El Abecedario democrático (Turner) de Manuel Arias Maldonado es un manual de cultura política compuesto por 27 ensayos, uno por cada letra del alfabeto. Una explicación de los conceptos básicos del sistema político liberal (como ciudadanía, Estado y libertad), que se relacionan con temas que forman parte del debate público (la nación, la autonomía o la igualdad). Un libro que se podría convertir en un texto de referencia incluso dentro de las aulas.
Zenda publica las primeras páginas.
***
A
AUTONOMÍA
La autonomía es la capacidad de una persona para gobernar su propia vida, viviéndola de acuerdo con sus preferencias y por medio de sus decisiones. Somos autónomos cuando hacemos un uso reflexivo de nuestra libertad: cuando pensamos lo que hacemos en lugar de hacer lo primero que pensamos.
La autonomía es la capacidad de una persona para gobernar su propia vida, viviéndola de acuerdo con sus preferencias y por medio de sus decisiones. Somos autónomos cuando hacemos un uso reflexivo de nuestra libertad: cuando pensamos lo que hacemos en lugar de hacer lo primero que pensamos. Así que el ejercicio de la autonomía presupone el disfrute de la libertad, aunque no son la misma cosa; podemos ser libres y, sin embargo, renunciar a evaluar de manera reflexiva lo que hacemos o deseamos. Ejercitar la autonomía es entonces como dar un paso atrás, para poder vernos desde más arriba y hacernos cargo de nuestras preferencias, valores, decisiones. Es posible que, pudiendo ejercitar la autonomía, renunciemos a hacerlo por falta de disposición o autoconciencia. Pero tampoco podremos ejercitarla cuando nos lo impida una fuerza o poder externos; por ejemplo, si alguien decide por nosotros o nos impone sus valores. En este caso, hablamos de heteronomía, palabra que designa la privación de la autonomía personal.
Hay que tomar en consideración que, incluso en ausencia de un Gobierno despótico, una persona puede verse dominada por la necesidad material hasta tal punto que le es imposible moldear sus propias preferencias. Quien carece de medios de subsistencia o se ve obligado a trabajar durante jornadas interminables a cambio de un magro salario, difícilmente podrá actuar como un sujeto autónomo. Desde este punto de vista, la autonomía personal solo puede realizarse en sociedades que ofrezcan suficientes oportunidades vitales a sus miembros. No se sigue de aquí que debamos ser ricos o tener siempre un empleo fijo para ejercitar nuestra autonomía, entre otras cosas porque nuestra situación personal puede ser ella misma un reflejo de las decisiones que hemos adoptado. Pero la crítica que Karl Marx dirigió al liberalismo político es pertinente: proclamar valores o derechos es insuficiente si no se asegura la posibilidad de su realización práctica. Y si bien resulta difícil precisar con exactitud qué forma debe adoptar el reparto de la riqueza en una sociedad de cuyos miembros pueda predicarse la autonomía, parece razonable afirmar que la pobreza constituye un problema más grave que la desigualdad. Para producir sujetos autónomos, lo importante es que todos tengan suficiente y no que existan diferencias entre lo que tienen unos y otros. Es verdad que un exceso de desigualdad es dañino para la comunidad política; no resulta saludable que algunos tengan muchísimo más que la mayoría. Pero, inversamente, estaremos agravando el problema si nos empeñamos en crear una sociedad igualitaria donde todos tengan poco, ya que la autonomía presupone libertad de elección y no hay libertad de elección sin una diversidad de opciones abiertas a todos. Si todos viviéramos igual, no sería posible ejercitar la autonomía personal.
Pero ¿qué ocurre cuando son las decisiones voluntarias de la comunidad política las que obstaculizan el ejercicio de la autonomía por parte de sus miembros? Si aceptamos que las decisiones adoptadas por una colectividad obligan a los individuos que la forman, ¿qué parcelas de la libertad individual pueden ser invadidas por esas decisiones? En otras palabras, ¿qué decisiones puede adoptar el Estado por nosotros sin con ello vulnerar nuestra autonomía? ¿Puede obligarnos a llevar casco cuando vamos en moto, impedirnos abortar en el sexto mes de embarazo o prohibir que fumemos en un bar? No hay una respuesta infalible a estas preguntas, pero en todos estos casos parece aplicable el principio del daño formulado por el filósofo liberal John Stuart Mill:
El único propósito con el que puede ejercerse legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada […] es prevenir un daño a los demás. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es motivo suficiente. […] La única parte de la conducta de un individuo por la que este es responsable ante la sociedad es la que afecta a los demás. Con respecto a la parte que únicamente le concierne a él, su independencia es, de derecho, absoluta.
Desde este punto de vista, la autonomía personal es un límite para el poder de la colectividad: el Estado debe ser neutral respecto de los valores, preferencias y formas de vida de los ciudadanos. Preservar la autonomía individual exige limitar el poder público y desvincular la acción del Estado de cualquier propósito perfeccionista: no correspondería a las autoridades decidir en qué tenemos que creer o cómo debemos vivir. Este rechazo del paternalismo, característica del pensamiento liberal, conoce excepciones: el Estado debe asegurar la continuidad de las instituciones democráticas que hacen posible el libre autodesarrollo individual. Se sigue de aquí que habrá formas de vida inadmisibles y así habrán de sancionarlo las leyes: por ejemplo, uno no podrá promover el racismo ni maltratar animales; tampoco podrá renunciar a sus derechos convirtiéndose voluntariamente en el esclavo de otra persona. Pero el Estado vulnerará su deber de neutralidad cuando se dedique a imponer valores morales determinados, como si fuera un padre empeñado en modelar la vida de sus hijos.
Salta a la vista que el imperativo de la neutralidad es vulnerado con frecuencia por los Gobiernos electos, ya que la competición electoral es también un conflicto entre distintas formas de ver el mundo y quienes llegan al poder se esfuerzan por realizar la suya. Para ello, los Gobiernos usan distintos instrumentos: las leyes, el discurso político, la educación pública, la publicidad institucional, los medios de comunicación a su servicio. ¿Cómo resolver este conflicto? Desde una perspectiva democrática podría sostenerse, como hizo Jean-Jacques Rousseau con su “voluntad general”, que la decisión de la colectividad obliga a todos los miembros de la comunidad sea cual sea su contenido. Si adoptamos un punto de vista liberal, en cambio, la cosa cambia: en la democracia liberal- representativa, los derechos individuales son un límite irrebasable para el poder público. Dicho de otra manera, los derechos que hacen posible el ejercicio de la autonomía personal no pueden ser vulnerados por la voluntad general de la colectividad. Puede así concluirse que la defensa gubernamental de opciones morales particulares será aceptable siempre y cuando no vaya acompañada de la vulneración de los derechos del individuo, ni persiga restringir la pluralidad moral que el liberalismo político considera inherente a las comunidades humanas.
Ocurre que la tensión entre la autonomía individual y las decisiones colectivas no termina aquí. Para Immanuel Kant, uno de los padres fundadores del pensamiento ilustrado, la autonomía es la capacidad del individuo para determinar las normas morales con arreglo a las cuales gobernará su vida. En la medida en que somos seres racionales, podemos establecer nuestros propios fines y examinarlos desde un punto de vista universal: el “imperativo categórico” sugiere que solo hemos de dar por buena una acción si concluimos que sería aceptada por otros seres racionales. Formulado de manera sencilla, deberíamos actuar con los demás tal como querríamos que los demás actuaran con nosotros. Kant está pensando menos en un ejercicio positivo de la libertad que en la capacidad que tenemos para restringirla voluntariamente apelando a razones morales. Y es evidente que surgirá un conflicto cuando el individuo fije para sí mismo leyes morales que no coincidan con las que rigen en la comunidad política de la que forma parte. Pensemos en el médico que no quiere practicar abortos o en el joven que no quiere hacer el servicio militar obligatorio.
Nótese que Kant habla de moralidad, no de legalidad. Yo puedo intentar ser más generoso o leal con los demás, pero no puedo decidir si les robo o no: las leyes ya han decidido que robar es un delito. El conflicto entre el autogobierno individual y el autogobierno colectivo se produce entre el individuo y las leyes, no en el interior de la esfera de libre disposición de que cada uno de nosotros goza para decidir sobre su propia vida. Si soy aficionado a la caza del zorro y mi Gobierno ha prohibido la caza del zorro, habré de plegarme a la voluntad colectiva sin negar la legitimidad de la norma vigente. Así es como hay que entender la famosa afirmación de Rousseau según la cual al ciudadano que discrepa de las decisiones colectivas debe “forzársele a ser libre” por la comunidad: no pudiendo vivir sino en sociedad, habremos de aceptar que nuestra libertad individual no es absoluta y, por tanto, no podemos autolegislarnos siempre y en todo caso.
Si vivimos junto a los demás, en definitiva, no podemos ser perfectamente autónomos. Y las sociedades liberal-democráticas responden a esta circunstancia de dos maneras complementarias. Por una parte, los individuos pueden participar en la toma de decisiones de la colectividad a través del voto, pero también tratar de influir en el Gobierno por medio de la opinión pública o la movilización colectiva. Por otra parte, una democracia liberal limitará en la mayor medida posible aquello que la colectividad puede decidir en nombre de sus miembros, dejando que estos decidan autónomamente acerca del mayor número posible de aspectos de su vida personal. En otras palabras, no todo debe ser objeto de decisión política: el Estado no debe entrometerse más allá de lo debido en la vida de sus ciudadanos. No es fácil establecer ese límite, que es objeto de permanente negociación en las sociedades humanas; para el liberalismo político, a diferencia de lo que sostienen otras doctrinas políticas, es saludable dejar que los individuos ejerciten su autonomía: aunque pueden equivocarse, se equivocan ellos y no otros que actuasen en su nombre.
Ya hemos visto que la autonomía requiere que se cumplan determinados requisitos materiales y políticos: nos es imposible gobernar nuestra propia vida si somos esclavos de la necesidad o la colectividad decide por nosotros. Pero aun cumpliéndose estos requisitos, es necesario que los individuos sean protagonistas de sus preferencias y autores de sus decisiones. ¿Son autónomos el miembro de una secta religiosa o el ciudadano que repite las consignas de un partido político? ¿Lo es el que sigue la moda o se compra el refresco que anuncian por televisión? ¿Somos autónomos cuando nos hacemos góticos o surferos por influencia de nuestro grupo de amigos? ¿Y cuando dedicamos la tarde del sábado a ir de compras al centro comercial? ¿Dónde están la personalidad y la originalidad de nuestras preferencias cuando son idénticas a las de muchas otras personas? ¿No se parecen entre sí también quienes dicen elegir formas de vida minoritarias? Y sobre todo: ¿quién puede arrogarse la facultad de decidir qué formas de vida son auténticas y cuáles son falsas? El que se atreve a determinar qué deseos son artificiales y cuáles son en cambio verdaderos, ¿no está decidiendo por los demás cómo tienen que vivir?
Se trata, otra vez, de un problema insoluble. En realidad, nunca podemos estar seguros de cuáles son nuestros auténticos deseos ni de cuáles son nuestros verdaderos intereses; a veces, necesitamos la ayuda de los demás para descubrirlo. Pero no podemos dejar en manos de nadie la decisión final acerca de nuestras preferencias. Por la misma razón, no parece que nadie pueda arrogarse la facultad de discriminar entre formas de vida auténticas y falsas, pues no se ve cuál sería el modelo perfecto de vida a partir del cual juzgaríamos sus desviaciones. A decir verdad, este dilema solo puede resolverse poniendo el énfasis sobre el procedimiento mediante el cual tomamos decisiones, suspendiendo el juicio acerca del contenido de las mismas. O sea: si el ejercicio de la autonomía requiere que un individuo sea capaz de actuar de manera tanto racional como auténtica, con conciencia de lo que desea y sabiendo lo que decide, una sociedad democrática debe tratar de garantizar que se dan las condiciones para que ejercitemos la autonomía sin obligarnos a tomar unos caminos en lugar de otros. Lo que nos importa es que las personas puedan ejercitar su autonomía, sin entrar a valorar lo que hacen con ella. Es posible, naturalmente, que muchas personas no ejerciten su autonomía aun estando en condiciones de hacerlo. Poco puede hacerse al respecto: no cabe obligar a nadie a llevar una vida reflexiva o incrementar su grado de autoconciencia. Una sociedad democrática solo puede tratar de familiarizar a sus miembros con las virtudes inherentes al sujeto autónomo: autocontrol, reflexividad, autenticidad, integridad.
No es menos cierto, empero, que formamos nuestras preferencias en contextos sociales específicos a cuya influencia no podemos escapar. El ser humano tiende a la imitación y de ahí que en nuestros deseos influyan los deseos de los demás, los ejemplos en que se nos ha educado, las modas de la temporada o los modelos sociales que disfrutan de mayor visibilidad. Esta cualidad relacional de la autonomía, que sugiere que no somos átomos aislados sino criaturas sociales que se definen por sus vínculos con los demás, no puede ser desatendida cuando intentamos asegurar las condiciones que permiten la formación de sujetos autónomos. En una sociedad liberal, tomarse en serio la existencia de esa maraña de influencias ambientales recíprocas implica garantizar que haya una pluralidad de valores, modelos y formas de vida en las que poder inspirarnos. Cuanto más diversa sea una sociedad, mayor será el número de posibilidades que nos ofrece y con mayor frecuencia nos preguntaremos si nuestras creencias o deseos son los más apropiados o si, por el contrario, hay alternativas valiosas dignas de ser tenidas en cuenta.
A la vista de las condiciones que requiere el ejercicio de la autonomía, en fin, no es de extrañar que las sociedades liberal-democráticas sean aquellas en las que este ideal moderno haya arraigado con más fuerza. Eso no debe llevarnos a pensar que el deseo de los individuos de dar forma a su vida no existiera antes; es solo que adoptaba otras formas, como la eleuthería (condición libre del ciudadano virtuoso) o la parrēsía (libertad de palabra de quien se atreve a decirlo todo) de los griegos, vinculándose con mayor frecuencia a la participación en los asuntos públicos. Pero son el énfasis moderno en los derechos individuales y el creciente pluralismo social los que dan un impulso definitivo a la autonomía, que ha de entenderse como un ideal que nunca realizaremos por completo: no todas las sociedades son igualmente capaces de asegurar las condiciones que hacen posible su ejercicio, ni todos los ciudadanos ponen el mismo empeño en desarrollar su potencial. Eso no implica que hayamos de considerar al sujeto autónomo como una quimera, ni que el objeto de una sociedad formada por ciudadanos capaces de hacer un uso refinado de su libertad constituya una utopía inalcanzable. Todos podemos reflexionar sobre nuestras preferencias y deseos, para así evitar eso que Sócrates deploraba como “una vida sin examen”. Deberíamos, al menos, intentarlo.
—————————————
Autor: Manuel Arias Maldonado. Título: Abecedario democrático. Editorial: Turner. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: