El pasado mes de julio se cumplieron 150 años desde que Lucy Walker, hija del próspero industrial Frank Walker y hermana del mítico alpinista Horace Walker, coronó la cumbre del Cervino o Matterhorn, una montaña a la que se le da un nombre distinto dependiendo de la vertiente desde la que se contempla, Italia o Suiza.
Se han escrito algunos artículos (no muchos) para conmemorar esta gesta, llevada a cabo por el arquetipo perfecto de una mujer de la alta burguesía británica del siglo XIX, pero en todos ellos se elude el análisis de la manipulación masculina que acecha detrás de esta conquista: poner fin a la leyenda negra que marcó como indeseables a los guías de montaña de Suiza.
Esta es la historia:
Valga como preámbulo que Lucy Walker no fue la primera mujer con faldas que coronó una cumbre en los Alpes. La primera de la que tenemos registros fidedignos fue Marie Paradis, una aldeana que alcanzó la cima del Mont Blanc vestida con falda en 1808. No recibió ningún reconocimiento por su hazaña. Vivió el resto de su vida de relatar su ascensión a los turistas a los que ofrecía nata y frutos del bosque en los caminos a las cumbres. Tanto Dumas como Mark Twain la mencionaron (con desconcertantes inexactitudes) en las crónicas de sus viajes a los Alpes.
Treinta años después, en 1838, se registra una nueva efemérides protagonizada por una mujer en el Mont Blanc. Henriette d’Angeville, descendiente de una familia de aristócratas que tras la Revolución Francesa emigró a Ginebra, desafió la ley que castigaba a las mujeres por vestir pantalones y a los hombres por vestir como mujeres. Con una falda que la cubría por debajo de las rodillas, y de la que se despojaba cuando la dificultad lo imponía, se adjudicó la primera subida a la cumbre de una mujer con pantalones.
Y luego llegó la ola de alpinistas británicos que llevaban consigo no solo a sus familias sino también el implacable orgullo imperialista que había hecho de su nación la primera del mundo. La familia Walker, así como gran parte de los personajes ya mencionados en este English Corner (Leslie Stephen, el juez Alfred Wills, Francis Douglas y Edward Whymper), se contaban entre ellos.
En julio de 1865 corona el Matterhorn una cordada británica guiada por Michel Croz y dos guías suizos, los Taugwalder, compuesta por Edward Whymper, Charles Hudson, Francis Douglas y Douglas Headow. La impericia de este último, que resbala en la bajada, tras haber hecho cima, arrastra a todos, salvo a los Taugwalder y a Whymper, al abismo.
La prensa británica, encabezada por Charles Dickens, desata una ácida polémica en torno al alpinismo. El accidente, así como el juicio que le siguió, fue reportado por toda la prensa europea. Se llega a acusar a los guías suizos de haber cortado la cuerda para salvar sus vidas. La montaña se convirtió en una cumbre maldita.
El escándalo derivó en que los turistas evitaban el valle de Zermatt y sus alrededores, y otras asociaciones de guías, como la de Chamonix, aprovechó oportunamente para atraer a los alpinistas a sus dominios.
Y aquí entra el personaje clave, un guía, Melchior Anderegg, cuyos servicios contrataba tanto la familia Walker como Leslie Stephen; un personaje de sombra muy larga, que aparece mencionado en el relato de Virginia Woolf El símbolo aparentemente escrito en una posada desde la que es visible la cumbre del Matterhorn.
Melchior Anderegg tenía una excelente reputación y sus clientes no lo abandonaron. El verano de 1871 llega a sus oídos que otra notable mujer alpinista, Meta Breevort, estadounidense, tiene en sus planes coronar el Matterhorn.
Anderegg lleva a la cumbre a Lucy, adelantándose a su rival, en una carrera frenética. ¿Cómo iban a permitir los Walker que una mujer no británica registrara un hito tan simbólico?
El resultado de la hazaña no se hizo esperar. La misma noche de la conquista se envía un telegrama a la prensa europea: El Matterhorn, el Cervino, es una montaña tan fácil que hasta una mujer con faldas puede subirla.
Y las consecuencias fueron impredecibles, porque el plan que pretendía recuperar el prestigio de los guías suizos y atraer a más y más viajeros a los valles alrededor de la montaña, en contra de la previsión, desencadenó un aluvión de visitantes ignorantes del alpinismo, sin recursos para contratar guías de montaña ni adquirir el equipamiento mínimo para acometer la subida a cumbres de enorme dificultad, y así se inauguró un negro capítulo que ensombreció la historia del alpinismo: el de los accidentes de trabajadores alemanes, suizos, franceses, que perdieron la vida en las paredes de roca, congelados, por caídas, por pura ignorancia.
Lucy Walker era una alpinista experimentada que, por cierto, en las cumbres solo comía fresas con nata. ¿Un homenaje a Marie Paradis? Me gusta pensar que fue así. Pero Marie Paradis subió casi a su pesar, mientras que Lucy Walker lo hizo por voluntad propia. A su innegable talento hay que sumarle su experiencia, su formación, el apoyo que recibió. Podemos leer de su historia que nunca fue un estorbo para las ascensiones de su padre y su hermano o, de lo contrario, no la hubieran permitido acompañarlos. Su talento y formación era parejo al de ellos.
La clave de su éxito estuvo en su educación, voluntad y talento.
Lo dramático de su historia es que su hazaña fuese manipulada para empequeñecer la dificultad de la montaña, para hacer de ella un juego de niños.
Y es que, entonces como ahora, un logro notable protagonizado por una mujer, el hecho de estar en primera línea por tenacidad, talento o excelencia se acaba convirtiendo en una herramienta para la propaganda, en una bandera para los oportunistas.
A ninguna mujer, ya sea empleada de tienda, funcionaria, alpinista, científica, filósofa, escritora, pintora, escultora, periodista, actriz, directora de cine, directiva, empresaria, ministra o presidenta de un país le halaga que se enaltezcan sus logros por el hecho de ser mujer, como si el género fuese un obstáculo, un lastre irremediable, la falda de las alpinistas.
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