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Ilustración de la portada de Patria, de Fernando Aramburu

Es una piedra blanca como la uña de una adolescente, pero ahora soy tan negro como el deseo. Es de noche, el perro de la vecina diría que de madrugada, y suena en casa Hurricane de Bob Dylan. No hay tiempo para el lamento, todo es oscuro (obscuro, que diría Caballero Bonald). Un cuadrilátero sin colores, tú o yo. Debe de estar a punto de amanecer pero acaricio esa piedra de leche como el marfil, es una piedra cualquiera, encontrada en los labios de Cercedilla, en una excursión cualquiera en una mañana clara con Txetxu, de esas que aparecen sin que la naranja haya madrugado todavía.

Es un mantra. Dylan y la noche, el boxeador y yo también. Es mi despedida de niño a joven, de noche, en las Siete Calles. Llueve y no puede haber retorno. Es la triste historia de un crío arrancado de casa que se viene a vivir en un Chagall. Es la crónica de quien de repente conoce el miedo.

El silencio cómplice, el qué dirán, la sospecha. Todo eso lo ha escrito Fernando Aramburu ahora que la lluvia parece que amaina. Pero el escenario está donde siempre, como la armónica, como el txistu y el paisaje verde y cruel.

La canción se precipita, como las horas, como el metrónomo de la jornada, como la rutina. Ellos a lo suyo y tú buscando un nuevo mundo. Todo se aboca como un riachuelo en noviembre. Los bares abren sus puertas, como las iglesias, como el cementerio, con absoluta normalidad, ignorando un pasado tan reciente como cruel.

"El silencio cómplice, el qué dirán, la sospecha. Todo eso lo ha escrito Fernando Aramburu ahora que la lluvia parece que amaina"

Habría que resolver de quién es la tierra donde paseamos, el derecho a estar en la plaza, los soportales donde nos encontrábamos para intercambiarnos cromos, confidencias, el frontón, la parroquia, la salida en tromba de clase, las primeras películas, las carreras delante de no sabíamos bien quiénes, el tebeo del domingo, el partido de pelota después de misa, las novelas de Pío Baroja (aquel Elogio sentimental del acordeón que de tanto y tan poco regresa, a cualquier hora, en cualquier hora, sin pedir permiso, casi sin ton ni son).

Todo se agolpa, se derrumba como una montaña de hielo sobre el océano del Polo Norte frente al horizonte de la inmensidad brillante en la primavera, la última, la primera.

Estamos  y no estamos en la Aneja, somos todos iguales y distintos. El pelotari se concentra para coger carrerilla y saca pensando que el zaguero contrario no podrá responderle porque la pelota escupe lo suficiente como para que llegue hasta la pared y tenga que doblegarse ante ese bote traicionero. Esa estrategia subirá las apuestas y el rugido de un público dominguero. El de los ultramarinos Bengoa y la panadera Miren.

"Esa calma chicha que es como, antes y ahora, una boina que veíamos desde Artxanda, cuando San Mamés era una antorcha y no sabíamos que la vida iba en serio..."

Hace sol y llega la hora del aperitivo, las barras de los bares están repletas y las botellas de vino descansan en las neveras. Piparras, aceitunas, Kas, jariguays, tortillas, el periódico doblado en la esquina de la barra, Oskorri en el tocadiscos, “a ver quién coño hace hoy los bocatas para el partido, y que sean con cebolla y pimientos de una puñetera vez”.  El mar, mientras, besa la arena donde descubrimos el amor un anochecer de fogatas y kalimotxo aguado.

Esa calma chicha que es como, antes y ahora, una boina que veíamos desde Artxanda, cuando San Mamés era una antorcha y no sabíamos que la vida iba en serio, el Pagasarri enfrente y el miedo como una aburrida merienda.

Ahora, hoy, esta noche, desenvuelvo el bocadillo, lejos de aquella casa, de la escalera, de la campa, del colegio, de la calle Iturribide, donde escuché esa canción de Bob Dylan cuando no sabía quién era Bob Dylan, cuando no sabía quién era yo, cuando, en la Plaza Nueva, intercambiaba Txetxu Rojo por Iríbar antes de que empezara una película cualquiera de Tarzán en el cine derruido que estaba en la calle Uríbarri, de camino al colegio, cuando dejábamos debajo del radiador los zapatos esperando que un día acampara, cuando una teresiana nos habló por primera vez de Miguel de Unamuno y pintábamos en folios infinitos paisajes imposibles con ceras Manley.

Todo es tan imposible como la canción de ese judío triste, bajito, y melancólico que de vez en cuando le da por sacar del  coche una guitarra regalada de un fan de Nebraska algo así como una canción que habla del viento, o de Pat Garrett. Da igual, todos disparamos a la luz de la luna balas de fogueo.

Así nos va.

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