Al entrar por primera vez en la biblioteca de la facultad de Historia de Santiago uno no puede por menos que asombrarse ante un espacio que asemeja el interior de un templo. Una iglesia de nave única, pero sin altar al fondo, que aquí venerar se venera, pero en otros menesteres; las imponentes estanterías de madera, de labrado virtuosismo con detalles de oro viejo, recorren los laterales de toda la estancia con un cinturón de hierro forjado, que a media altura hace de barandilla para la entreplanta. El ambiente inevitablemente añejo y la luz de los enormes ventanales transportan al visitante a un mundo de togas sin smartphones. No es una visita recomendable para un diseñador de muebles sueco. Llama la atención que buena parte de esas estanterías están vacías, ya que es más práctico tener los libros en otra sala, que podríamos llamar “la nube” y que como sucede con las nubes virtuales, tiene tanto de etéreo como un bloque de hormigón de cinco toneladas, por mucho que nos digan los expertos en informática. Pero esa es otra historia. Como decía, es un lugar realmente especial, pero es sobre todo y ante todo una biblioteca universitaria. Básicamente hay dos tipos de bibliotecas universitarias: las que sirven para ir a estudiar y las otras. Otro día nos podemos sumergir en ese apasionante mundillo, porque da para mucho. Cuando yo estudiaba en la mencionada facultad, en torno al año 10 a.i. (antes de internet), nuestra maravillosa biblioteca era el auténtico Facebook del ambiente universitario compostelano, pero sin selfies (afortunadamente). El trasiego social era tan intenso como el que pueda haber en los móviles actuales, y sobre todo entre los de Historia del Arte. “Hola, si me enseñas tu máscara de Agamenón yo te presto mi Summa Artis”. Efectivo y sofisticado a la vez.
Grande Javi