cantando con bombachos que será tu amante bandido. Tino Casal es, por supuesto, perfecto para banda sonora de carroza de Orgullo y también inspiración de la que luego sería la decadencia estilística de modernos de pacotilla como Locomía. Tino Casal es, por tanto, un divertido, desatado, deliberado y acertado exceso de todos los estereotipos estéticos de los 80. Pero la paradoja es que, a la vez, brilla como un artista único, la construcción perfecta y estudiada de un personaje —y subrayo que reitero con intención y como elogio el término «personaje», porque ciertamente creo que Casal es todo un personaje, más allá de solo un músico— creado paso a paso a medias entre él y la que fuese su pareja, la diseñadora de vestuario Pepa Ojanguren.
Pero en todo ello hay puesto, además, mucho talento. Y ese talento no se reduce solo a la creatividad en la ropa o el maquillaje. Hay toda una puesta en escena en la que nada se deja al azar. Merece la pena repasar los elaborados videoclips con los que ilustraba sus canciones, esas peliculitas tan propias de la era dorada de la MTV, de los que tan bien se supo valer para desarrollar esa estética glam, colorida, andrógina, de afán transgresor y desesperada por resultar moderna que sería su seña de identidad. Ahí están sus videos de actuaciones en YouTube para entenderle, para disfrutar de esa mezcla de admiración, asombro y el pelín de vergüencita que da verlo y disfrutar con él. Ahí está Tino: modelones recargados, bailes a lo Carlton Banks, párpados sobrepintados, bigote teñido, perilla y patillas de bucanero muy masculino, peinados con exceso de laca muy femeninos, actuaciones en que le acompañan guitarristas vestidos con el uniforme oficial sadomaso, correajes de cuero en cuerpo musculoso, puro exceso todo, puro talento para, usando los mismos trucos que todos, ser en cambio diferente a todos los demás. Y, además, está la música.
Hay que tener mucho desparpajo, mucha osadía y, sí, mucho talento, para componer una canción discotequera sobre un desamor con una mujer echada a perder – una historia a lo «Princesa» de Sabina – y, con un par, que sin venir a cuento el estribillo de la canción sea «Champú oh oh de huevo / Champú oh oh de huevo». Y que, encima, funcione. Si eso no es talento, que venga Dios y lo diga.
Tino Casal tiene más chicha musical de la que puede parecer a primera vista. Hay todo un viaje creativo entre sus primeras canciones melódicas, su experimentación disco a disco y su plenitud grabando «Eloise» en Abbey Road con la London Philarmonic Orchestra. Pero, al final, sus ritmos te trasladan sin remedio a discotecas de bola de espejos en el techo, sintetizadores sonando a todo trapo, chicas con el pelo levantado por el fijador y cadenas por cinturones, moteros de chaleco de cuero sin mangas mezclados con chavales de pestañas pintadas que lloran con el «Only You» de Yazoo, bebidas de colorines y pista abarrotada bailando «Embrujada». En su discografía se mezclan canciones inolvidables con inevitables tropezones, como ocurre con todo músico amante del riesgo, y hasta algún risible patinazo como esa versión del «Don’t You Want Me» de Human League reconvertido en «No fuimos héroes» (y esa es mi anécdota personal de turno: ese título hizo que mi editorial me plantease la necesidad de cambiar el de mi novela Nunca fuimos héroes por ser demasiado parecidos: ¿quién me iba a decir a mí que Tino Casal me obligaría a replantearme retitular?). Quizá en su momento no diese prestigio entre los amigos ser admirador de su música, pero en cambio, con la perspectiva del tiempo, es más fácil abarcar su dimensión creativa.
Pero no pecaré aquí también yo de exceso al elogiar su legado musical. Como digo, de Tino Casal me fascina más el conjunto del artista que su música, el delirio estético que le envuelve y que le hace brillar con luz propia, su figura a solas bajo el foco, con personalidad propia en medio de todas aquellas docenas de artistas de la época. En aquel tiempo plagado de modernos, románticos, tecnos, punkis, roqueros, mods, góticos o cualesquiera otros, Casal merece ser recordado porque él recogió, mezcló y exageró elementos exclusivos de todos ellos para, a golpe de retazos, crear algo único e indefinible.
Me pregunto cómo habría sido el futuro de un artista tan extremo si aquella noche maldita del 22 de septiembre del 91 no se hubiese quedado detenido en el tiempo dentro de aquel Opel Corsa que se fue a estrellar en la carretera de Castilla. Es difícil aventurar la duración o la evolución de un personaje tan unido a la época en que surgió. Me aferro a su indiscutible talento para intuir que habría sabido leer las señales, que habría sabido anticiparse al final de aquel tiempo y redefinirse, reinventarse y continuar por cualquier otro camino, estético y musical, sin duda también excesivo, arriesgado y acertado. O, tal vez, habría entendido que su relato musical no podía llevarse ya más lejos y habría optado por reorientarse y desarrollar aún más sus otros talentos: pintor, escultor, productor de cine y música y hasta sastre. Nunca lo sabremos.
Mi consejo final: busquen esos vídeos, sus recargados videoclips y sus actuaciones televisivas, déjense envolver sin complejos por su escenografía con sobredosis de brillibrilli. Estoy seguro de que quedarán, como la canción, embrujados y, cuando en un debate musical llegue el momento de confesar pasiones privadas, también se levantarán y admitirán, con desahogo y alivio, que sí, porqué negarlo, que eso también es saber apreciar la buena música, que también ustedes son admiradores de Tino Casal.
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