Si bien muchos de sus poemas han envejecido, su poética sigue siendo fecunda. Pero lo más fascinante, al menos tanto como su obra, es el propio Paul Valéry. Su itinerario vital propone una de las más fascinantes figuras de escritor que se puedan imaginar. La radicalidad de sus opcionesy la nitidez de sus contrastes hacen que su trayectoria sea verdaderamente novelesca.
Benoît Peeters nació en París en 1956, aunque pasó la mayor parte de su infancia en Bélgica, donde coincidió durante años en la escuela con François Schuiten, dibujante y escenógrafo. Después de licenciarse en Filosofía en la Sorbona y preparar su diplomatura con Roland Barthes, escribe su primera novela, Omnibus (1976), y decide dedicarse a la escritura, que alterna con su labor como guionista de Las ciudades oscuras y como editor, crítico y comisario de exposiciones.
En su obra ensayística destacan una biografía de Paul Valéry, de 1989, Paul Valéry: Une vie d’écrivain? y la decisiva biografía de Jacques Derrida, de 2010. Con Valéry: Tenter de vivre, publicada en 2014, Peeters se confirma como un sutil intérprete del poeta-ensayista Paul Valéry.
Zenda ofrece el primer capítulo de este libro.
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Por qué Valéry
El 7 de abril de 1942, en París, una joven de 21 años toma el autobús 92 hasta la place de l’ Étoile y luego baja por la avenue Victor-Hugo. La aprensión se va apoderando de ella. En la esquina de la rue de Villejust, por un instante es presa del pánico. «Tengo que asumir la responsabilidad de mis actos», piensa. Como medio soñando, llama al número 40 y pregunta a la portera si han dejado un paquete a su nombre. La portera le entrega un libro, envuelto en blanco, que la joven abre en cuanto cruza la puerta:
En la guarda, había escrito con la misma letra: «Ejemplar de la señorita Hélène Berr», y debajo: «Al despertar, tan suave la luz y tan hermoso este azul vivo», Paul Valéry.
Y el júbilo me ha inundado, una alegría que confirmaba mi con-fianza, que armonizaba con el sol alegre y el cielo azul completamente límpido por encima de las nubes algodonosas. He vuelto a pie, con un pequeño sentimiento de triunfo al pensar lo que di-rían los padres, y la impresión de que en el fondo lo extraordinario era lo real.
Hélène Berr murió en Bergen-Belsen, en abril de 1945, unos días antes de la liberación del campo. Su diario, que se abre con el relato de la visita a la rue de Villejust, no se publicó hasta 2008.
En Lyon, el 30 de julio de 1942, un joven miembro de la Resistencia llamado Daniel Cordier se convierte en el secretario de Valéry. Tratar de vivir«Rex», alias de Jean Moulin. Sus conversaciones, tratan a menudo de Paul Valéry. Jean Moulin admira en especial Miradas al mundo actual, entre otros los ensayos «La libertad del espíritu» y «Europa». Pero considera también a Valéry el mayor poeta francés y es capaz de recitar muchos de sus versos. El 16 de diciembre de 1942, Jean Moulin menciona ante Daniel Cordier las instituciones que convendría fundar tras la Liberación. Si limitan al presidente de la República a un papel simbólico, estaría bien, cree, elegir a un intelectual. «Su papel político estará tan difuminado como el de sus predecesores, pero, tras estos años miserables, Francia necesitará recobrar su esplendor cultural. ¿Por qué no Paul Valéry? ¿Habría alguien mejor para la proyección de Francia?»
Valéry se apaga poco después del final de la guerra, el 20 de julio de 1945. Cuatro días más tarde, llevan solemnemente su ataúd de la place Victor-Hugo a la del Trocadero antes de depositarlo sobre un catafalco elevado. El 25 de julio se celebra el funeral de Estado, a voluntad del general De Gaulle que, como Jean Moulin, lo leía y admiraba desde hacía tiempo. El mismo día, André Gide, su amigo durante cincuenta años, le rinde homenaje en la portada de Le Figaro: «La muerte de Paul Valéry no sólo enluta Francia; del mundo entero se eleva el lamento de todos aquellos a quienes llegó su voz. La obra permanece, es cierto, inmortal tanto como puede aspirar a serlo una obra humana y su proyección continuará extendiéndose a través del espacio y el tiempo».
La gloria de Valéry parece entonces tan asegurada como el olvido y casi el desdén en los que se encuentra hoy día. Su eterno bigote, su rostro prematuramente envejecido, su traje de académico, El señor Teste y El cementerio marino, cuatro inscripciones desmesuradas en el frontón del palacio de Chaillot, La marquesa salió a las cinco, el futuro en el que entramos marcha atrás y las civilizaciones que ahora saben que son mortales, algunas citas machaconas convertidas en temario de examen: todo esto nos parece lejano, al igual que los institutos de antaño y los manuales escolares «Lagarde et Michard». Y si bien La idea fija llena salas cuando Pierre Arditi la interpreta, si Hayao Miyazaki rinde un soberbio homenaje al poeta en su película El viento se levanta, para la mayoría, Paul Valéry se ha convertido en sinónimo de monotonía, frialdad y aburrimiento. Apenas se lee. Parece que ya no da que pensar.
En el cementerio de Sète, su tumba es difícil de encontrar. La busqué largo y tendido, una tarde abrasadora, vagando entre las avenidas abandonadas. Ni una flecha ni una indicación. La bordeé sin verla antes de que el guarda me la indicase. En una piedra sencilla, se puede leer: «Famille Grassi» y esta mención medio borrada: «Paul Valéry (30 octobre 1871-20 juillet 1945)». No cabe imaginar una última morada más discreta.
Este olvido de Valéry me entristece por lo injusto que me resulta. Es uno de esos autores, no tan numerosos, que nunca han dejado de acompañarme desde la adolescencia. Creo haberlo leído por primera vez en esa bonita colección «Poésie-Gallimard» que exa–minaba metódicamente. Titulado con sobriedad Poésies, el volumen reunía el Álbum de versos antiguos y Cármenes, así como los decepcionantes Anfión y Semíramis. No había prefacio ni la más mínima indicación biográfica, pero la pequeña fotografía de cubierta, en varios colores, mostraba a un Valéry joven, con la mi–rada altiva, tal como lo había fotografiado Pierre Louÿs. Continué con El señor Teste, La idea fija y Tel Quel, antes de recorrer de manera más desenvuelta Eupalinos y Miradas al mundo actual. De La joven Parca no conocía más que fragmentos. De la masa inmensa de los Cuadernos4 no sabía casi nada.
En el curso de preparación para la Escuela Normal Superior, volví a Valéry a través de lo que decían Gérard Genette, Jacques Derrida y sobre todo Jean Ricardou, que veía en él, en muchos aspectos, a un precursor del Nouveau Roman y de la modernidad literaria. Haber leído mucho a Valéry contribuyó a que sus–pendiese la prueba de francés en el examen de acceso a la rue d’ Ulm: contento por haberme topado con una cita suya («¡Hay que ser ingenuo para percibir diferencias entre una novela rea–lista y un cuento de hadas!»), le dediqué la mayor parte de mi disertación, perdiéndome en una larga divagación al mencionar su resistencia al género novelesco.
A las conversaciones parisinas con mi amigo Jean-Christophe Cambier siguieron pronto, en Bruselas, unos debates igualmen–te apasionados con Luc Dellisse, que fue el primero en revelar–me, en su artículo «La carrière de Monsieur Teste», la existencia material del escritor.5 El libro colectivo Valéry, pour quoi ?, preparado con el equipo de la revista Conséquences, me dio la oportunidad, en 1986, de escribir un primer texto a propósito de él. Pero quería ir más allá.
Tenía poco más de 30 años y una docena de volúmenes publicados: algunos éxitos, algunos pasos en falso. Este libro sobre Paul Valéry, que nadie me había encargado, que nadie esperaba de mí, me brindaba la oportunidad de un primer balance, de una confrontación con la exigencia literaria e intelectual que él encarnaba, a mi juicio no sin algunas paradojas. La «vida de escritor» acerca de la cual me interrogaba era para mí un asunto candente.
Por aquel entonces, no existía nada que se pareciera a una bio–grafía de Valéry, excepto las referencias cronológicas propuestas en 1957 por su hija, Agathe, como presentación del tomo I de la edición de las Œuvres en la colección «Pléiade». Por muy valiosas que fuesen, estas indicaciones estaban más que incompletas.
Los amores y los humores, el caso Dreyfus, los problemas de dinero y de carrera estaban casi proscritos. Más de cuarenta años tras la muerte de Valéry, muchos asuntos seguían siendo tabú, como si no pudiese ser más que ángel o espíritu puro. Pero el Journal de Catherine Pozzi acababa de publicarse, revelando con toda su intensidad una relación larga y pasional que hasta en–onces los valerianos autorizados habían disimulado piadosamente.
Cuando empecé mis investigaciones, muchas fuentes eran inaccesibles. Mi primer texto desagradó a la hija del escritor, por–que mencionaba, quizá demasiado para su gusto, la intimidad de Valéry. Sometido a su autorización, se me negaba el acceso a la mayor parte de los archivos de la Biblioteca Nacional de Francia y de la biblioteca Jacques-Doucet. Esto no me impidió desenterrar numerosos documentos singulares: testimonios antiguos, artículos olvidados, cartas publicadas en ediciones para bibliófilos o catálogos de ventas públicas e incluso algunos manuscritos. Paul Valéry, une vie d’ écrivain ? se publicó en 1989 y tuvo cierta repercusión.
No había terminado con Valéry. Casi cada vez que aparecía un nuevo libro acerca de él me apresuraba a comprarlo, incluso si dejaba para más tarde su lectura. Valéry continuaba formando parte de mí, más que Mallarmé por ejemplo. Sin embargo, no tenía por su obra la misma admiración que por las de Proust o Kafka. No lo releía sin cesar. Pero seguía siendo una figura familiar, como un compañero de viaje.
Lo retomo, pues, veinticinco años más tarde. Estoy más convencido que nunca: Paul Valéry no es lo que la posteridad ha hecho con él. Si bien muchos de sus poemas han envejecido, su poética sigue siendo fecunda. Sus prosas, soberbias, deparan múltiples sorpresas en los registros más variados. Y sus Cuadernos, de tono tan libre, tan moderno, están lejos de haber revelado todos sus secretos. Pero lo que me fascina personalmente, al me–nos tanto como su obra, es el propio Paul Valéry. Su itinerario vital me parece que propone una de las más fascinantes figuras de escritor que se puedan imaginar. La radicalidad de sus opciones, la nitidez de sus contrastes la convierten en una trayectoria verdaderamente novelesca, digna de los escritores imaginarios que representó Henry James en novelas cortas como La figura de la alfombra o La lección del maestro, así como Borges en algunas de sus mejores Ficciones. En este punto al menos, comparto la opinión de Paul Léautaud, quien declaró un día de 1927 al autor de Variedad: «Ha tenido usted la aventura literaria más extraordinaria. Ni siquiera sé si no se podría decir que es única».
He aquí a un hombre que, muy joven, empieza de manera deslumbrante: amigo de Pierre Louÿs y André Gide, íntimo de Mallarmé, publica sus primeros poemas en las mejores revistas del momento. Pero a los 20 años, tras una crisis personal que se inscribirá en su leyenda con el nombre de la «noche de Génova», Valéry se distancia de la poesía. Cinco años más tarde, en 1896, da la espalda a la literatura, tras haber permitido que se publicasen dos textos inolvidables: Introducción al método de Leonardo da Vinci y La velada en casa del señor Teste. La muerte de Mallarmé, en 1898, termina de alejarlo del mundo de las letras. Durante muchos años, Valéry no publicará nada. Se contenta, «entre la lámpara y el día», con trabajar en unos misteriosos Cuadernos que no deja leer a nadie, antes de empezar a aburrirse en el Ministerio de la Guerra y luego como secretario de un anciano impedido.
El nombre de Valéry, sin embargo, no desaparece del todo. Varias antologías reeditan sus poemas y La velada en casa del señor Teste. Como antaño el de Mallarmé para los lectores de A contrapelo, el mito Valéry se forma en la mente de algunos jóvenes literatos. A ojos de André Breton, el Valéry de 1914 tiene el aura de un nuevo Rimbaud: ennoblecido por los años de silencio e identificado imprudentemente con el señor Teste, se le apa–rece como la figura misma del ideal, «el hombre que, un buen día, se vuelve de espaldas a su obra, como si, una vez alcanzadas determinadas cumbres, ésta rechazara en cierto modo a su crea–dor».
Esta imagen, sin embargo, no está destinada a durar. En 1912, por sugerencia de Gide, Valéry retoma sus versos antiguos. Con la idea de añadirles una nueva obra, trabaja intensamente en lo que será La joven Parca. Lo sorprendente en el viraje que acome–te es su inmediatez y su alcance. Valéry es un hombre de todo o nada: en cuanto se ha producido lo irremediable, mantener las barreras no tendría el menor sentido a su juicio. En unos meses, el hombre del silencio se convierte en uno de los actores más presentes de la escena literaria. A la radicalidad del rechazo le sucede una aceptación que nos tentaría llamar absoluta.
Desde comienzos de los años veinte, la gloria se adueña del nombre de Valéry, una gloria inmensa que apenas podemos ima–ginar hoy día. Entre la publicación de La joven Parca y la con–sagración de su autor como académico y como el mayor poeta vivo, no hay más que siete u ocho años. Se podría creer que Va–léry perdió muchos años, pero, en términos de carrera, los recu–peró enseguida. Casado, padre de tres hijos y desprovisto de toda fortuna, Paul Valéry no tiene elección. La muerte de su patrón, en 1922, lo obliga a abrazar «la detestable profesión de hombre de letras». La asumirá a su manera, con una curiosa mezcla de exasperación e inventiva. Esta consagración demasiado oficial, este arte de responder a los encargos más improbables harán del antiguo discípulo de Mallarmé una suerte de poeta de Estado al tiempo que «el Bossuet de la Tercera República». No obstante, lo que escribe esos años, de Variedad a DegasDanza Dibujo, es de todo salvo convencional.
El despertar no es sólo literario, también es vital. El amor, re–primido durante mucho tiempo, ocupa en la madurez un lugar inmenso. En 1920, Valéry conoce a Catherine Pozzi («Karin»). Como anota en sus Cuadernos: «Si me miro históricamente, encuentro dos acontecimientos formidables en mi vida íntima. Un golpe de Estado en el 92 y algo inmenso, ilimitado, inconmensurable en 1920. Disparé a lo que era en el 92. 28 años después, el flechazo me alcanzó: desde tus labios». Sus relaciones con Renée Vautier («Néère»), Émilie Noulet («My») y Jeanne Loviton (apodada Jean Voilier), un poco menos tempestuosas, son casi igual de importantes: las huellas que dejaron revelan a un Paul Valéry frágil y ardiente, en las antípodas de la idea que en gene–ral se tiene de él. «Creo concebir como nadie lo ha hecho el papel extraordinario que el amor absoluto puede desempeñar en las creaciones de la mente. […] Esta alianza admirable fue mi única ambición en este mundo», escribe unas semanas antes de dejarse morir.
El libro que propongo no es una biografía como pude escribir sobre Hergé y Jacques Derrida: tras la obra monumental publicada por Michel Jarrety en 2008, tal proyecto no tendría sentido. Por muy abundantes que hayan sido mis lecturas, por muy extenso que haya podido ser mi acceso reciente a los archivos y a las correspondencias inéditas,8 no intentaré en absoluto pro–poner un relato exhaustivo y lineal. Salvo en escasos momentos de crisis, una vida no me parece un gran flujo continuo en el que todos los elementos se funden y se confunden. Las turbulencias del mundo, los amores y las amistades, las lecturas y los traba–jos, los problemas de dinero y salud siguen su curso en paralelo, influyéndose sin duda, de manera a veces sutil y contrapuntística, pero conservando también una autonomía bastante amplia.9
Lejos de la homogeneidad de la biografía clásica, mi evoca–ción de la trayectoria valeriana oscilará constantemente entre la cronología y la temática. Unas veces, propondré un cuadro, el detalle de un momento clave: la estancia en Londres de 1896, la muerte de Mallarmé, la escritura de La joven Parca, el encuentro con Catherine Pozzi… Otras, insistiré en un motivo, la continuidad de un tema: los intentos de clasificación de los Cuadernos, la afición a las ciencias, el compromiso europeo… Mencionaré por supuesto el surgimiento de los principales proyectos, las circunstancias de su elaboración, las vicisitudes de su recepción. Cuando la obra de Valéry está a punto de pasar a dominio público, me gustaría dar nuevas razones para interesarse por ella y sugerir algunos caminos para aventurarse en ella. Pero primero quiero rastrear en estas páginas la historia de un hombre. Para Paul Valéry, «Tratar de vivir» no fue sólo la mitad de un verso.
Hay que recordarlo: aunque las referencias biográficas abunden en sus textos, el autor de Degas Danza Dibujo criticó en muchas ocasiones el enfoque de los biógrafos en unos términos que merecen tomarse en serio. Un fragmento de Mauvaises pensées et autres me parece especialmente importante.
ME LLAMO: NADIE
Aquellos que llevan en su interior algo grande no lo atribuyen a su persona. Al contrario. ¿Qué es una persona? Un nombre, unas necesidades, unas manías, unos ridículos, unas ausencias; alguien que se suena, que tose, come, ronca, etc.; un juguete de las mujeres, una víctima del calor y del frío; un objeto de envidia, de antipatías, de odio o de burlas…Pero el biógrafo los acecha, dedicándose a sacar esa grandeza que los ha señalado ante su mirada, con esa cantidad de comunes pequeñeces y de miserias inevitables y universales. Cuenta los calcetines, a las amantes, las necedades de su sujeto. Hace, en suma, precisamente lo contrario de lo que quiso hacer la vitalidad de este, que se desvivió contra las viles o monótonas similitudes que la vida impone a todos los organismos, y las distracciones o accidentes improductivos, a todas las mentes. Su ilusión consiste en creer que lo que busca pudo engendrar o puede «explicar» lo que el otro des–cubrió o produjo. Pero apenas si se equivoca con el gusto del público, que somos todos.
No he olvidado a las amantes. He tratado de no contar los calcetines
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Autor: Benoît Peeters. Título: Valéry: Tratar de vivir. Editorial: Ediciones del Subsuelo. Venta: Todostuslibros y Amazon
Peeters no escribe en español. No cuesta nada poner el nombre del autor de la traducción, Mateo Pierre Avit, al final, con los datos bibliográficos, aunque su nombre aparezca en la cubierta.
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