En el número catorce de la calle Lázaro Alonso, en Medina de Rioseco, un cocodrilo de tres metros de largo desciende por la fachada en dirección a la acera. El lagarto avanza con sus fauces abiertas, venciendo a la ley de gravedad, y una no sabe si echarse a correr o subirse a un taburete para mirarlo mejor. Como buen depredador, es una criatura hermosa, inverosímil en un pueblo de cuatro mil habitantes. A estas horas, las nueve de la mañana, la luz del sol pule las escamas de cobre y colorea la piel dura y lisa del animal. Si hasta parece hecho de azúcar… Y lo está.
Un preso que cumplía trabajos forzados tuvo una idea para librarse del animal. Cogió un espejo y lo usó como escudo. Al encontrarse con su reflejo, el animal quedó paralizado y desconcertado, puesto en suerte para el lance con el que el prisionero le dio muerte. La hazaña le valió al hombre su libertad y al pueblo la paz de la que durante noches no había podido disfrutar. Para celebrar que al fin podrían reanudar las obras de la iglesia, los riosecanos exhibieron la piel del reptil como ofrenda a la virgen, adornaron con guirnaldas las puertas de todas las casas y repartieron dulces de colores en forma de cocodrilo.
Hasta el día de doy, el caimán de tres metros que una vecina ha tenido a bien colocar en la fachada de su casa se ha convertido en símbolo y reclamo de este pueblo de Tierra de Campos, un lugar que convierte a sus monstruos en golosinas, como si las pesadillas pudiesen disolverse a lametones como un piruleta, o incluso, y lo que resulta aún mejor, para venderlas como souvenir junto a una caja de marinas de hojaldre, abisiños y rosquillas de palo.
De pie, sembrada en el empedrado de la calle Lázaro Alonso, contemplo las mandíbulas del lagarto. Desde abajo, sus dientes lucen más próximos y su gesto se embravece, casi a punto de rugir. Aunque hace frío y las calles aún están empapadas por las lluvias de la noche, permanezco imantada de asombro, como solo puede postrarse alguien ante un animal de azúcar.
Para «los mexicas» las fauces de los cocodrilos eran la puerta de entrada al inframundo, y por eso usaban sus mandíbulas como yelmo o escudo, también como manta funeraria. Son las nueve de la mañana de un domingo de otoño. En Medina de Rioseco he conocido a un cocodrilo de caramelo y creo, firmemente, que podríamos entendernos a dentelladas o quién sabe si lamiéndonos lentamente. Con la buena educación de los reptiles y los moribundos.
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