Quedo con Carlos García Gual en una de las puertas del parque del Retiro (Madrid, España). De vez en cuando, cada cierto tiempo —no mucho—, damos un paseo, tomamos algo y hablamos con calma, como si camináramos, en progreso, a menudo mientras caminamos realmente, sobre muchos temas, de la actualidad, de nuestros libros, de los de otros, de la cultura.
—Pero ésa es la marcha —añadió.
Me dice, y esto a mí me interesa mucho, lógicamente, que es difícil ganarse la vida escribiendo libros, y que él cree que cada vez es más grande la distancia, en ventas, entre los best sellers y los libros normales.
—Yo creo que hay muchos libros que apenas se leen —dice García Gual—, y que apenas asoman en las librerías, pues los libreros ponen en los escaparates lo que saben que van a vender, o lo que saben que puede vender.
Hablamos de los periódicos y de los suplementos culturales. Él los conoce bien: escribió durante años en Babelia, de El País. Me dice que le gusta, a veces, comprar libros en los quioscos, con la intención de leerlos, pero luego dice que no suele tener tiempo. Son libros, por ejemplo, de Julio Verne o de las aventuras de Sherlock Holmes. En una entrevista que le hicieron leí que de chico le gustaba mucho Julio Verne.
Me cuenta sobre un libro de simposios que está preparando y otro sobre Demócrito, Demócrito: La ética del buenánimo (Editorial KRK, Oviedo) que ha publicado hace poco.
También le pregunto por la Academia, por la Real Academia Española, y me dice que el jueves pasado se reanudaron las sesiones.
Paseamos por el Retiro, con tranquilidad, charlando, peripatéticos. Le hablo sobre Luis Alberto de Cuenca, al que vi hace poco, como conoce el lector, para otro artículo, y sobre Antonio Prieto, en cuya casa estuve recientemente con otros dos profesores míos, antiguos profesores —y ex alumnos de Prieto—, los catedráticos J. Ignacio Díez y Álvaro Alonso.
Parece que la pandemia está mejor en España y el ambiente que se respira es más alegre y optimista. Pienso que todos sentimos las ganas de vivir, de escribir el futuro, y espero que lo hagamos bien. Los escritores tenemos un papel en todo ello: divertir, entretener, inspirar, informar, llenar momentos, en cierto modo llenar vidas… Esto han sido para mí, siempre, los libros. También los de García Gual, de estilo elegante, elaborado, libros donde brillan el fondo y la forma, porque ambos están muy cuidados en todo lo que escribe.
—¿Te costó mucho trabajo hacer el Diccionario de mitología (Turner)?
Lo pregunto porque de los libros suyos éste es mi favorito, junto con La antigüedad novelada y la ficción histórica (Fondo de Cultura Económica), y porque también lo encuentro el más ambicioso.
—No —me contesta—, porque las entradas de ese libro las hice por gusto.
Le pregunto por sus conferencias, ya que yo también doy conferencias. Le he visto alguna, en Internet, por ejemplo una que pronunció en la Fundación Juan March, muy interesante. La dio con imágenes, muy amena, basada en su libro sobre Sirenas (Turner).
Me explica cómo las hace él y cómo las hacen los demás. Me dice, por ejemplo, que los que mejor se manejan en las conferencias con imágenes son los profesores de Arte. Le comento que eso seguramente será porque están acostumbrados a hacerlo en sus clases, y me da la razón. Los escritores, en cambio, tenemos menos costumbre en ello.
A los escritores nos gusta escribir, o así debería ser, pienso ahora, y a mí también me gusta mucho escribir en los PowerPoint frases, ideas, datos, en las presentaciones de las conferencias.
También me gusta hacer fotografías, y algunas las utilizo en esas presentaciones. En un libro de fotografía, Fotografía digital paso a paso, de Tom Ang (Ediciones Omega), se dice que la fotografía consiste en “escribir con la luz” —lo que nunca olvido—, y esta definición me parece preciosa y muy honda, a la vez que muy sugerente y estimulante.
Pero vuelvo a nuestro filólogo y escritor, Carlos García Gual. En él habla el estudio, sus ingentes lecturas y la práctica de la escritura durante años, a la vez que la experiencia de la vida y del mundo.
Al igual que Luis Alberto de Cuenca, es un hombre, contra lo que pudiera parecer —o contra lo que pudiera parecerme a mí—, con los pies muy pegados a la tierra. Se podría pensar que alguien como García Gual es un sabio que vive en las nubes, o que vive permanentemente en los mundos que estudia, que lee, que escribe, pero en absoluto es así.
Por otra parte, él siempre me dice que no es un sabio, como disculpándose, como pidiéndome tácitamente que no lo diga ni lo escriba, pero yo creo que sí que lo es, un cierto tipo de sabio, no desde luego un “sabio despistado”. Como tampoco lo es Luis Alberto de Cuenca. García Gual tiene la suerte de ser, en mi opinión, una persona práctica, incluso dedicándose a algo en apariencia tan poco práctico como los libros, los textos, la escritura, la palabra. Y aquí hablo con pleno conocimiento de causa. Personalmente pienso que los libros son muy prácticos, pero que tienen su particular utilidad, y muchas veces ésta pertenece al largo plazo, no a lo inmediato, o a lo más o menos inmediato, que es lo que se suele entender por práctico, en mi opinión.
Los libros son muy útiles pero en primer lugar nos tienen que gustar, o tal vez los debamos necesitar.
Carlos García Gual, sin embargo, aun siendo experto en la Antigüedad, en Grecia y Roma, por ejemplo, en letras ancianas y venerables —esplendorosas—, está al día, vive en el presente, se interesa por la vida y por el momento actual. También por lo que tú haces, por tus ideas e inquietudes. Tiene una actitud, además, de curiosidad por el mundo, de pregunta, de interrogación, por ejemplo por un pájaro que cruza nuestro camino en pleno parque del Retiro y cuyo nombre ignoramos.
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Fotos del artículo: Eduardo Martínez Rico
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