Otro tres de noviembre, el de 1957, hace ahora sesenta y cuatro años, la ingeniería soviética está exultante. Reciente aún el lanzamiento del Sputnik 1, que el último 4 de octubre se ha convertido en el primer satélite artificial en orbitar la Tierra —abriendo además un nuevo teatro de operaciones en la Guerra Fría—, el camarada Jruschov, el líder de la patria soviética, quiere incluir ese primer triunfo de la tecnología comunista entre los fastos y las conmemoraciones del cuarenta aniversario de la revolución bolchevique. A tal fin insta a los camaradas del Programa Espacial a marcar otro hito en lo que a la conquista del espacio se refiere. “Quien pega primero, pega dos veces”, y en el Kremlin son conscientes de la veracidad de este antiguo adagio.
«Cosmonauta» llaman los soviéticos a sus exploradores del cosmos, frente a los estadounidenses, que les dicen «astronautas». Sí señor, no es sólo el concepto de libertad el que cambia radicalmente, ya se hable de ella en las dictaduras del proletariado del otro lado del Telón de Acero o en las democracias burguesas de éste. El vocabulario de la carrera espacial también difiere. Y justo es reconocer que son los soviéticos quienes obtienen las primeras victorias en el nuevo frente: la NASA no se pondrá en marcha hasta julio del 58. Para entonces, los rusos ya habrán lanzado sus dos siguientes Sputnik.
El segundo, el que despega a las 2.30 de la madrugada de un día como hoy del cosmódromo de Baikonur, allá en Kazajistán, obedece a un nuevo desafío, a uno “más difícil todavía”: lleva a bordo un ser vivo. Se trata de esa pequeña camarada que habrá de convertirse en la más singular heroína de la URSS y, desde luego, la más querida en el lado capitalista del Telón de Acero. Más incluso que Yuri Gagarin, quien en 1961 tripulará el primer vuelo orbital, y que Valentina Tereshkova, que en el 63 se convertirá en la primera mujer que viajará al espacio. Hasta en la España franquista dedicarán canciones a la perrita Laika en los primeros espacios infantiles de la aún incipiente televisión.
Serguéi Koroliov, el creador del programa espacial soviético, a quien ha apremiado el camarada Jruschov dándole apenas cuatro semanas para el nuevo lanzamiento, no es de los que se arredran ante las prisas. Buen conocedor de los rigores del estalinismo, en 1938, durante la Gran Purga, mientras ya trabaja en los cohetes con los que habrá de ganar la eternidad, es arrestado por agentes del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, quienes le torturan sin miramientos hasta conseguir la confesión. Pasa varios meses en el Gulag de Kolimá (Siberia), donde pierde los dientes por el escorbuto y le rompen la mandíbula en una paliza. Vuelve a ser reclamado por otro ingeniero, antiguo represaliado, que ahora trabaja para el gobierno: Andréi Túpolev. Las condiciones de la condena se van suavizando. Hasta el final de la guerra se emplea en el diseño de misiles balísticos. En el 45 se le impone la primera condecoración, pero la rehabilitación plena no se produce hasta abril del 57. Unos años antes, en el 52, Serguéi Koroliov se afilia al Partido Comunista para poder seguir trabajando en sus cohetes. Así pues, aunque Jruschov se jacte de estar desmantelando el estalinismo, Koroliov sabe perfectamente que con las autoridades soviéticas no se juega. Cuando el camarada presidente le concede poco más de tres semanas para un nuevo Sputnik, sabe que ése, y ni un minuto más, es el tiempo del que dispone para la empresa.
De modo que este Sputnik 2, diseñado y construido en un tiempo récord, presenta pocas diferencias con su predecesor. Se trata de una cápsula de cuatro metros de alto con un diámetro en su base de otros dos metros. En su interior hay diversos instrumentos científicos, así como un sistema de telemetría y otro de control de regeneración, una unidad programable y un compartimiento, al margen de todo, para el animal.
Se dice que el perro es el mejor amigo del hombre. Como también se dice que hay amigos tan dudosos que con ellos no hacen falta enemigos. En sus últimos instantes, antes de morir de hipertermia a las pocas horas del lanzamiento —a decir de los expertos, consecuencia de un fallo en el sustentador de la central— su instinto debió de darle a entender a Laika que había sido traicionada por sus mejores amigos, quienes, en aras del Programa Espacial Soviético, la condenaron a un sacrificio brutal.
Recogida de las calles de Moscú por Vladimir Yazdovsky y Oleg Grazenko, dos colaboradores de Koroliov, Laika es una perra mestiza en la que se adivina un cruce de husky u otras razas nórdicas. Se trata al cabo de un paria entre el resto de esos canes que se buscan en las calles, dando por sentado que estos animales han demostrado su capacidad de supervivencia frente al hambre y el frío. De la bondad de Laika da prueba un dato: es la elegida porque es la única que no ataca al resto de los perros recogidos por los científicos. Pesa seis kilos y su edad se cifra en torno a los tres años. “Era tranquila y encantadora”, la recuerda Yazdovsky en sus escritos. Conmovido ante el destino de Laika, antes de meterla en el cohete la lleva jugar unas horas con sus hijos. “Quería hacer algo bueno por ella”.
Aunque la vida del animal no cuenta —lo que importa son los datos que su holocausto pueda aportar acerca de la supervivencia de los seres vivos fuera del planeta que los vio nacer—, los científicos que trabajan con Laika la quieren más de lo que se quiere a un conejillo de indias o a un “material biológico”, como la califican en algunas crónicas de su hazaña. A veces la llaman Rizadita; otras Limoncito. Se afanan en crearle una escafandra y en equipar la nave con un soporte vital. “No hay nada como estar condenado a muerte para que a uno le den de comer bien”, escribe alguien muy sabio, cuyo nombre será mejor omitir. Aquellos, sus últimos días, son los que Laika come mejor. Más aún, para que no le falte alimento durante el viaje, crean un dispositivo al efecto. Lo malo es que en la reducida cabina en la que son encerrados, los perros cosmonautas dejan de defecar y de orinar. Pese a que el tiempo apremia, también se dispone en la escafandra un procedimiento para la evacuación de los excrementos.
Encerrada en la nave tres días antes del lanzamiento para que se vaya aclimatando, Laika no habrá de volver a esas calles moscovitas que, a su modo, pero a buen seguro, ama. En un primer momento, las autoridades soviéticas informan que, ante el inminente agotamiento del oxígeno, la perra ha sido sometida a una eutanasia a los seis días de su viaje espacial. La verdad, como tantas veces en todos los estados del mundo, no se sabrá hasta 2002. En 1959 el servicio postal rumano le dedica una estampilla en la que se la recuerda como la primera viajera del cosmos. Y todavía es ahora cuando en la Ciudad de las Estrellas, allá en Kaliningrado, entre el monumento que honra a los cosmonautas rusos, se alza una escultura de Laika. La pequeña camarada, con las orejas atentas, observa la eternidad.
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