Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
***
Julio murió en agosto. Murió figurativamente durante una mañana soleada de agosto de 1995, cuando un mal pálpito o acaso la inquietante proximidad de su mujer lo despertó de un sueño profundo. Su mujer se llamaba Claudia y lo estaba mirando dormir. Cuando notó que abría los ojos ella emitió un respingo, se recompuso y se levantó de la cama. Julio observó que ya estaba vestida para ir a dar unas vueltas en bicicleta por los contornos del lago Regatas, como hacía todos los domingos. La vio caminar hasta la ventana, correr las cortinas para que entrara el sol, desaparecer en la cocina y regresar con la bandeja del desayuno. Era evidente que ella ya había desayunado. Julio se sentó frente a las tostadas y al café con leche, y Claudia le dijo un lugar común. Le dijo: Tenemos que hablar. Los lugares comunes son grandes ideas que han resistido el paso del tiempo, y son principalmente herramientas útiles cuando las papas queman. Esa mañana las papas quemaban:
—¿Me estás jodiendo? —atinó a preguntar Julio, y volcó el café.
Era una declaración sin preaviso y sin anestesia. No venían de ninguna crisis, no habían discutido ni se habían enfriado sexualmente, ni había terceros a la vista, ni siquiera había signos visibles de algún tipo de desgaste. No era una larga agonía con un final de muerte anunciada. Era un día soleado y pacífico con una repentina explosión ensordecedora. Una explosión que cambiaba una vida.
La conversación triste y abrupta, al borde de la cama matrimonial, duró cincuenta minutos, después ella tomó su bicicleta y desapareció por seis horas. Cuando volvió al departamento comenzó a hacer sus valijas. Esa noche durmió en casa de una amiga. Alos quince días, y luego de varias discusiones telefónicas, habían comenzado los trámites de divorcio. Alos dos meses estaban legalmente divorciados. Alos cuatro, Julio defendió a Fernández en una audiencia de conciliación con un sindicalista que lo acusaba de calumnias e injurias. Julio era un gran abogado penalista: con argumentos cívicos y judiciales pasó literalmente por encima al querellante, y el gremialista tuvo que recular esa tarde a una ronca disculpa. Fernández abrazó a Julio en Plaza Lavalle y éste pasó de la sonrisa a la melancolía, y de allí directamente al llanto. Se sentaron juntos en un banco para que el abogado pudiera recuperarse, y Fernández, con la boca seca, le puso una mano sobre el hombro. Julio le pidió disculpas, quiso cambiar de clima y de tema, pero trastabilló con una lágrima y terminó explicándole el dolor que sentía. Su abogado era un hombre durísimo, verlo derrumbado dejó a Fernández en extrema vulnerabilidad. Le dijo lo primero que pensó: Tiene otro tipo. Julio se encogió de hombros: Me parece que no. Pero igual, ¿qué importa? El daño está hecho.
A lo largo de todo ese año, Julio se llenó de trabajo, ruido y expedientes. Cada noche, exhausto como estaba, apoyaba la cabeza en la almohada y lloraba hasta quedarse dormido. No vio ni tocó a ninguna mujer en todo aquel tiempo, y no cayó nunca en el mal gusto de hablar mal de ellas, algo que sus amigos hubieran entendido. Eso sí: el amor, para Julio, era un caso cerrado.
En 1996, de vacaciones por Francia y por Italia, una estudiante noruega se lo llevó a la cama y luego una italiana del sur lo tuvo prisionero tres días en una posada de Florencia. Regresó a la patria con otro ánimo. Tiró los lutos a la basura y comenzó la cacería. Para hacerlo, se dio cuenta de que debía adelgazar varios kilos y desarrollar musculatura. Abandonó entonces su caprichoso sedentarismo y acudió todos los días, con lluvia o sin ella, al gimnasio de la vuelta. La estrategia tuvo éxito. Julio era relativamente joven, promisorio, convincente y seductor. Comenzó a tocar todas las puertas, y muchas, pero muchas, se le abrieron. Amigos le presentaban a amigas, asistía a fiestas donde alternaba con chicas que le daban calce, recorría los circuitos de solos y solas, chateaba en sitios de citas, y caminaba los pasillos de Tribunales buscando presas. Se trataba de un deporte como otro cualquiera, una distracción magnífica contra la soledad del desamor y de la muerte.
El abanico de edades era abierto, pero Julio prefería mujeres de veintiséis o veintisiete años porque por lo general permanecían todavía solteras y porque querían casi siempre la misma medicina que él necesitaba: diversión intensa sin ningún compromiso. Pasados los treinta, esa situación iba progresivamente cambiando: las mujeres se presentaban muy deseosas de casamiento. En los cuarenta, el peligro era directamente letal: muchas mujeres separadas buscaban un padre para sus hijos. Salvo raras excepciones, Julio no se metía con las chicas de cincuenta: eran las más inteligentes, se jugaban a todo o nada y podían enredarlo con suma facilidad.
Cuando una mujer hacía extremadamente bien el amor, él se despedía de ella sin darle la menor chance y sin volver la vista atrás. Cuanto más le gustaba una mujer más rápido la abandonaba. No engañaba a ninguna: había sido herido una vez y no podía darse el lujo de volver a sufrir. Tenés que irte, bebé, mañana me levanto temprano. Se había convertido en un atleta de los sentimientos, pero no por picardía o por convicción sino por miedo. Tenía muchísimo miedo de volver a enamorarse. De entrar de nuevo en el gran juego, y despertarse una mañana y que su nueva mujer lo estuviera esperando con una taza, una tostada y una pésima noticia. Cada domingo por la mañana recordaba, aunque sea por unos segundos, aquel amargo despertar. Y aunque era capaz de reconocer el mecanismo irracional que encerraba ese temor, no podía superarlo. Claudia, contra todas las apuestas, vivía sola y tenía romances ocasionales, pero mantenía la idea de que el amor se había terminado con Julio, y que mantener por conveniencia el matrimonio era una miserable traición.
Una dama vagamente parecida a Claudia logró cuatro encuentros sucesivos con Julio. El récord fue roto recién durante el apocalíptico año 2000 y la señorita se llamaba Daniela: era una simple maestra jardinera, pero logró lo que ninguna otra. Logró que Julio sintiera, una tarde, deseos de volver a verla. Y que esos deseos se repitieran a lo largo de meses sin que el abogado lograra sustraerse de esa riesgosa cautivación. Julio se reconocía ante Fernández como alguien consciente de que era un auto avanzando a toda velocidad contra un muro, pero la verdad es que por primera vez no lograba torcer el volante. Iba directo al choque, con los ojos abiertos y la mente fresca. Daniela no tenía remilgos, ni le impresionaba el carácter huidizo de Julio, ni intentaba congraciarse con sus dolores y francamente le importaban un bledo sus aires de conquistador inconquistable. Desde el principio lo amó sin prejuicios ni miedos, con voracidad, con ternura y con rigor. Fernández le había explicado a su abogado defensor que, en el terreno del amor, muy de vez en cuando se alineaban los astros y que a ese extraño fenómeno en su barrio lo llamaban la Triple C: carne, comunión y compromiso. La combinación de sólo dos de esos factores no garantizaba nada: se podía tener carne y compromiso, pero si faltaba la comunión espiritual y psíquica esa fórmula se resentía. A la vez, se podía tener carne y comunión, pero la cosa no pasaba entonces de un asunto pasajero. Finalmente, se podía tener compromiso y comunión, pero eso sólo formaba amistades bellas que simulaban ser amores tranquilos. Cuando esas 3C se ensamblaban, sin embargo, no quedaba más remedio que entregarse: con Daniela la carne era ardiente, la comunión profunda y el compromiso total.
Tardó un poco en demostrárselo, pero él increíblemente la esperó, como si intuyera que el tremendo peligro valía la pena, o como si su inconsciente le dijera que, a pesar del abismo, correspondía caminar sobre el alambre y sin red. Así anduvo, sin red, hasta que un día se encontró pidiéndole que se mudara a su departamento. Ella dudó un tiempo, mientras él se mordía las uñas, y al final se mudó sin hacer aspavientos. Julio dejó la cacería femenina y concentró toda su energía en Daniela, que lo exigía a fondo. Convivieron cinco años en precariedad total, sin proyecto y sin expectativas, paso a paso, semana a semana. Hasta que Julio acusó silenciosamente una punzada de pánico. Se dio cuenta, con los dientes apretados, que no podía retroceder, que ya no conseguía imaginar la vida sin esa chica y que estaba a punto de tropezar por segunda vez con la misma piedra. Fue más o menos por esa época, un domingo soleado de agosto, que al despertar vio a Daniela esperándolo con el desayuno servido en bandeja. En cámara lenta, como en una película de asesinos seriales, Daniela sonrió con toda la boca y le dijo: Tenemos que hablar.
Fernández fue testigo del civil.
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