En esta entrega del Cofre del Pirata no hay trama que contar porque la película es, en sí, la trama, y también porque no debo desvelar a quien no haya visto Los dos Jakes lo que se cuece en sus fotogramas. Algo, no obstante, les cuento más abajo, y créanme que lamento no poder describir la última secuencia de la película, cuando, tras interrogarse sobre si el pasado desaparece alguna vez, una mujer le dice a un hombre que piense en ella de vez en cuando. Es una de las más hermosas y emocionantes secuencias que yo haya visto en una película. Pero los secretos de éstas, como los de los cuentos, deben quedarse a salvo dentro de las películas y de los cuentos. En la coda de la mentada secuencia, el hombre se despide de ella, que desciende por una escalera, con una melancólica sentencia referida al pasado que les une, “never goes away”.
¿Cómo escapar de un sol que no se pone?
Luis Alberto de Cuenca, «Amor eterno», del poemario Después del paraíso.
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Cecil B. de Mille, el cineasta que según se comentaba en Hollywood era más poderoso que Dios porque separó las aguas del Mar Rojo no una sino dos veces, en sus dos versiones de Los Diez Mandamientos, solía comentar que, si quieres mantener la atención de los espectadores, las películas deberían empezar con un terremoto y luego ir hacia arriba. Pues bien, The Two Jakes (Los dos Jakes, 1990) comienza con un orgasmo en audio y sigue con un terremoto que sacude la ciudad de Los Ángeles allá por el año de gracia del film noir de 1948, mientras oímos la voz de un saxo y una canción cantada por una dama con el mismo sabor de un bourbon tomado en un bar solitario in the wee small hours of the morning, de las que hablaba Frank Sinatra con un muy personal conocimiento de causa. La película, además, va hacia arriba porque cuenta una enrevesada trama, tanto o más que la de El sueño eterno, que provocó, acerca del misterio de quién había matado al chófer, la perplejidad de Howard Hawks y sus guionistas, obteniendo solo un encogimiento de hombros de Raymond Chandler, al que muy poco, como por cierto a Hitchcock, le importaba el whodunit, el quién lo hizo, nudo gordiano de las novelas de detectives clásicas. Es una trama enrevesada y laberíntica que se adentra en el presente y anida en el pasado que una y otra vez golpea al ahora mismo, a la vez que nos cuenta una historia de corrupción personal y colectiva, una corrupción de poder, clandestinas especulaciones petroleras, dinero, mucho dinero, traiciones de todo tipo, prevaricaciones, sexo a veces a contramano, violencia siempre brutal, muertes y desesperación; como ven, el menú completo del género noir que certificó Dashiell Hammett y maduraron Raymond Chandler y James M. Cain, entre otros.
La película cuenta, al menos para cinéfilos y aficionados al cine, con un aliciente más, el regreso de J. J. Gittes, en la encarnación del gran Jack Nicholson, que además dirige la película [1], al que habíamos dejado en las calles de Chinatown, desesperado ante la muerte de Evelyn Mulwray (fascinante Faye Dunaway) mientras mira cómo el pervertido y poderoso Noah Cross (John Huston), su padre y amante, se lleva a su nieta Katherine, que también es su hija, oyendo cómo el honrado policía Escobar (Perry Lopez) le musita a su amigo Gittes, que quiere impedirlo, que lo deje, que eso es el mundo, la película, Chinatown. Ahora Gittes, Jake para unos muy pocos amigos, ha vuelto con honores de la Seguna Guerra Mundial y ha prosperado en su negocio de detective, pero sigue ocupándose de sucios divorcios de gente a veces sin escrúpulos. Verán, para los que conocemos a Gittes es claro que es un hijo o un hermano menor, digamos que bastardo, con perdón para los políticamente correctos, de Sam Spade y Philip Marlowe, ambos de la materia de la que están hechos los sueños, las creaturas de Hammett y Chandler. Tan duro como el primero, tan secretamente romántico como el segundo, tan desencantado como los dos, tan seductor y seducido por damas peligrosas como ambos, tan poco amigo de polis y clientes poderosos de nuevo como ambos, tan solitario en y ante las aristas de la vida como esos dos colegas de las pesquisas particulares en supuestos paraísos muy poco recomendables. Este tipo con los rasgos de Jack Nicholson, otro Jake, fue concebido y parido con dolores de parto de producción de Hollywood en 1974, en la que jugaban, y fuerte, tres hombres muy poderosos de Hollywood: el emergente guionista Robert Towne, Robert Evans, antiguo actor y por entonces mandamás en la Paramount tras su éxito con El Padrino, y Roman Polanski, siempre perseguido por los fantasmas de su infancia en el ghetto de Varsovia, triunfador indiscutible con La semilla del diablo, y torturado por la atroz muerte de su mujer, la actriz Sharon Tate, a manos de Manson y su banda.
Jake Gittes guarda, aunque nunca lo abra, en un cajón de la mesa de su despacho, todo el dossier Mulwray: fotografías, recortes de prensa, notas personales de la investigación, dossiers policiales… Es su pasado que es su presente, una herida lacerante que sigue causando dolor porque, además, la joven Kate Mulwray, a la que prometió proteger y cuidar, ha desaparecido de su vida sin dejar rastro. Ese pasado, esa herida abierta en el costado del corazón y los recuerdos vertebran toda la película, y reescriben su visión cuando una y otra vez volvemos a revisitarla, fascinados y confundidos por aquellos recuerdos, que acaban siendo los nuestros.
Los dos Jakes es un film noir, puro cine negro, y como tal, y enclavados en la trama laberíntica llena de meandros, digresiones y traiciones, nos encontramos con una historia detectivesca que comienza con un asesinato y termina con un romántico sacrificio lleno de pathos. Gittes recibe un encargo tan banal y habitual como tantos otros. Un tipo duro, Jake Berman (Harvey Keitel), el otro Jake, que construye aparentemente viviendas para ex combatientes y es demasiado amigo de gente gansteril, como el amenazador Mickey Fince (Rubén Blades), le encarga al detective que vigile a su mujer, Kitty, (Meg Tilly) porque sospecha que le engaña con su socio, Mark Bodine.
Gittes le proporciona un audio del adulterio, y lo que sigue —puedo contarlo porque sucede en los primeros metros de celuloide— es que, mientras que Gittes y un socio monitorizan, desde una habitación contigua, la sesión de adulterio y fornicación entre Mrs. Berman y Bodine, en pleno éxtasis, inesperadamente, irrumpe Berman en la habitación y mata a tiros a su socio. Gittes se queda sin caso, sin cliente y con la policía, nada amiga del detective, husmeando en su negligencia o complicidad en el asesinato, a la vez que Lillian (Madeleine Stowe), la desequilibrada esposa de Bodine, le acosa con no menos inquina. La cinta magnetofónica del suceso se convierte en el preciado tesoro que quiere todo el mundo: Berman, Fence, el abogado Weinberger (Eli Wallach) y sobre todo la intimidante policía, con el vicioso inspector Loach (David Kelly), otro eslabón en el pasado de Gittes, al frente. Así que Jake Gittes se pone en marcha entre tinieblas, sexo, violencia policial, secretos, conspiraciones financieras, traiciones y lealtades, en medio de los terremotos que sacuden Los Ángeles, como todo tiembla en su vida, incluida la ruptura con Linda, su evanescente y exigente novia. Gittes juega en una partida de ajedrez con reglas improvisadas sobre la marcha, tirando de un hilo que una y otra vez le lleva al pasado de Chinatown, y le devuelve brusca, peligrosamente al presente. Pero como proclama Gittes en el plano final de la película, el pasado never goes away, nunca se marcha de nosotros, nunca nos abandona ni desaparece.
Todo esto lo cuenta Jack Nicholson merced a un guion inacabado —ya hablaremos de eso— de su examigo Robert Towne, lleno de autorreferencias a Chinatown, a Chandler y Hammett y muy posiblemente a su amistad dinamitada con Nicholson y Evans, por no hablar de su conflictiva relación, con un divorcio de pesadilla, con su exmujer. Nicholson lo filma de una manera espléndida, manejando los cánones visuales del cine negro con maestría y sofisticación. A ello se une una evocadora ambientación que explora exteriores, desiertos desarrapados en los que se alzan proyectos inmobiliarios, interiores con sabor post art déco, villas lujosas de arquitectura de inspiración hispana, hoteles de citas, calles suburbiales y torretas de pozos petroleros, un recuerdo especial para ese ítem narrativo de El sueño eterno. Todo retratado por una fotografía, obra de Vilmos Zsigmond, un gran fotógrafo muy demandado en esos años, que trabaja una claramente filtrada luz californiana para obtener ese tono caramelo vainilla que busca que nos introduzcamos en la evocación de un pasado que es recreado por una ficción para que vivamos en la misma, como vivimos en nuestros coloreados o grises recuerdos y sueños, de igual manera que la voz en off —que solo admito como racional en estas películas noir— de Gittes-Nicholson, reflexionando desde dentro, no sobre lo que vemos, sino sobre lo que el personaje siente.
Como era de esperar, y con el espejo de esa magistral narración que es El largo adiós, Los dos Jakes progresa sobre una relación de mutuo reconocimiento y finalmente de amistad entre Gittes y Berman, porque a ambos les unen las ataduras del pasado y similares sacrificios, que la película concluye en una secuencia de resonancias hawksianas a la hora de prepararse para la muerte.
Todos los actores están muy bien, con Nicholson evolucionando de una manera muy ad lib su Gittes, pero permítanme que me detenga en el trabajo soberbio de Harvey Keitel como Jake Berman, por completo alejado de su universo Scorsese, mucho más íntimo y frágil. Es un gozo ver a veteranos como Eli Wallach, un abogado con mil conchas formadas en pleitos marrulleros, o a Richard Farnsworth, antiguo stuntman, extra con frase en mil westerns, inolvidable en Havana, venenoso en su mirada azul tan vieja como el color del dinero y la corrupción. Y las damas, porque un film noir no es nada sin sus damas. En el caso de Los dos Jakes no hay palabras para describirlas: las dos están muy bien, porque a las mujeres de cine negro, se las ve, se las ama o teme y nunca se las olvida; pero es mejor no hablar mucho de ellas, se sea o no un caballero. Pero en todo caso quede aquí constancia que Mrs. Berman es Meg Tilly, y que su estilo indirecto —tras la pasión hay un mundo de recuerdos y secretos, una vida por colmar, truncada desde siempre— nos atrapa oyendo su voz nasal, evocadora, emocional aun en la distancia, y que Mrs. Bodine es Madeleine Stowe, hermosa y peligrosa como un volcán en perpetua erupción, desequilibrada y capaz de todo en su confusión existencial.
The Two Jakes fue un fracaso en taquilla como pocos y dio al traste con el cierre de la trilogía Gittes; Gittes vs. Gittes, la tercera entrega, la situaba Robert Towne en los años 60, justo cuando California aprobó el divorcio libre y el negocio de Gittes cerraba una lucrativa fuente de ingresos. Pero todo se había ido al garete antes; cuando los egos y los problemas personales, drogadicción, adicción al sexo, se llevaron la amistad surgida entre Polanski, huido de Estados Unidos ante la acusación de haber violado a una menor; el productor Robert Evans, caído en desgracia en la Paramount y con una vida personal nada recomendable; y Robert Towne, el escritor y guionista, inmerso en un infierno de cocaína, fantasmas personales y un divorcio de pesadilla con su mujer. Y se fue al traste porque Los dos Jakes, concebida como una inmediata secuela tras el éxito de Chinatown, la iba a dirigir Towne y protagonizar Nicholson, con el regreso del inseguro Evans a su antigua profesión de actor [2]. El rodaje, tras una preparación caótica e infernal, se canceló. La Paramount estaba harta y desconfiada del lío permanente el día antes de comenzar, y eso acabó rompiendo todo. Años más tarde, en 1994, Nicholson, con una carrera profesional que era una montaña rusa, le compró el guion, inacabado, de Los dos Jakes a Towne, que no le perdonó que no le ofreciera la dirección, y se largó, antes de concluirlo, de viaje con su nueva mujer. Si Nicholson no acabó más loco de lo normal tras el berenjenal del rodaje de la película dice mucho de su profesionalidad y talento.
Los dos Jakes se estrenó en Madrid, en uno de los cines Roxy en la calle Fuencarral, y duró apenas una semana, así que los que pensamos que su vida en salas sería más larga y nos apasionaba ver la secuela de Chinatown nos quedamos con la miel en los labios, leyendo además la ejecución sumaria con la que la crítica fusiló a la película. Se transformó, al menos en mi caso, en la típica obsesión por una película invisible, hasta que la pesqué en un pase televisivo y la disfruté enormemente. Ahora ya está a buen recaudo en DVD y Blu-Ray en mi Cofre del Pirata, y la paladeo de tanto en tanto. Y si puedo lo hago con un buen trago de un perfumado malta irlandés o un guerrero bourbon, teniendo a mano un poema de mi amigo Luis Alberto de Cuenca, bajo cuya advocación he puesto esta crónica pirata, por ejemplo «Baños contra la muerte», de su reciente poemario Después del paraíso, y que reza así:
Bañémonos en agua perfumada
y apuremos el agua de la vida,
por breve que ésta sea, hasta el final.
Y que nuestra vejez sonría al mundo
desde la aceptación de la catástrofe.
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The Two Jakes (Los dos Jakes, 1994). Producida por Robert Evans, Jack Nicholson y Harold Schneider. Dirigida por Jack Nicholson. Fotografía de Vilmos Zsigmond. Música de Van Dyke Parks. Montaje, Anne Goursaud. Diseño de Producción, Richard Sawyer y Jeremy Railton. Dirección de Arte, Richard Schreiber. Vestuario, Wayne A. Finkleman. Interpretada por Jack Nicholson, Harvey Keitel, Meg Tilly, Madeleine Stowe, Eli Wallach, Perry Lopez, Richard Farnsworth, Frederic Forrest, Rubén Blades, David Kelly, Tracey Walter, Joe Mantell, Rebecca Broussard, James Hong. Duración: 137 minutos.
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[1] Mr. Nicholson había dirigido, antes de rodar Los dos Jakes, dos películas: Drive, He Said (Aquellos años, 1968) melodrama descontraído sobre un tipo perdido en la contracultura norteamericana de los 60, y Goin’ South (Camino del Sur, 1971), un bizarro western picaresco que aprecio más que la primera citada, ambas insertadas en ese cine presidido por el emblema Easy Rider (1969), de Dennis Hopper. Una época de milagros y caos que ha reflejado admirablemente el crítico y escritor Peter Biskind en Moteros tranquilos, Toros salvajes: La generación que cambió Hollywood (Anagrama, 2008).
[2] Los avatares de la preparación y el rodaje de Chinatown y todo lo que sucedió después, incluidos los líos alrededor de Two Jakes, los cuenta admirablemente Sam Wasson en El gran adiós: Chinatown y el ocaso del viejo Hollywood (Es Pop Ediciones) ,un ameno y documentado libro absolutamente recomendable.
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