Clarín dedica un interesante artículo en su Revista Ñ al recientemente desaparecido Dalmiro Sáenz. Un «escritor superior al personaje que proyectaron los medios.» Provocador, genio, agitador social y cultural, uno de los últimos grandes intelectuales del siglo pasado.
Nacido el día del escritor, muerto el día del maestro, Dalmiro Sáenz vivió noventa años como un provocador. Entre el 13 de junio de 1926 y el 11 de septiembre Sáenz puso todo su genio en su obra y todo su talento en la agitación. Finalmente, su brillo para responder entrevistas, para desconcertar, para encontrar fórmulas convincentes a posiciones extremas y paradójicas contribuyó a que se leyeran menos sus libros, y a que se los apreciara en menos. En la cultura argentina, algunos (Borges, Viñas, Ure) habían sobrevivido a su inclinación a provocar; otros (Fogwill) habían conseguido volverla piedra de toque del valor de sus libros.
Su última novela, que es su último libro, Pastor de murciélagos (2005), es de diez años atrás. Pero ya antes de entonces era un escritor por fuera de la literatura, de la institución, de la universidad, del periodismo, de los medios, de las editoriales, de la crítica literaria. Era un escritor al que sus contemporáneos no querían deberle nada, y al que no querrían parecerse. A Mis olvidos (1998), una gran novela sobre el general Paz y su memorialismo, faltó toda la respuesta de lectores y crítica que por entonces recibía la novela histórica, y la de Sáenz está al menos en el mismo andarivel que las mejores de un Andrés Rivera.
Quizá Dalmiro Sáenz haya sido el último escritor o intelectual de Occidente en cuyas blasfemias hubo algún riesgo o peligro. Después, la blasfemia se tornó certero cálculo seguido de rendimientos al contado o a crédito en el mercado editorial o del arte o de los talk-shows y realities o de las internacionales de los Derechos Humanos y Sociales. Sus banalidades o frivolidades o burlas y parodias directas e indirectas eran una reducción al absurdo de la historia sagrada, tal como la enseñaba en Argentina una casta clerical y pedagógica asociada al poder militar y a las clases medias ansiosas por la preservación del ‘buen orden de las familias’. Fin de raza del linaje de Voltaire y de George Holyoake, llegó a ser contemporáneo del plástico ítalo-argentino León Ferrari o del literato colombiano Fernando Vallejo, laboriosos en el insulto redundante contra el Crucificado o La Puta del Vaticano.
La Iglesia Católica, en su realidad local antes que global, jerarquías, ritos, santos y vírgenes, como otras tantas decencias argentinas, fueron el blanco de la incontinencia verbal de Sáenz, pero no la ceñida materia de sus libros. Sáenz fue un francotirador, sin partido todavía, salvo el descreimiento en la restauración tradicionalista del Onganiato, en una década, la de 1960, donde eso era cada vez más difícil. Sentado en una mesa de La Biela, en la Recoleta, se armaba de opiniones contundentes y argumentos punzantes, como un Oscar Wilde que no fuera a caer nunca en desgracia.
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