Foto de portada: Jeosm
El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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Gramática y morfología de la lengua mitoica, con un apéndice de léxico mitoe abreviado, de Abigail Alley y Charlotte Lafayette, Chicago, 1921.
La lengua mitoe fue hablada por el pueblo del mismo nombre cuya población, ya extinta, habitó las costas del noreste de Canadá hasta 1892, cuando una variante fulminante de la viruela acabó con los últimos de sus miembros. Uno de ellos, ya anciano, en vista del final de su tribu, traspasó sus conocimientos lingüísticos a dos monjas presbiterianas. Las hermanas Alley y Lafayette invirtieron treinta años de su vida en transcribir, entender, declinar y traducir la variedad fonética y léxica del mitoe. Descubrieron que se trataba de una antiquísima lengua, matriz de buena parte de los idiomas indígenas hablados en lo que había sido, desde el siglo XVII, Nueva Francia. Averiguaron también que todas esas lenguas mitoicas carecían de determinados sustantivos y verbos, y, en cambio, tenían muchos términos para una misma acepción o un mismo hecho. Por ejemplo, el concepto de “caza” se repartía en unas veinte variantes, según fuera el instrumento con que se cazaba, la hora en que se hacía, el animal que era cazado, el eviscerado que requería, la piel que lo cubría, etcétera. Por otro lado, la palabra “sexo” y todo lo relativo al mismo era la misma palabra que se usaba para definir “risa”, “vergüenza”, “ropaje”, “barriga” y “hoja seca”. Se desconocían en lengua mitoica conceptos como “muerte”, “despedida”, “dinero”, “rebeldía”, “mar” o “digestión”. Para todos estos sustantivos se empleaba la palabra “ngueah”, aproximada tan solo, ya que en realidad significaba “suelo”. En Quebec, en los años veinte del siglo pasado, las dos autoras de este libro fueron muy famosas por sus libros de repostería. De la existencia de la edición de esta Gramática apenas se tenía conocimiento, dado que la mayoría de ejemplares acabó ardiendo en un almacén antes de su distribución.
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La dama de la catedral, de Maurice Deauville, Ruán, 1848.
El argumento de esta novela, prohibida en su tiempo, es el siguiente. A Trévillis, un pueblo del centro de Francia, llega destinado el doctor Portury. El médico está recién casado con Louise, una joven a la que le saca veinte años, bella y displicente. Poco después, y sin dejar de ser la comidilla de toda la población por las remilgadas maneras que manifiesta Louise, la joven queda preñada. Dará a luz a una niña, a la que pondrán por nombre Emma. Aburrida de la vida pueblerina y de las ausencias de su marido, siempre de viaje por la región, Louise termina por seducir al boticario, con el que tiene una aventura en Reims, en concreto dentro de un confesonario de su famosa catedral. A ambos les gusta el riesgo que han corrido y harán de ese lugar el escondite preferido para sus secretos encuentros. Pero al cabo de poco tiempo, Louise, invitada a un baile, se enamora perdidamente de Ferdinand de Chablaunoir, el heredero del castillo que corona el pueblo. Loca de amor, huye con Ferdinand a Reims, pero él se niega a ser amantes en la catedral y opta por un lujurioso viaje por la ciudad en el interior de un coche de punto. Después de varias circunstancias desgraciadas que truncan su huida pasional, Louise se ve obligada a regresar al pueblo de su marido y, ante la condena general, se suicida arrojándose al río.
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El carillón dio las tres, de Kitty Münchendünglach, Hamburgo, 1901.
A todas luces, una novela barata. He aquí su primer párrafo: “Nunca habría creído Maggie que el ruido de sus zapatos alertaría a la muerte, agazapada en un almacén abandonado del viejo puerto de cervezas. La muerte fue allí la garra afilada de un mal hombre. Maggie ni siquiera pudo gritar cuando vio la mano que se cernió sobre su boca a la vez que sentía una punzada dolorosa en su vientre. Supo que era un corte, y profundo, y sintió que por la herida manaba un líquido precioso. Exhaló el aliento contenido hasta entonces. Cuando encontraron el cuerpo, su ropa estaba desgarrada y sus medias bajadas. Entre los labios había una moneda de 20 pfennigs. Entre sus dedos, un papel. Y en el papel, los datos de una cita: «Medianoche. Muelle 6. Ven sola. Tu Calaverus». Günther Calaverus era el nombre del chulo para el que trabajaba, pero también el hombre al que amaba pese a sus humillaciones brutales. Calaverus también era conocido como «El Filósofo» y «El Afilador». Maggie se fue al otro barrio sin saber si era él quien empuñaba el cuchillo y por qué lo apodaban así.”
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La luz roja, de Ferdinand Meyer, Frankfurt, 1991.
(Fragmento)
La toalla no secaba bien por mucho que me frotara la piel. Una densa humedad lo impregnaba todo. Esa había sido la segunda señal que subrayó las palabras del taxista:
—Ese hotel está en el peor barrio de la ciudad.
Llegué de día, había música clásica en la recepción. Subí a mi habitación, la 205. Entré en el baño. Accioné la rueda. Una luz roja llenó aquel cuarto. Esa había sido la primera señal. Por supuesto, no podía ser más que una calefacción. Sin embargo, cada vez que me metía en la ducha —lo que hacía a menudo, por el ambiente infecto del barrio— notaba que apenas daba calor. Llegué a pensar que de esa luz roja emanaba aquella humedad precisamente, pues cuanto más me secaba más gotas descubría sobre mis hombros, en la espalda, en el pecho. Miraba mi desnudez en el espejo y la piel parecía salida de un cuadro de Francis Bacon.
Yo, que soy tratante de arte, nunca he ambicionado los cuadros de Bacon. Más bien, he huido de ellos como de la peste. Me incomoda ver la angustia que hay en ellos, casi puedo tocar el alma torturada del pintor en esas figuras que parecen escurrirse por un desagüe. Me niego a pensar que así seamos los seres humanos de nuestro tiempo. Pero, al salir del hotel, esas figuras, las figuras de Bacon, me perseguían o me ignoraban o me ofrecían algo incomprensible por la calle, en idiomas ajenos a mí.
Una cosa más sobre el espejo: cuando me miraba con aquella luz roja encendida me parecía ver sobre mi ceja izquierda —y solo en ese lado de la cara— una prolongación capilar, que más bien parecían las finísimas plumas de un ave nocturna. Al apagar la luz, desaparecía. Pero, en cualquier caso, y por eso lo menciono aquí, me hacía caminar incómodo por la calle. Estaba seguro de que algo me colgaba por encima del ojo izquierdo, una prolongación indeseable, y que toda aquella gente extraña podía verlo.
Había llegado con un día de antelación. Era viernes. La subasta sería la mañana siguiente en un barrio alejado nada más que veinte minutos del mío. Me acerqué solo para asegurarme de aprenderme bien el camino y me sorprendió comprobar la tranquilidad de aquellas otras calles, arboladas, donde se elevaban exquisitas mansiones del siglo XIX. Cuando regresé a mi barrio, me pareció entrar en el infierno. Más exactamente: tuve la sensación de que toda aquella gente que pululaba o se arrastraba o cojeaba o se reía estentóreamente bajo las puertas de un puticlub fabricaba aquel infierno sin tener la mínima idea de que lo estaban haciendo.
Era ostensible desde la ventana de mi habitación, donde traté de concentrarme en la lectura. Pero me distraían constantemente los gritos de un yonqui desarrapado que estaba sentado en la acera, y se movía a espasmos con las piernas estiradas sobre la acera. Permanecía muy cerca de la entrada de una sala de billar, en cuya puerta algunos jóvenes pasaban droga a los muchachos y muchachas que se acercaban al barrio para divertirse.
Entonces, desde mi ventana, vi cómo se acercaba un tullido en una silla de ruedas, que manejaba con agilidad, aunque no tanto como yo creía, pues chocó con una de las piernas que el yonqui mantenía estiradas sobre la acera. Vi que conversaban. Conjeturé que mantendrían algún vínculo de solidaridad. En cambio, el yonqui amenazó al tullido. Este pareció huir pero se detuvo unos metros adelante. Se levantó como Lázaro de la silla de ruedas y, armado con lo que me pareció un reposa cabezas, golpeó al yonqui. Este, enclenque e incapaz a primera vista, se trasformó. Con los brazos extendidos y moviendo las manos con las ondas de algún arte marcial, golpeó sin piedad al tullido falso ante la risa de los muchachos de la sala de billar. Al ver aquella escena, casi no me percaté de las molestias que sentía sobre mi ceja izquierda.
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Las hijas de la araña, de Dagmar Samba, París, 1971.
(Copiamos un fragmento de esta extrañísima novela, primera parte de una pentalogía)
«Daría cualquier cosa», dijo el marqués, «por conocer a una mujer verdaderamente desenfrenada». Le pregunté qué quería decir. Me respondió: «las mujeres, amigo mío, son un misterio para nosotros sobre todo porque la mitad de lo que sabemos o creemos saber sobre ellas es un mero fenómeno de plasticidad recursiva. Ellas son fingidoras maravillosas por la sencilla razón de que no saben que fingen. Nosotros proyectamos sobre ellas nuestras fantasías y ellas actúan de acuerdo con ellas, no tanto por complacernos como porque no poseen verdadera imaginación y han de actuar siempre de acuerdo con los sueños de otros». En ese momento entró en la habitación una muchacha muy joven, de no más de catorce años, que llevaba una manzanita roja en la mano. Estaba completamente desnuda, aunque su ausencia de ropa no parecía molestarle lo más mínimo. «¿Qué haces así?» le dijo el marqués muy agitado, «¿no te da vergüenza exhibirte de ese modo?» «Pero tío», dijo ella dando un pequeño mordisco a su manzanita, «¡si solo soy una niña! Además, no tengo nada de qué avergonzarme». Tenía un cuerpo muy esbelto, ágil y pálido, y una cabellera oscura que le caía por los hombros. Sus ojos eran grises y crueles, almendrados como los de un gato. «¿Cómo te llamas?» le pregunté. «¡Stephan!», me reconvino el marqués, «le ruego que no se dirija a mi sobrina cuando no está presentable». «Me llamo Sonia», dijo la jovencita, «y para ti siempre seré un sueño imposible.» Era, por supuesto, una de las «hijas de la araña».
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Vida de un pobre imbécil, Anónimo, Soria, 1956.
(Del «Prólogo al lector inteligente»)
Siempre he sido un imbécil. Siempre lo seré. La mía es una condición que, una vez se alcanza, ya no se abandona. «La imbecilidad es un sacerdocio» decía mi amigo Lumiz. ¡Cuánta razón tenía! La imbecilidad imprime carácter. Uno es imbécil, además, porque tiene vocación. A nadie le obligan. Normalmente, la decisión se toma ya en la infancia o durante la adolescencia.
«¡Eh, imbécil!» me dicen. Yo me vuelvo. «¿Es a mí?»
¡No pretendo esconderme! Tampoco soy rencoroso.
No me siento orgulloso de ser un imbécil, una condición que no me ha traído más que disgustos, pero siempre he pensado que uno no puede renunciar a lo que es y que debe aceptarse tal como es en vez de pasarse la vida luchando con el fantasma de «lo que me gustaría ser» o, mucho peor, de «lo que me gustaría haber sido».
No, no me gusta ser imbécil. ¡Por Dios (o «por el perro», como decía Sócrates, otro imbécil famoso) claro que me gustaría dejar de serlo! Por imbécil perdí a la mujer que amaba, por imbécil me despidieron de un trabajo que me hacía feliz, por imbécil me acusaron de un delito que no había cometido, por imbécil me declaré culpable, por imbécil fui a la cárcel y por imbécil pasé entre rejas tres años y medio. Podría haber denunciado al verdadero responsable, haberme librado de la cárcel y del oprobio, haber regresado a mi trabajo y convertirme incluso en jefe de sección, pero no lo hice, y no lo hice por imbécil.
He escrito más arriba que ser imbécil no me ha traído más que disgustos, pero eso no es del todo cierto. La imbecilidad está llena de pequeñas alegrías y de delicados regalos secretos. Uno puede llegar a sentirse orgulloso de ser imbécil del mismo modo que podría (¡me imagino yo!) sentirse orgulloso por ser un malandrín, un ladrón o un estafador. No es cierto que los imbéciles sean buenos, y que los buenos sean imbéciles. Esto es la vida real, al fin y al cabo, y no una novela de Dostoievski. Ser imbécil no es garantía de santidad, ni mucho menos. Pero la imbecilidad también tiene sus recompensas y puede reportarnos grandes placeres.
El placer de ser insultado en público, por ejemplo, y de saber íntimamente, con los ojos cerrados y muy apretados para contener las lágrimas, que el otro tiene toda la razón del mundo, que el estigma es cierto, pero que precisamente por eso, la vida de uno, aunque una vida de mierda, es una vida real. El placer de saber que uno fracasará. Que ha fracasado ya y que volverá a hacerlo una y otra vez en todo lo que intente, y la sensación de paz que trae esa certeza, la tremenda sensación de plenitud…
Hubo una vez un imbécil llamado Francisco Schubert que componía la música más hermosa del mundo…
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